Entradas populares

viernes, 3 de agosto de 2018

Capítulo 60 Regreso a casa.


Una vez más Helena hace maletas para dejar a Caracas, desciende las fotografías colgadas en la pared, su amiga la observa calladamente, ayudándola, mientras la mujer continua con la febril actividad, vaciando aquel pequeño y cálido rincón que había fungido de hogar, sube sus enseres a un transporte de mudanza, otros los deja de regalo. Regresaba a Barquisimeto, era el convulsionado año de 1958 posterior al derrocamiento de Pérez Jiménez, una gran inestabilidad política dominaba el quehacer diario salpicado por diferentes intentos de golpes contra el gobierno de transición, impulsándola a tomar la dura decisión ante la nueva realidad, era peligroso quedarse, ante todo estaba su niña quien necesitaba seguridad. Además a pesar de que Eligio Anzola había regresado del exilio pues ya no era un fugitivo político, ni su entorno era perseguido, sin embargo Vicente tampoco regresaría, había formado otra familia. Así que esta vez la despedida era definitiva, sin promesas susurradas de retornar a la ciudad, Helena lo sabía. Ese día, juraría no dejarse arropar por la nostalgia, vencería la adversidad.    
Llega a la casa de su hermana Ana Dolores, quien la recibe en el porche con un cálido y apretado abrazo, como al hijo perdido que regresa al hogar, sin un “te lo dije”, entre ellas no existían críticas, solo amor, amor del bueno, incondicional. Pepita también la recibe, había regresado anteriormente de acompañar a Helena en Caracas. Ya se habían casado las dos últimas solteras, Yolanda y La Nena, abandonando el nido. Luego a principio de 1960 llegarían de Cabimas, mis tíos Andrés y Roselia a residenciarse igualmente en la 37. Así fue este hogar salían unas y llegaban otras.
Conformaríamos una gran familia en el que no existían las medias tintas a la hora de ser solidario con un miembro caído en las turbulentas aguas del destino, jamás mi tía Ana argumento problemas económicos o su necesidad de intimidad matrimonial para negarse a tender una mano a una hermana que necesitara su ayuda. Estas excusas ni siquiera eran imaginables, se resolvían de alguna manera. La casa ocupaba casi una cuadra de largo, el cuarto matrimonial estaba en la parte delantera, independiente, contaba hasta con una antesala, los demás ambientes estaban hacia el fondo, separados por una gran distancia y una media pared, además se inculcaba el respeto a los adultos, bastaba una mirada para uno quedarse quieto, nunca escuche gritos ni amenazas de daños físicos de parte de ellos. Para mis tres tías mayores, ante todo estaban sus hermanos, eran como sus hijos, se sumaba mi tío Teodoro, solidario y generoso, identificado con su esposa, almas complementarias, corazones que latían a un mismo ritmo. No cabían los resentimientos, el poder adquisitivo no transformaba a nadie en un ser superior o inferior, nunca vi distingos en esa casa por motivos fatuos, se respetaba a todos pero sobremanera a Mamayu, la mayor de las hermanas Castro, quien era el faro familiar, casualmente la de menor poder adquisitivo.
Los primeros recuerdos de mi existencia, que vienen a mi memoria, son en esta casa, caminando por el jardín. Un día, la caja oscura donde me encontraba encerrada, se abrió y como un estallido, repentinamente salte de la nada hacia la luz del sol que se esparcía por todos lados deslumbrándome, el verdor de sus plantas, el roció que destellaba sobre las verdes hojas, sobre mí, el cielo azul con la miríada de nubes blancas como copos de algodón de formas cambiantes, típicas de Barquisimeto, me detalle a mí misma, mi vestido, estaba aquí, por primera vez tuve conciencia de mi existencia, del yo.
Este jardín fue el sitio predilecto de juego de mi niñez, pasaba horas observando la naturaleza, los pequeños reptiles, la guerra entre bachacos, las mariposas con sus alas multicolores revoloteando sobre las flores de las cayenas escarlatas. Esperaba que mis tías se acostaran a la hora de la siesta, para ir a jugar afuera, pero el chirrido del aparato ortopédico, delataba mi presencia, escuchándose por la ventana del cuarto de mi tía Ana, que daba al jardín, caminaba lentamente, con mucho cuidado, como un felino, embelesándome con la luz y el verdor, la brisa acariciando mi rostro, el olor a monte, aun hoy puedo pasar horas disfrutando un bello día, soleado o lluvioso. A veces me parece escuchar a mi tía mandándome a reposar, hábito que finalmente con los años adquirí, hoy día, soy yo la que le dice a mi nieto que se vaya a reposar.
Mi sexto cumpleaños fue la primera actividad social que organizó mi mama Helena, poco después de la llegada a esta casa, retomando las tradiciones familiares. Vinieron hasta los que no residían en Barquisimeto, asistieron mis 22 tíos y los 15 primos directos que existíamos para la época, igualmente los hijos de las hermanas de mi tío Teodoro, integrados a nuestra familia como una sola, fue una fiesta muy alegre y colorida, novedosa para mí. Uno de los asistentes fue Álvaro Méndez, dos años mayor que yo, el primer primo en fallecer en un trágico accidente de tránsito viniendo de la carretera de Pavía, famoso lugar donde se come chivo. Esto ocurrió en el año de 1971, posterior a la muerte de mi tío Enrique. Nos encontrábamos en El Toronal cuando llegaron a llevarnos la mala noticia, allí no había teléfono, tuvieron que ir personalmente, el dolor fue intenso, era aún muy joven, tenía entonces 21 años.
Luego vino el ingreso al colegio, ese mismo año, en uno cuyo nombre era Santa Ana, situado cerca de la casa, en la carrera 18 con calles 35 y 36, no lo olvidare, me impresionó conocer a las monjas, pensé que eran unos pingüinos gigantes, despertando en mi un extraño sentimiento, indescifrable para entonces. Allí estudie la primaria junto a mis primas Gisela Orozco y las Roscioli.
Viajar a El Toronal, uno de mis paseos preferidos, sería primordial para mi madre Helena, lo hicimos casi inmediatamente al regresar de Caracas, ir nuevamente a su querencia, era como un ritual que convocaba al clan, especie de iniciación mágica, realizada en esta fuente de los orígenes de la familia.
Las visitas, las fiestas y paseos entraron a formar parte de mi rutina, andar rodeada de un gran grupo familiar, lo cual no sucedía en nuestra cotidianidad en Caracas, me resultaba extraño pues estaba acostumbrada a la soledad e intimidad solo con mi madre.
Salíamos con la morocha Adelina, su esposo Martín Orozco y sus hijos, frecuentemente pasábamos los domingos en la finca Santa Ana, arrendada por mi tío, por la vía a Yaritagua, sembrada de caña de azúcar, había un tanque de agua para riego que usábamos para bañarnos, él se zambullía hasta alcanzarnos por debajo del agua para pellizcarnos ocultamente, haciéndonos creer que eran peces, gritábamos del susto, lo cual causaba mucha gracia a los adultos. También viajábamos a las playas de Boca de Aroa donde llegábamos a posadas familiares. Otras veces salíamos en el carro Volkswagen de ellos, a dar vueltas por las calles de Barquisimeto, apretados porque no cabíamos, sin embargo nos divertíamos mucho, Adelina y Helena nos exhortaban a leer los avisos de los comercios para que practicáramos la lectura, época de Bodegas y Boticas.
Una salida especial era la visita a la tía Julianita en Duaca, en la cual disfrutábamos de los relatos contados por ella, parecía que encendías un radio sintonizado en el siglo XIX. Aquellas historias de mi bisabuela Bartola, las intrigas de las corrientes políticas de los azules contra los amarillos, de godos y liberales, se grabaron en mi memoria hasta hoy día, más tarde me instaron a escribirla. Nunca olvidare a esta ancianita vestida con un camisón pulcramente blanco, su cabello totalmente blanco, las sabanas de la cama, hasta su bacinilla era blanca, todo blanco, oliendo a agua de rosas, detestaba la suciedad y los malos olores, por eso solo usaba ese color que le permitía mantener su obsesión de la limpieza, me invitaba a sentarme a su lado para que la oyera, era una extraordinaria narradora oral.
Las navidades en la casa de 37 eran otro gran acontecimiento, como un llamado de la naturaleza, se iniciaba una efervescencia que electrizaba a todos, un corre y corre, la ropa para los estreno, sacar del depósito los adornos del arbolito, comprar los ingredientes para hacer las hallacas, las bebidas, los fuegos artificiales, pintar la casa para las dos grandes reuniones del 24 y el 31, buscar las mesas, traer de las otras casas suficientes sillas. Lo más importante era llamar a todos, no pasar por alto a ningún familiar, pues era imperdonable que faltara alguien. Era una fecha que cualquier impase o diferencia quedaba olvidado.  
La llegada del niño Jesús era parte del ritual, las cartas pidiendo los regalos, siempre el encabezado era: Querido niño Jesús, este año me porte muy bien, hice todas mis tareas, a continuación se agregaba el largo listado de peticiones. Tenía una gran imaginación, fantasías infantiles como la de pedir unos enanitos de carne y hueso, de verdad, quería tener estos pequeños seres humanos, por ser imposible de complacer, llegaban otros regalos, pero entre ellos se asomaba una carta del “niño Jesús” con las razones de las fallas, no se debía jugar con seres vivos, ellos sentían y sufrían. En vista de esto, una vez se me ocurrió pedir la varita mágica, con la que se fabricaban los regalos en navidad, la idea en mi mente era hacerme lo que quisiera, casi nada, esto me caracterizó toda mi vida, aspirar siempre lo máximo, por supuesto que allí estaba nuevamente la infaltable respuesta del “niño Jesús” explicándome que no podía dármela pues se quedarían los demás niños sin regalos.
Otro recuerdo que atesoro de mi infancia vividos en este hogar donde crecí, era ver a mis tías, Ana y Roselia junto a Pepita, elaborando un vestido, volcadas sobre una gran mesa de madera redonda, semejante a la de los caballeros medievales, pero con múltiples cajones en su borde, en bajo relieve, servían para guardar fichas, pues este mueble estaba elaborado especialmente para jugar barajas, actividad que se practicaba todas las noches por mis familiares.
Esta mesa tenía múltiples personalidades, además de las dos mencionadas, servía de soporte de tortas y confites de cuanto cumpleaños se celebraban en la numerosa parentela, otras veces para almorzar informalmente los domingos, pues se encontraba en el corredor del fondo de la casa que daba a un sombreado jardín interno con árboles de mangos, aguacates, uno de níspero, hasta de semeruco y limón; también se usaba para hacer la tarea escolar o los juegos de mesa de los niños.
Cuando la utilizaban para la costura, era inundada de múltiples objetos con formas, colores y tamaños diferentes que cautivaban poderosamente mi atención, hoy día me doy cuenta que soy muy visual. La amarilla cinta métrica, que al desenrollarla revelaba su oculto secreto, contenido en las numerosas rayas negras numeradas que permitían medir los trazos; unas almohadillas cubiertas como un puercoespín, de agujas y alfileres, los alfileteros; los hilos policromos me hipnotizaban, botones de diversos tamaños y colores, cierres cortos y largos, brillantes listones de sedas, encajes, tijeras; minúsculos objetos de cristal llamados canutillos, especie de piedrecitas resplandecientes que eran una incógnita. Un espectáculo sensorial era el despliegue de la tela sobre la mesa, caía ondulando en el aire mientras desprendían un aroma a nuevo inconfundible, luego de estirarla les colocaban encima los patrones de costura, unos dibujos en papel que se compraban en la avenida 20, para ser calcados con ayuda de las tizas se marcaban unas líneas sobre ellas, que servían de guía para recortar, después de esto finalmente se llevaba a la máquina de coser, una Singer negra, instalada en un mueble especial con un pedal inferior, el cual al ser presionado con un movimiento rítmico de los pies, arrancaba el motor girando, emitiendo un chirrido característico, balanceando la aguja de coser, arriba, abajo, una y otra vez, zurciendo mágicamente las piezas de telas, nunca pude descifrar este misterio. Mi curiosidad no tenía fronteras: para que sirven esas piedrecitas tan pequeñas? Ellas me respondían que a pesar de su tamaño, al unirlos entre sí, se transformaban en lo central del traje al darle brillo y luz, un realce inigualable. Les inquiría sobre los dedales metálicos, que se colocaban en sus dedos cual casco de soldado, para que los usan? me explicaban que se protegían de los pinchazos de las agujas, pues no se debía dar puntada sin dedal para no salir herida. Mientras ellas se movían alrededor de la mesa ejecutando aquella labor, yo iba detrás preguntando: Por qué tu cortas y ella cose? Amorosamente me explicaban que cada persona nace con una habilidad especial que le permite realizar un trabajo perfecto, yo insistía en mi inquietud: Como saberlo? hija, debes descubrirlo por ti misma con el estudio y la dedicación. Crecí escuchándolas reconocer equivocaciones en la costura, volviendo sobre sus pasos para enmendar el error. Las tres en igualdad de condiciones, un equipo. Así fue que durante las calurosas tardes barquisimetanas envuelta en la mágica atmosfera de estas mujeres cosiendo, mientras esperaba a que mi madre llegara del trabajo, asistía sin saberlo a un valioso aprendizaje de vida, tales como, la importancia de la organización en equipo, el delegar tareas al que mejor lo pudiera realizar, a planificar, a tomar precauciones en los riesgos, asumir responsabilidades en las consecuencias de las tomas de decisiones, la grandioso que puede llegar a ser lo pequeño, basta colocarte en el lugar correcto para brillar; la igualdad basada en tu desempeño, reconocer los errores sin ningún complejo, ni culparse una a la otra, pues eso no conducía a ninguna parte, lo importante era corregirlos y obtener del caos existente, el objetivo deseado, que surgía poco a poco, producto de un trabajo disciplinado en conjunto, como sus vestidos, el logro de la meta planeada. Hoy día me doy cuenta que asistí a estas clases magistrales, que marcaron mi forma de ser gracias a las vivencias alrededor de esta mesa de costura de estas maravillosas mujeres.      
Helena se integraría rápidamente a su trabajo en Sanidad y conocería a Sofía Yépez, iniciando una amistad que duraría toda la vida. Con ella y sus hijas realizábamos viajes a las Colonias recreativas del Ministerio de Sanidad, la de los Teques y Catia la Mar.
Durante estos años no sentí ninguna diferencia motora con respecto a mis primos, ellos adaptaban sus juegos a mis capacidades, no corrían ni lanzaban las cosas con fuerza para que yo participara. Recuerdo a mi primo Luís Gustavo Castro persiguiéndome, el caminaba despacio como un robot para no darme alcance. Con mi primo Oswaldo Orozco, hijo de la morocha, era con quien más jugaba, éramos inseparables, hasta teníamos un idioma propio que solo entendíamos nosotros, juntos inventábamos tremenduras, en unas navidades, accidentalmente con una estrella de bengala, le quemamos el vestido de mi prima María Elena Castro, que era muy llorona y se formó tremendo escándalo, por eso nos castigaron, que consistía en separarnos, ya habíamos volados todas las flores de cayena a punta de traquitraqui. Recuerdo una vez, estando hospitalizada en Caracas, mi mamá Helena me preguntó si había algo que quisiera que me llevara, le dije que sí, quería ver a Oswaldo, pues me hacía mucha falta. Mi vida, a pesar de mis diferencias funcionales, como se dice hoy en día a los discapacitados, fue la de una niña común y corriente.
A la edad de 9 años en 1961 hice la Primera Comunión, hasta esta fecha no había caído en cuenta de la existencia del pecado, solo conocía las rubieras o pequeños desastres, que merecían un regaño o un castigo leve, según la gravedad del asunto, pero terminábamos siendo perdonados por nuestros padres o tíos. La existencia de un pecado mortal por el cual el hombre había perdido el derecho a la vida eterna, me sorprendió, no lograba imaginar que podía ser tan malo para merecer un castigo tan radical, así que cuando llego la hora de la confesión de mis pecados mortales, requisito entonces para poder comulgar, no encontraba que decir, buscaba en mi interior algo muy serio, tan grave que mereciera tal calificativo y no lo descubría. Mi alma sabía que no lo había cometido. Lo peor fue cuando llegue al confesionario y el padre que me iba a escuchar estaba oculto detrás de una ventanilla, esto me pareció extraño, mi mama Helena cuando me “confesaba” de una tremendura lo hacía mirándome a los ojos, siempre me explicaba que esa era la ventana al alma, no podías mentir si te estaban mirando a los ojos. Por este principio inculcado, le pedí al padre confesarme mirándonos la cara, esta petición le extraño.
Nuevamente fui internada en el Hospital Ortopédico Infantil, después de la primera comunión, perdí el segundo grado a pesar de que en el hospital existía una escuela, el colegio no reconoció lo cursado allí. Mi mama Helena me visitaba cada 15 días pues no había necesidad de que los familiares estuvieran todos los días, el hospital suministraba los cuidados, incluso la ropa de cama y la personal, que era una bata azul. Nos daban un vaso de jugo de naranja en la mañana y uno de chocolate caliente con pan dulce en la noche, estábamos bien atendidos. Era la Venezuela del progreso.
Luego, en 1962 ocurrió la muerte trágica de mi tío Martín, fue la primera perdida de un familiar adulto de la que tuve conciencia, cuando mi abuelo Pancho falleció en 1955 estaba hospitalizada, era apenas una niña de 3 años, para darme cuenta. Durante ese año las hermanas Castro se dedicaron a la recuperación de la morocha Adelina. Mi tía Ana se la trajo a su casa, donde permaneció un año. La 37 se convirtió en un constante ir y venir de caldos de gallina, ponche caliente con papelón, visitas a diario de toda la familia a colaborar. Gisela también se vino con mi tía, luego cuando su madre se restableció, con ayuda económica de sus hermanos, alquilo una casa cerca da allí, pero Gisela no quiso dejar la 37, aquí se sentía segura, se fue cuando se casó.
En la casa de la 37 nos sentábamos a la mesa no menos de diez personas diariamente, recuerdo que era de mal comer, pero un gato pícaro me ayudaba, le pasaba los alimentos por debajo de la mesa, donde estratégicamente se colocaba el felino, también la muchacha encargada de cuidarme, colaboraba, engordaba ella y yo seguía flaca, por esto mi mama Helena se percató, despidiéndola. Nunca olvidare a Pepita con los huevos tibios que me preparaba nadando en bastante mantequilla, caminando detrás de mí con la cuchara en la mano para dármelo, mientras yo huía, entonces ella me amenazaba con no dejarme meter el dedo en la masa cruda de las tortas que ella elaboraba, cosa que me gustaba por su dulce sabor, su chantaje era efectivo, finalmente comía.   
Cuando tenía 11 años fue los quince años de mi prima María Elena, se celebraron aquí en 1963, mi vestido me encantaba por los colores pasteles del arco iris, pero me realizaron un peinado que no me gustaba por lo cual anduve con una cara de cañón. Esta fiesta fue grandiosa, vino a maquillar a mis tías y primas, un pariente que se había convertido en un famoso estilista, Francisco Paredes, el que fuera pajecito de la boda de la prima Haydee junto a mi prima Gisela, conocido en el mundo artístico como Françoise Paredes, moriría de una extraña enfermedad, después en mi estudios de medicina, me daría cuenta que había sido de los primeros casos de la estigmatizada enfermedad del Sida, por eso el misterio. 
Mi mama Helena en 1964, se compra su primer carro, un Opel, me sentía muy feliz cuando llegaba a buscarme al colegio pues ya no tendría que irme a pie. A partir de ese momento retomamos nuestros paseos nuevamente con mis primos, estos se habían reducido por la pérdida del carro en el accidente que ocasionó la muerte de mi tío Martín Orozco. Lo primero que hicimos fue ir a El Toronal manejando mi mama, en ese viaje cuando pasamos un tramo del camino boscoso, accidentalmente matamos un cunaguaro que al saltar de un árbol cayo sobre nuestro carro.
En este carro, manejando mi primo Martín Enrique Orozco, a quien mi mama quería como un hijo, me llevaban a las consultas médicas a Caracas, también se lo prestaba para que saliera con su novia, yo sentía celos de esto.
En 1964 fui operada por segunda vez de la columna para darle estabilidad y corregir la escoliosis, una desviación debido a la polio. Durante casi un año estuve con un yeso desde la barbilla hasta la cadera. Mi niñez transcurrió entre intervenciones quirúrgica: de la columna, de la pierna izquierda, de la rodilla derecha, de la mano izquierda, cirugías realizadas por el Dr. Alfredo Coronil Ravelo, especialista en traumatología ortopédica, sus pacientes lo llamábamos papi Coronil, mi admiración hacia fue otro marcador en mi vida. Por esto repetí cuarto grado pues no lo curse regularmente. Era el segundo grado que repetía en el colegio Santa Ana. Había iniciado mis estudios de primaria de 6 años en 1958, culminé 8 años después en 1967, por la poca comprensión y apoyo de las monjas, recuerdo que hasta 5to grado era muy retraída, demostraba poco interés en los estudios, había llegado a creer en que era imposible desempeñarme escolarmente, recuerdo a mi madre tratando de estimularme, me compraba libros, un pupitre para hacer las tareas en el jardín que tanto me gustaba, me ayudaba en hacer los dibujos de las tareas, nunca tenía el cuaderno presentable para fin de año, ella me ofrecía premios pero era difícil de complacer, no me gustaban las chucherías ni los juguetes solo me llamaba la atención los animales, finalmente, un día, cuando pase para 6to grado, caí en cuenta que todo estaba en mí, que lo podía lograr, finalmente desperté de ese mundo de pesimismo, me propuse salir adelante. Mis notas subieron de un promedio académico de entre 9 o 10 puntos hasta entonces, a 17 ese último año, a pesar de esto las monjas no creyeron que este rendimiento fuera genuino. Los pronósticos que le participaron a mi mama Helena, era que estaba incapacitada mentalmente para continuar mi escolaridad, le recomendaron inscribirme en cursos de cocina o bordado. Por supuesto mi mama Helena no siguió sus sugerencias, por consejo de su compañero de trabajo, pariente por parte de mi padre, el Dr. Humberto Cordido, me inscribió en un colegio mixto, opinaba que los sacerdotes eran más humanos que las monjas y así se inició mi adolescencia.