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viernes, 10 de febrero de 2023

Roz Mystírio. Capítulo II Las Mascaradas

 

Una fresca mañana cuando apenas un tornasolado sol se empinaba tímidamente sobre el horizonte quebrado por suaves colinas, besando con sus amarillentos rayos a los árboles de la plaza frente a la Iglesia, filtrándose suavemente entre sus ramas esparciendo sombras y luces bailarinas que se proyectaban sobre el suelo aun húmedo por el roció de la noche mientras una suave brisa arrastraba las miles de cobrizas hojas produciendo un suave susurro al elevarse como aves peregrinas desapareciendo en el grisáceo cielo, desconociendo ser mensajeras de un anuncio funesto. Paulatinamente un grupo de personas se va congregando en aquel bucólico ambiente semejando a un palpitante conglomerado de abejas aprestándose para iniciar sus tareas, parlotean alocadamente mientras se observaban entre sí, acicalándose sus trajes que aleteaban por el viento, sus peinados algo revueltos caían sobre sus rostros, tienen una cita allí.  

Acababa de concluir los oficios religiosos de la misa en honor a San Pedro, el sacerdote les había entregado la imagen del Santo a los caballeros presentes en el acto, encabezados por los dos Juan José Santéliz, primos con idénticos nombres, vestidos con paltó de levita negro, sombrero de copa alto o pumpá y el rostro untado con betún, quienes lo alzan en hombros bailándolo dentro del sagrado recinto, ejecutando un cadencioso zapateo a lo largo del pasillo central hasta salir de la Iglesia para reunirse con el grupo que estaba en la plaza esperándolos para iniciar una cabalgata y recorrer en procesión las calles del pueblo, cantando coplas con letra alusivas al acontecer político o social del momento, según lo establecía la tradición.

Se dirigen al pueblo donde se efectuaría, en homenaje al santo, una serie de competencias, la comitiva recorre su calle principal con sus casas geométricamente rectangulares de diferentes tamaños y alturas de acuerdo a la riqueza de los dueños, sus gruesas paredes de bahareque muy blancas que relumbraban al sol, sus techos rematados con tejas rojas que contrastaban con la armonía del níveo frontal otorgándole al horizonte el inconfundible paisaje colonial, al acercarse a la plaza estas viviendas se hacían mas llamativas con sus labrados dinteles denotando el monopolio de los poderosos mantuanos del privilegiado sitio. Allí estaban residenciados los denominados blancos de la plaza, cuyos apellidos servían como identificador de dichas moradas, la casa de los Santéliz, la casa de los Nieto, la casa de los Brizuela, etc

Al llegar la algarabía te envolvía, vendedores de multicolores dulces, transeúntes de rápido caminar, niños corriendo, grupos agolpados alrededor de los populares concursos, sobresaliendo dos de ellos por los gritos desaforados animando al competidor:

—Descabézala, córtala! — Repetían una y otra vez.

Al asomarse los curiosos en medio del tumulto, veían a una persona que sostenía una larga cuerda con un gallo amarrado por las patas colgando cabeza abajo, subiéndolo y bajándolo mientras los participantes hacían fila con los ojos tapados para intentar cortarle la cabeza, era el conocido juego de la descabezadura de gallo. Más allá estaba la vara de premio que consistía en un tronco engrasado y en la  cima le colocaban un premio, el que lograra trepar por la resbaladiza superficie obtenía la recompensa, era un juego que causaba mucha risa al caerse el concursante del palo.

—Sube, sube! —Gritaban y reían al unísono.

Al fondo de la calle, contribuyendo con el ambiente festivo, estaba un conjunto musical interpretando variadas melodías populares ejecutadas por diferentes instrumentos como los de viento destacándose la sinfonía de boca y las guaruras marinas de uso muy popular entre los pobladores, también los de cuerda principalmente el cuatro y el arpa y los de percusión como tambores y maracas.

—Parienta acérquese que le vamos a dedicar una canción! —Invitaban los músicos al pasar Bartola por su lado.

Repentinamente una asombrosa lluvia de fuego se desplegaba en el límpido cielo seguido por un ensordecedor estruendo anunciando el inminente final de la festividad.

—Apúrense que comenzó la quema de pólvora. —Se citaban unos a otro para llegar a tiempo, mientras corrían.

Se trataba de los fuegos artificiales, un espectáculo que aglomeraba al pueblo para contemplar aquella maravilla, dejándolos  con la boca abierta tanto a chicos como a los adultos. Luego de concluido el acto, continuaban en alguna casa o en la ribera del río, rematando con un buen sancocho.

Eran épocas en las cuales durante todo el año se organizaban estas celebraciones con motivo de algún santo y alrededor de las cuales giraba la vida social en los pueblos. Una de las más atrayente eran las festividades de San Pedro pues existía una tradición conocida como Las Mascaradas, costumbre desde la colonia consistente en un ritual teatral bailable llevando disfraces que se unía a la procesión religiosa. 

Lo peculiar residía en que esto era de carácter obligatorio, mediante una ordenanza del gobierno local, con algunas excepciones para las autoridades civiles, militares y eclesiásticas, aquel que no estaba de acuerdo no le quedaba otra alternativa que esconderse en los montes o si no, sería castigado en el cepo donde era enganchado de las manos y el cuello en una extraña posición dejando el rostro a la vista de todos, formando parte de la diversión, generalmente se aceptaba de buena gana y todos arreglaban su disfraz.

Bartola, con cuyos pobladores estaba mayoritariamente emparentada, cumplía feliz con esta ordenanza, ese año llevaría un vestido de emperatriz y un dorado antifaz que manipulaba con la mano tratando de eclipsar su bello rostro para evitar ser identificada, pero sus intensos ojos azules y su personalidad chispeante la delataban. Caminaba con paso saltarín por el poblado mezclada con la procesión, produciendo un leve sonido con el aletear de su larga falda que sostenía con su mano libre, la habitual ausencia de discreción al saludar permitían rápidamente descubrir quién era:

¿Cómo la está pasando pariente?. Decía con una risa ahogada.

Inquiría sin detenerse mientras recorría alborozada la calle principal de Río Tocuyo.

Muy bien gracias y, ¿Usted pariente?. Respondían los transeúntes.

Esta grácil y alegre joven no imaginaba que su vida cambiaría a partir de ese santo día.

Habiendo culminado la festividad en el pueblo se dirigen a orillas del río, lugar fresco al estar bajo la sombra de los árboles, donde mientras unos compartían alegremente con canciones interpretadas por algún presente, otros mantenían entretenidas charlas filosóficas, políticas o una comidilla de moda, en espera del asado de chivo en leña, en el que sobraba el aguardiente que estimulaba grandes juergas y como consecuencia los amoríos fáciles. Varias de las adolescentes amparadas en la laxitud de la vigilancia de los adultos que disfrutan el momento, aprovechan para alejarse del grupo e ir hacia las solitarias riberas donde son sorprendidas por unos partidarios de los azules que adversaban a los liberales y se dirigían a tomar Carora, sus enemigos y quienes las atacan siendo defendidas por la rebelde joven que se interpone en su camino logrando que sus primas escaparan mientras actuaba de señuelo. 

 Corre veloz adentrándose por la arboleda, las ramas arañan su blanca piel y golpean su rostro, su corazón late fuertemente queriendo escapar de su pecho, jadea violentamente, está en una especie de trance donde ya no siente su cuerpo solo un instinto de sobrevivencia la domina, correr, correr, huir, huir, ha dejado de existir, ya no ve el entorno, la realidad desaparece, solo existe el ruido de su respiración, de repente un golpe que viene de atrás la derriba quedando tendida a los pies de sus verdugos, siendo sometida por tres hombres que como fieras salvajes se abalanzan sobre ella para ser abusada en su condición de mujer, mira al cielo entre las verdes tonalidades de la vegetación que arranca los rayos del sol, concentrándose para no sentir el desgarrador dolor que surge de su bajo vientre, se dice a si misma que no debe llorar, el tiempo parece detenerse infinitamente cuando escucha galopes y personas que gritan angustiosamente su nombre:

Bartola ¿Dónde estás?. Responde por favor! —Exclama una voz que reconoce, es Gregorio.

Los hombres salen huyendo quedando tendida sobre la alfombra de hojas cobrizas, mostrando sus ropas abiertas que dejaban ver su blanca piel como una flor deshojada y marchita, entonces una oscuridad la envuelve.

—Ayúdame, Gregorio! —Exclama la trémula joven asiéndose a su cuello antes de desmayarse.

Gregorio la arrulla en sus brazos consolándola mientras la cubre con su chaqueta.

—Shh, aquí estoy. —Estirando una mano hacia atrás demanda a los que lo acompañan.

—Pásenme la manta del caballo, vayan a buscar el carruaje de las tías y díganle lo que pasa! —Le ordena a sus hermanos.

Un coche que llega ruidosamente se detiene abriendo una de sus puertas, Gregorio alza en brazos a la joven con ayuda de sus familiares pasándosela delicadamente a Juana Paula quien sentada dentro la recibe cobijándola en su cálido regazo, rápidamente salen rumbo al pueblo. Posterior a esta traumática experiencia, ella viviría los años más duros de su existencia.

—Abuela, es mejor sacar a Bartola de aquí, llevarla a otro lugar, somos muy conocidos y los comentarios no la ayudaran a olvidar.

—Te parece, hijo? —Pregunta dubitativa Juana Paula.

—Si, además los rebeldes nos mantienen en jaque, enfrentamos  batallas cada vez más numerosas, los conservadores con algunos liberales traidores conformaron este movimiento conocido como la Revolución Azul, cuyos objetivos es derrocar al nuevo gobierno liberal.

—Azul? — Pregunta Juana Paula. —Acaso no eran los Rojos?

Los taimados cambiaron de color ya que el rojo rememora la sangre, la violencia, en cambio el nuevo tono es atractivo, tranquilizante. Astucias para engañar al pueblo. —Explica Gregorio, agregando a continuación:

Y como usted sabe, toda nuestra parentela está a favor de los amarillos, lo que hace muy peligrosa su situación en este difícil momento, ya la conocen, pueden regresar y ella no está en condiciones de enfrentarlos, tiene el alma quebrada. —Puntualiza Gregorio.

—Además, abuela es hora de que conozca la verdad de su nacimiento, que eso no nos importa, que la amamos igual.

—Por eso ya hable con Juana Bautista para que la acompañe, le mandamos a avisar a Domingo Vicente para que las reciba en la casa parroquial y también a Silveiro, ambos le darán protección en Aregue!. —Finaliza el joven de oscuro cabello y frente fruncida.

Una carreta traslada a la marchita joven por un polvoriento camino marcado a ambos lados por arbustos y cardones, va junto a Juana Bautista quien inesperadamente jugaría un papel protagónico en la vida de Bartola al ayudarla a superar lo acontecido a orillas del río Tocuyo pero secretamente en ese viaje también tenía otra misión. Al arribar recorren el pueblo de límpido cielo azul y despejado horizonte, ella lo ve a medida que recobra la conciencia mientras una suave mano sostiene la de ella y le habla con dulzura, entonces la reconoce.

—Ya llegamos, aquí estarás a salvo, te protegeré con mi vida si es necesario. — Le dice Juana Bautista.

Alcanzan la casa parroquial, lugar donde se hospedarían gracias a un favor concedido a sus dos parentelas, por un lado los Nieto y por otro los residentes del lugar, del cual descendía Juana Bautista y que ella desconocía. En la puerta de madera está un cura de afable rostro que les hace seña para que entren por el portón de campo que permitía acceder discretamente a la vivienda por el patio trasero.

Aquí se sumergiría en el anonimato, nacería por segunda vez al superar la amarga experiencia recién vivida, pero también se enfrentaría a la primera rosa de su vida, revelación que la transformaría en una leona de dos mundos confrontados, separados, unidos, desiguales y armonizados que conjugaría gracias a su  don de liderazgo.

La marchita joven esta de rodilla delante de la Virgen de Chiquinquirá, solloza desconsoladamente cuando alguien desde atrás la abraza, conocía su olor a flores de malagueta, gira y se aferra a ella sintiendo que se sumergía en un mar de cálido amor que le era desconocido hasta ese momento.

En este poblado existe un Templo que alberga el lienzo de la Virgen de Chiquinquirá que debido a sus rasgos mestizos es conocida como la Virgen India, por la cual eran muy devotos los indígenas locales, esta imagen obraría un milagro en ella al darle consuelo y aliviar su pesar convirtiéndola en su fervorosa seguidora.  

Tanto la Iglesia como el lienzo tienen una historia que se pierde en el tiempo y se entrecruza con leyendas, una más de estas tierras. Se cuenta que una india de nombre Chiquinquirá encontró un tubo con un tapiz con la imagen, trasladándolo a lo que en un futuro sería el pueblo de Aregue, colocado en una humilde capilla. Coincidencialmente con este hallazgo acontece que un español de la compañía Guipuzcoana el cual navegando rumbo a Venezuela es sorprendido por una tormenta, naufragando en alta mar, al ver su precaria situación le ruega a la Virgen del Santo Rosario, de quien era creyente, que lo salve, apareciendo un tonel de madera al que se aferra logrando llegar a la playa, allí tiene una visión de la Virgen en un templo frecuentado por cientos de fieles, interpretando esto como una solicitud de construirle tal edificación. Un día estando en Carora se tropieza con el cura de Aregue a quien le comenta la visión, ante la descripción de la Virgen es conducido a la capilla para que vea la imagen. El náufrago la reconoce como su salvadora, cumpliendo con su promesa, le otorga una gran suma de dinero al presbítero que además de religioso tenía conocimientos de arquitectura, quien diseña la Iglesia dirigiendo su construcción personalmente, dando como resultado esta obra convertida hoy en basílica, de su techo cuelga un pequeño barco de madera en recuerdo del milagro.  

—No llores más, hija ven, acerquémonos al altar. —Invita la mujer mientras caminan juntas tomadas de la cintura.

—Roguémosle a la Virgen que tu dolor se calme. —Le dice agarrándole una mano y colocándola sobre el lienzo.

Bartola la observa de reojo, en el fondo de su alma presiente algo subterráneo que siempre le ocultaron.

—Quien eres tú?.  —Interroga ante la inminente revelación.   

—Soy tu madre! —Responde Juana Bautista desbordándose cual dique incontenible.

—Por qué me lo ocultaste? —Reclama la joven apartándose abruptamente de su lado.

—Mírame y mírate, somos como la luna y el sol! —Expresa con un dejo de dolor la india Juana Bautista y le explica.

—Tienes sangre india pero también de los Nieto, al igual que yo, las dos somos mestiza pero yo soy morena y tú eres blanca con esos hermosos ojos azules, lo que impidió que mi tribu te aceptara, ni padrinos de tu bautizo quisieron ser, por eso la hermana de Juan Nepomuceno ocupo ese lugar!. —La mujer continúa…  

—Cuando Juana Paula me encontró y ofreció encargarse de ambas, una propuesta salvadora que me llevo a tomar una decisión que creía era lo mejor para ti, aceptar criarte en su casa sin que conocieras la verdad!.

—Ahora entiendo porque mi primo Tomas me decía que yo era de sangre manchada y algunos tíos me insinuaban sentimientos censurados! —Exclama dolorosamente.

—No sé si yo podría separarme de un hijo! —Finaliza Bartola sin saber que años después ella lo haría con cinco de sus seis hijos.

Paradójicamente aquella dura revelación la ayudaría a encontrar cierta paz al intervenir el párroco del pueblo, convirtiéndose además de su confesor y maestro, en su amigo incondicional.

Al tiempo sintiéndose mejor decide regresar a su hogar en Río Tocuyo con su familia de crianza a enfrentar la realidad, encontrando a Juana Paula, sus hijos y Gregorio esperándola amorosamente, sin imaginar que otra vida estaba surgiendo dentro de ella.

Un día los familiares de la muchacha, ante su desaparición, sospechando que algo muy grave le acontece, la buscan desesperados por los alrededores, era una noche de luna llena y llovía a cantaros, tanto que el río se había desbordado. Bajo la tormenta Bartola había huido hacia el rancho de la mujer quien sido su nodriza, estaba dando a luz atendida por ella, percibiendo un cálido manto protector que la rodeaba cuando estaba con su madre. Había ocultado su preñez al creer tener una enfermedad mortal producto de un castigo del cielo por el pecado cometido, a pesar de haber sido perdonada y restaurada su virtud por la Iglesia por tratarse de un acto involuntario, considerado como un daño de guerra y no una falta de la joven de apenas 17 años, sin embargo nadie considero la posibilidad de aquella imprevista consecuencia que la hacía sentirse indigna de sus parientes blancos. Este niño llevaría el estigma de no tener apellido por ser hijo de un desconocido, hecho que no pudo subsanar por completo, por ser ella de sangre manchada, a pesar de la indulgencia otorgada por la Iglesia.  

Lo bautizaría con apenas dos meses de edad, colocándole el nombre de su hermano de crianza y de gran apoyo en aquellos terribles días posteriores a la violación, por eso se llamaría Gregorio Urbano, el segundo nombre sería por el santo que fue martirizado, apaleado y finalmente decapitado, estando acorde con la terrible experiencia vivida en la  concepción de ese hijo, historias de mártires cristianos que leía con fruición desde que fuera iniciada en ello por el párroco Domingo Vicente. La madrina de bautizo sería su tía Nicolasa Nieto, tratando así de borrar su nacimiento bastardo. Este acto realizado a una edad del niño relativamente temprana, no acostumbrado en esa época pero era un año muy convulsionado, los azules estaban alzados en guerra para deponer al reciente gobierno federal y los riesgos de muerte eran altos. 

Finalmente los liberales son derrocados en Carora y Bartola de 19 años, madre soltera, siente que la cercanía de los azules representa un peligro para su hijo de apenas un año por lo que decide nuevamente desaparecer de Río Tocuyo donde era muy conocida, se iría a Aregue allí era una Castro más y estaba bajo la protección de sus familiares indígenas, y del cura parroquial quien la estimula a estudiar, volcándose frenéticamente en los libros bajo la administración de la Iglesia, empapándose además de las conspiraciones políticas comunes en esta región con fama de ser peligrosa. 

El párroco Domingo Vicente Oropeza Meléndez, durante esta segunda estadía, notando los dones de la joven, se dedicaría a transformarla en una mujer letrada, ya había comenzado en los días de la recuperación de su salud cuando la sumergió en la historia del cristianismos y sus mártires tratando de ayudarla a encontrar consuelo a través de las terribles vivencias de estos santos.

Este cura era un liberal el cual no pensaba ser cura, habiéndose casado pero inesperadamente queda viudo con un hijo, siguiendo la costumbre, le pide matrimonio a su cuñada, pero ella que no sentía nada por él, lo rechazaría. Ante el desplante, en un arrebato de despecho, se ordena sacerdote, convirtiéndose en el cura en propiedad de Aregue, como se denominaban en aquellos lejanos tiempos pues  compraban con sus fortunas el derecho de por vida de ejercer en la parroquia. Acontece que la cuñada cambia de opinión, aceptándolo a pesar de ser párroco, pero ya no podían casarse conviviendo en concubinato, procreando varios hijos, admitidos por la comunidad quienes se hacían la vista gorda ante la situación.

Resulta que el sacerdote debido a su fogosidad le era infiel con otras mujeres, generándose un escándalo social al ser rechazada tal conducta promiscua, constituyendo sus adulterios en un mal ejemplo para los hombres casados del pueblo pues su concubinato era aceptado como un matrimonio consagrado, siendo denunciado por las damas de la feligresía ante sus superiores, quienes envían a un Hermano Superior para que le llame la atención diplomáticamente, entonces simulando estar interesado en su comodidad, pensando así evitar el carácter belicoso conocido de este cura, procede con el siguiente interrogatorio:

Padre, Ud. tiene quien le cocine? Quien le limpie la casa cural? Está bien atendido? Inquiere el sacerdote.

A lo que este personaje controversial ajeno a toda disciplina, dándose cuenta de las verdaderas intenciones de las preguntas, le dice:

Si su eminencia, me alimento tres veces al día, me asean la casa, lavan mi ropa diariamente, duermo muy bien todas las noches y follo tres veces por semana, tal como Dios manda.

Ante tal respuesta, el sacerdote sale despavorido regresando a Barquisimeto recomendando a la curia no volver a importunarlo y como los Padres podían ser padres, el caso fue cerrado.

Este cura a pesar de su carácter poco benigno, nada tolerante con sus feligreses, sin embargo sus amigos contaban con el absolutamente, demostrado con esta joven a quien la dio una amplia instrucción en conocimientos, no solo en medicina sino también en  poesía, literatura en latín y griego, incluso sería su cómplice en el complot para salvarle la vida al hijo puesto en peligro por un trágico suceso que ocurriría años después. Domingo Vicente Oropeza sería el párroco de Aregue por 40 años, hasta su muerte.

 Bartola se mete de lleno en el hervidero de conspiraciones que  existía en Aregue donde las festividades religiosas servían de camuflaje, al llegar a ser patrona como se conocía a las organizadoras, su presencia pasaba inadvertida. En esto influirían los mestizos Castro quienes finalmente la aceptarían al notar sus extraordinarios dones curativos que se desarrollaban a medida que adquiría conocimientos en hierbatería bajo la guía de su abuela, la chaman del pueblo y madre de Juana Bautista. Otro personaje que llegaría a ser clave en su vida en un futuro sería Silveiro Castro, líder de los indígenas locales.

La gran inestabilidad política de los Azules provocaría el derrumbe de su corto gobierno, nuevamente soplan vientos de guerra y la población se prepara para el regreso de la causa liberal. Ante esto, Bartola decide regresar a Río Tocuyo para incorporarse en la tropa que comandaba su pariente Gregorio Nieto.

—Hija, acude al boticario de Carora, el Señor Curiel para que te suministre hierbas y pócimas, sus conocimientos complementaran los que ya tienes—Le indica el afable cura al despedirla en la puerta.

—Entrégale esta carta y dile que vas de mi parte.

—Espera un momento que te daré un pequeño obsequio que tiene ciertos poderes hipnóticos que te ayudaran en tu practica curativa—Dice al unísono que saca de un bolso un pequeño dije.

Estallaría otra guerra civil, una más de las tantas que devastaron al país, en cuyas tropas llegaría Antonio Perozo, un joven militar que se destacaba por su altura, su complexión fornida y su simétrico rostro bronceado por el sol, delineado por una corta barba y un fino bigote, quienes conducidos por el destino tendrían un encuentro en la casa de los tres balcones.