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viernes, 18 de agosto de 2023

Roz Mystírio. Capítulo XIII La viajera

Ocurre una trifulca violenta entre Damián y Cosme, quienes desembocan en el corredor donde estaba Bartola.

—Espiar a los demás es pecado, eso no se hace! — Dice el mayor de los hermanos. 

—Madre Damián estaba tocándose allá abajo y gemía como un animal!

—Cállate Cosme, eres un parlanchín, eso no se le dice a las mujeres! —Ordena el espigado muchacho saltando sobre su hermano menor, cayendo ambos al suelo convertidos en un ovillo.

Bartola agobiada no sabe cómo actuar ante aquel acontecer masculino y espera a que Antonio llegue de la guarnición militar.

—Antonio debes hablar con los muchachos, hoy pasó algo muy serio y no puedo atenderlos, Silveiro vino a buscarme para ir a Carora.

—Por qué? —Pregunta el preocupado hombre.

—Federico me citó allá! 

Bartola llega a Carora en horas de la mañana y siguiendo las instrucciones acude a confesarse en la Iglesia San Juan Bautista, se sienta en el banco situado al lado del oscuro reclinatorio de madera a esperar que el cura llegue, entonces ve venir a alguien con una negra sotana, al acercarse y entrar al pequeño cubículo se sorprende al reconocerlo, es Federico.  

Después de un breve saludo procede a explicarle lo grave de las últimas acciones de Ángel Montañez en Carora y Barquisimeto  agravando un complicado escenario para él, colocándolos en una difícil situación, marcando la necesidad de iniciar el contrabando, entonces le da una carta para el señor Mordehay Henríquez, indicándole que deberá entregársela en su negocio en Coro, es quien la pondrá en contacto con los contrabandista de armas, a partir de ahora no nos veremos más en Parapara para evitar que descubran el plan. Bartola se asombra de la identidad de su contacto y finalmente se da cuenta del papel jugado por la masonería.  

Una carreta conducida por una mujer, seguida a corta distancia por otras tres y varios indígenas a caballo, escoltándola discretamente, recorre velozmente el sinuoso camino de la sierra de San Luís, montañas cubiertas por un verde manto dándole una frescura que a veces llegaba a ser muy frío, a su paso cruza varios arroyos por los puentes de doble arco de ladrillo construidos desde la Colonia. Amanecía cuando repentinamente en una vuelta del sendero, bordeando la cima desde lo alto, se deja ver el caudaloso río con un buque a vapor navegando por su cauce, llevando una valiosa carga que ella conocía muy bien, su destino era aciago, serían interceptados en alta mar por los piratas para robar su preciosa carga.

Bartola Castro había partido de La Vela de Coro rumbo a Siquisique con las armas adquiridas de contrabando entregadas a media noche por sus contactos sefarditas, cargamento que estaba oculto en bodegas clandestinas existentes en la aduana Antillana, en manos de estos holandeses que desempeñaban ambos roles de comerciantes legales y piratas.

Después de repartir algunas monedas de oro entre los estibadores a cambio de su silencio, saldría de allí rápidamente iluminada aun por la luz de una esplendorosa luna llena, sumergida en los sonidos nocturnos de sapos y grillos, viaja en una carreta techada con cuero de chivo sostenidos en una armazón metálica para proteger su preciada carga de la lluvia, un farol encendido cuelga de un lado, tintineando al ritmo del carruaje. A todo lo largo de este camino existían innumerables caseríos y posadas, que mantenían sus economías con los transeúntes, brindándoles un techo para dormir en chinchorros, comida y donde asearse, facilitando estos recorridos que conducía a la montaña de Guacamúco para finalmente llegar a la parte norte de  Siquisique, un fresco poblado salpicado por altas palmeras de maporas, cuyos esbeltos y desnudos troncos se elevaban hacia el firmamento, un obelisco rematado por un gran cogollo de largas hojas que se mecían suavemente con la brisa, una verde danza que al entrar al poblado invitaban a contemplar su intenso cielo azul, dejando embelesada a la viajera quien siempre se detenía a absorber la savia de su seductora y reconfortante belleza.

Al descender de la montaña se encontraba una posada que pertenecía a sus amigos, la familia Viloria, donde descansaba. Este lugar era ideal para el acomodo de los comerciantes con sus arreos de burros, mulas y gente de a caballo cargados con sus mercancías pues se trataba de una alargada casa de bahareque con numerosas habitaciones y corredores enladrillados que también poseía corrales muy grandes cercados con troncos de maporas, techados con tallos secos de magueyes, que además disponía de ayudantes para darles el pasto a los animales y llevarlos al río a que tomaran agua, comodidades que le otorgaban un gran movimiento comercial convirtiéndola en una parada obligatoria de los transeúntes. Adentrándose al poblado se podía encontrar otros paraderos populares, sitios donde dormir, abastecerse y comer un plato de comida caliente más económico.

La viajera se hospedaba en la del Señor Viloria no solo por sus comodidades sino también porque contaba con su discreción, clave para su misión. Siempre le preparaban un baño en tina con agua calentada en topias de piedra, una cama con sábanas blancas bordadas, perfumadas con hojas de malagueta y flores de azahar, como a ella le gustaba. Había cabalgado por casi seis días prácticamente sin asearse ni dormir, hacerlo era una necesidad perentoria, estaba exhausta.

Después de arreglarse y cenar, sale a verificar el cargamento y el acomodo de los hombres, guardaespaldas pertenecientes a su tribu, fieles y silenciosos, en el corredor se tropieza con el dueño quien la invita a tomarse un trago de cocuy, un regalo traído por la recién llegada de su propia producción que el dueño acostumbraba brindarle a los huéspedes, mañas de buen anfitrión que lo hacían popular. Luego de ingerir el fuerte licor de un solo golpe, el hospedero inicia con una conversación casual, le informa que en el pueblo habían instalado la primera imprenta y estaba circulando un periódico local denominado “Eco de Urdaneta”. Al terminar la reseña, el hombre se recuesta en la silla extrayendo de su bolsillo una carta que le entrega.  

Aquí le dejó su compadre, el General Juan Bautista Salazar. —Le dice mientras la observa curioso.

Sabía que aquella mujer se traía algo importante entre manos pero no conocía los detalles que retenía celosamente.

Bartola toma la misiva, la guarda en un bolsillo de su falda y se levanta, dándole las buenas noches, se despide.

—Gracias Señor Viloria. —Juan de Dios, busque una carreta que vamos a salir al pueblo de compras.

 Los dueños de arreos se paseaban por el lugar negociando, ya fuere vendiendo, comprando o realizando diligencias como registro de  nacimientos, trayendo algún enfermo para ser recetado, asistir a las  actividades sociales como las fiestas patronales o religiosas, o visitas a familiares. Pero la actividad principal era la realizada alrededor de las surtidas pulperías con los lugareños que venían a comprar o vender sus productos como maíz en concha para hacer la harina “tostá” y las arepas “pelás”, sal en granos, caraotas, quinchoncho, café, papelón, huevos, templones, una especie de malvavisco criollo. Mezclarse entre los numerosos remates que se llevaban a cabo, ofreciendo mejores precios para ganar la puja, adquiriendo o intercambiando productos, visibilizaban a esta mujer, famosa por su destreza en estas jornadas que le servían para camuflajear su verdadera actividad conspirativa.    

Bartola se toma un tiempo y se acomoda en un banco de la plaza debajo de una alta mapora para leer la carta del General Salazar, después de saludar le relataba los últimos acontecimientos ocurridos:

“Ángel Montañez ha fundado un periódico en Barquisimeto, el cual le ofreció hipócritamente a Aquilino para su campaña política, pero simultáneamente se sabe que se ha acercado a Eusebio Díaz con quien conspira, esto no conviene en este momento en el cual el liberalismo está dividido en dos corrientes, los legalista con Federico Carmona al frente y los continuistas apoyados por poderosos militares de Caracas que unidos a este personaje, ensombrece el panorama.

Debido a que el Señor Montañez contrajo matrimonio con una integrante de una de las familias más pudientes de Carora, permitiéndole reunirse con los más destacados ciudadanos, atrayéndolos hacia el bando continuista, sumamente riesgoso pues no sabemos quién puede ser nuestro enemigo, por eso debemos actuar sigilosamente sin llamar la atención y me permito recomendarle la máxima discreción, recuerde lo ocurrido en Carora a los hermanos Hernández Pavón por contrabandear mercancías, violentaron hasta el derecho de asilo otorgado por la Iglesia Católica para ejecutarlos, órdenes dada por los godos de la Compañía Guipuzcoana dueños absolutos del comercio de importación quienes se sentían perjudicados económicamente con ellos, como ve las cosas no han cambiado”.

Bartola al terminar de leer la misiva, entra a la Iglesia, coloca unas monedas de oro en el cajón de las ofrendas y se dirige a los velones, encendiendo tres en memoria de los hermanos nombrados por su compadre sin imaginar que aquella historia se repetiría, les reza unas oraciones y al terminar procede a quemar el escrito, entonces una fría corriente de aire le roza el cuello provocándole un estremecimiento que le recuerda un mal presagio igual que aquel del día que presenciara el arribo a Carora de Ángel Montañez, estando en la puerta antes de salir, mira atrás la penumbra que reinaba en la capilla tratando de descifrar lo experimentado, sin lograrlo se acomoda el capotillo con el cual se cubría y sigue su camino.  

Recorre la calle Comercio que atravesaba el pueblo hasta llegar al río donde había un sitio conocido como “el paso de las canoas”, el cual pertenecía a unos habitantes que tenían el negocio de transporte de pasajeros, enseres y animales en canoas. Allí existía una casa de tejas, llamada “El Sorrento”, con grandes depósitos para el almacenamiento de mercancías y largos corredores enladrillados donde los viajeros esperaban el turno de embarque, si era necesario se podía pernotar cuando se prolongaban por las grandes crecidas del río Tocuyo, en ellos se colgaban hamacas o chinchorros. Al cruzar se encontraban las vegas de Santa Cruz y Peña Amarilla, situadas en la confluencia de los ríos Tocuyo y Baragua, con pastizales que crecían de forma natural donde los arrieros alimentaban a las bestias.

Una vez cruzado el río tomaba un sendero concurrido y soleado, contrastando con el montañoso que acababa de dejar atrás, salpicado por pequeños conucos de negros e indios y por las haciendas de los terratenientes con sus grandes y majestuosas casas coloniales que denotaban prosperidad al ver sus exuberantes cultivos, muy vistosos por sus largos tallos que ondeaban al capricho del viento, tan numerosos que a la vista semejaban un mar dorado, era la caña de azúcar, rubro cultivado desde el siglo XVII cuando fue introducido al país proveniente de las Islas Canarias. Era frecuente encontrarse con rebaños de ganado o de chivos, animales traídos por los canarios, expertos en su cría. El ganado vacuno, relativamente escaso al principio de la Colonia debido a lo pobre de los forrajes autóctonos, luego al ser importados los de altos niveles nutricionales, lograrían desplazar paulatinamente al chivo, quedando su cría rezagada a indios, mestizos y blancos de orilla, mientras los godos se dedican al vacuno, más rentable, marcando el ganado una diferencia de clase.

Al distinguir la blanca cúpula de la Iglesia de Parapara de Rio Tocuyo, su destino final, su corazón se aceleraba, tenía casi quince días fuera y extrañaba a sus hijos, su marido y aquel caserío conformado por unas  cuantas familias, un pequeño valle situado en la falda de las serranías, fresco y de abundante vegetación destacándose del árido horizonte que lo rodeaba.

Luego de recorrer su calle principal arribaría con el cargamento, iniciando una febril actividad clandestina para esconder las armas en los depósitos subterráneos ingresando por una lápida oculta que hacía de puerta y daba a unos escalones que conducían a una bóveda.

Por estos caminos circulaba poder, dinero, militares, comerciantes, visitantes, una multitud inimaginable, por lo que una persona más con mercaderías pasaría desapercibida y ella era una viajera frecuente conocida por habilidad comercial.

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