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jueves, 13 de septiembre de 2018

Capítulo 61 Adolescencia tardía.


Suena el timbre anunciando el recreo, una algarabía ensordecedora inunda el ambiente, la muchachada sale del salón a disfrutar un rato de esparcimiento, corren escaleras abajo hacia el patio situado en la planta baja, los recibe un gigantesco escudo pintado con sus clásicos colores sobre la superficie, símbolo tradicional de identidad del colegio, cubierto momentáneamente por aquel enjambre. Durante las vacaciones, antes de entrar a bachillerato había cumplido quince años, fue una fiesta restringida a la familia, estábamos reuniendo dinero para comprar un nuevo carro tan necesario para mis movilizaciones a Caracas a los controles médicos. Mi mama Helena me regalo mi primer reloj con pulsera de oro, época que los ahorro eran en este metal pues el dólar no era atractivo por su estabilidad, a veces incluso bajaba, así que la costumbre era tener prendas o morocotas de oro.   
Era una adolescente que por primera vez alternaba con el sexo opuesto fuera de los miembros de la familia, un mundo vedado por las monjas del colegio donde había culminado la primaria, cualquier contacto con ellos, un simple saludo, darse la mano o mirarse era un pecado, en cambio allí era algo cotidiano. Para evitar accidentes, durante el recreo me quedaba arriba, el bachillerato se impartía en el segundo piso, permanecía recostada en la baranda del largo corredor, bajaba una vez al día, al irme. Desde mi furtiva atalaya, observaba la escena que transcurría bajo mis pies, predominando la figura de los varoniles jóvenes que despertaba sensaciones extrañas en mí, era una experiencia desconocida.
Había iniciado estudios en el colegio La Salle, los cuales ese año abrieron los cursos de primero, segundo y tercero para la mujer, completando así el bachillerato mixto, una experiencia iniciada el año anterior, novedosa para la institución. El uniforme al principio era un jumper, luego fue cambiado a pantalón y camisa pues los muchachos se paraban debajo de la escalera a ver picones de las muchachas, un día el director del plantel se dio cuenta de que la razón del aglomeramiento en la escalera no era una cuestión de caballerosidad para darnos el paso a la damas, eran razones hormonales.
Conformábamos un grupo de jóvenes que nos atraía lo prohibido, hoy nuestros parámetros resultarían risibles, una de esas era fumar a escondidas en el baño, los varones tenían la desventaja de su sexo que permitía a los hermanos lasallistas entrar al suyo y capturarlos para llevarlos a la seccional a firmar el aterrador "libro de vida”, si acumulabas tres eras expulsado. Las mujeres gozábamos la cualidad novedosa del recato femenino, que convertía a nuestro baño en zona vedada a los curas, fuera de su control y fumar era nuestro reto ejercido impunemente bajo sus narices, pero un día nos enviaron a las limpiadoras, unas féminas traidoras a su género, para atraparnos in fraganti en nuestro reducto emancipado y ser llevadas a la dirección. Recuerdo que mi amiga Estela Crespo y yo permanecíamos asustadas, esperando en la antesala ser atendidas, mientras imaginábamos el castigo que nos darían. Estando en estas cavilaciones finalmente aquella gigantesca puerta de madera oscura se abrió y la secretaria nos invitó a pasar, nosotras lo que deseábamos era correr sin detenernos hasta estar a salvo fuera del alcance de aquella amenazante autoridad. Al entrar estaba el director de pie, vestido de civil, sorprendiéndome que no llevara la sotana habitual, nos invitó a sentarnos, mientras lo hacíamos observé que sobre su escritorio había una caja de cigarrillo, el siguió mi mirada, procediendo inmediatamente a tomarla en sus manos, amablemente nos las acercó preguntándonos, quieren uno? a lo cual las dos respondimos a coro: no señor director, muchas gracias, nosotras no fumamos! Con una cálida sonrisa la colocó nuevamente sobre el escritorio informándonos que en su nueva política estaba convertir la dirección en un recinto disponible a los alumnos para fumar, libre de restricciones a cambio de que no lo hiciéramos más en el baño, luego nos dijo que podíamos retirarnos, sin recibir una amonestación, estábamos asombradas, salimos aliviadas y al mismo tiempo decepcionadas por perder el emocionante sabor del peligro de ser expulsadas por violar una norma, ahora abolida, ya no valía la pena fumar.
Aquellos dos primeros años en La Salle fueron un descubrimiento de la tormenta hormonal de la adolescencia, la asociación de hombres y mujeres condujo a situaciones insospechadas, no solo entre los alumnos sino entre los clérigos. La primera novedad fue cuando descubrimos la relación sentimental entre el cura que nos daba castellano y la biblioteconoma, estábamos pendientes de cuando ella cruzaba rumbo a su oficina, la veíamos desde el ventanal de nuestro salón que daba al corredor, sigilosamente los muchachos iban a espiarlos, la irreverencia de nuestros juventud no tenía limites, un día dibujamos en el pizarrón sus nombres dentro de un gran corazón con un letrero arriba afirmando, son novios, esto trajo como consecuencia un escándalo, sin saberlo habíamos destapado una situación inesperada para los curas del colegio y las autoridades superiores, interrogatorio van y vienen, fuimos castigados dejándonos en el salón hasta tarde resolviendo ejercicios de matemática, conminados a prometer no inventar más calumnias, los números usados como remedio para nuestras mentes calenturientas. Pero luego ocurrió otro amorío, el cura que nos daba matemática con una alumna de quinto año, situación que conmocionó al colegio, delicadísimo, los padres de la menor podían acusar al colegio de abuso sexual de uno de sus miembros, esto sirvió para demostrar que el caso anterior no eran fabulas de los jóvenes, había le necesidad de resolver el problema de raíz y así se hizo, esta valiente actitud de los curas del colegio de reconocer los errores, me recordaron los sabios consejos escuchados en  mi vida familiar, era el deber ser. Ambos abandonaron las sotanas y tiempo después se casaron con las protagonistas de los hechos.
En julio 1969 nuevamente fui sometida a otra intervención quirúrgica, sería la última, de allí en adelante me negué a seguir operándome, necesitaba liberarme de aquel círculo, aceptarme como era finalmente, algo tardíamente comenzaría mi adolescencia. Tenía una pierna más larga que la otra, casi 8 cm, por lo que debía usar una bota con un gran tacón para nivelar. Esto fue lo corregido con un injerto de fémur, extrajeron 6 cm de la más larga y la injertaron en la más corta, procedimiento realizado en el Hospital Universitario de Caracas, por mi edad ya no era atendida en el Hospital Ortopédico Infantil. Estuve 5 meses en cama hasta diciembre, enyesada ambas piernas hasta la cintura, sin poder asistir a clases, pero gracias a los hermanos lasallistas, mis compañeros quienes colaboraron llevándome las tareas y algunos profesores dándome clases a domicilio, lo logre. Palparía nuevamente la dimensión humana del director del Colegio La Salle, conocido por mí el año anterior con la experiencia de los cigarrillos, Juan José Osteriz, llegado a conducir una época conflictiva, necesitando una mano fuerte pero a la vez suave en el trato femenino, en un conservador colegio con apenas un año de abiertas sus aulas a la mujer venezolana, hasta entonces exclusivamente masculino por más de 50 años desde su fundación en 1913. Este maestro me brindaría su apoyo para salvar el año escolar, en su carácter de director y de conformidad con el consejo de profesores, aprobó no contabilizar mis inasistencias, promediar las notas obtenidas en el segundo y tercer lapso para cubrir el primero, además mudaron el salón a la planta baja para que en enero de 1970 pudiera asistir a clases, era el tercer año de bachillerato. Recuerdo que la química al principio se me dificultó pero el profesor me ayudo a nivelarme. Aprobé ese año con un buen promedio de notas, pasando a cursar los dos últimos años de bachillerato, cuarto y quinto, donde conocería a otra gran educadora, Yolanda de Rojas, profesora de biología, quien me ayudo a descubrir mis aptitudes hacia la medicina, un germen que llevaba en mi interior heredado de mi bisabuela Bartola, modelado por el calor humano de mi médico traumatólogo Dr. Alfredo Coronil, entonces no tenía conciencia de ello, de alguna manera ella lo intuyo, exigiéndome dar lo máximo como estudiante, a desarrollar todas mis potencialidades, de cierta forma represadas por los paradigmas inculcados en la primaria, su técnica fue a través del reto, una herramienta que usaba hábilmente, recuerdo como en cuarto año presentando el examen final de biología se acercó a mi exclamando, Cordido que haces aquí, pensé que ibas a eximir. En cuarto año, al promediar 16 puntos no se presentaba examen final, se eximia, me había faltado un punto para obtener lo requerido, yo sabía que ella lo sabía, ella sabía que yo lo sabía, por lo que era una ironía. Me revolví en aquel pupitre con mi orgullo herido, así que en quinto año me propuse eximir, demostrar que si podía, el reto era mayor, en ese año se necesitaba 19 o 20, lo cual me permitía dejar bien claro que el año anterior no lo había hecho porque no quise y no porque no podía, ese año cuatro alumnos eximimos biología y los cuatro nos graduamos de médicos, ella había parteado mi esencia de médico. Otra gran maestra fue Justina Guerra, nos dio matemática en primer año y física en cuarto, pero además de revelarnos los secretos de las fórmulas, con su manera única de dar clases, nunca se sentaba, caminaba entre nosotros incansable, mezclando números y filosofía, repentinamente nos pedía interpretar fragmentos de algún escrito, al terminar de dar nuestra opinión, nos revelaba el significado original, luego nos aclaraba que la interpretación no pertenece al emisor de la idea sino al que la escucha, casi siempre alejadas una de la otra, habiendo tantas interpretaciones como el número de receptores. Así nos enseñó que no existían malas palabras sino malas interpretaciones, si alguien te ofendía con un insulto, era que lo aceptabas así.        
En este colegio experimente la labor incomparable del modelaje amoroso para transformarnos en los futuro ciudadanos de bien que nos conducirían hacia horizontes promisorios, no solo en el saber científico sino también en principios y valores, la más alta responsabilidad del ejercicio profesional que debe caracterizar al educador, del cual mis maestros Juan José Osteriz, Yolanda de Rojas, Justina Guerra y otros que se pierden en mi memoria, serían, junto a las vivencias con mi madre y mis tías alrededor de la mesa de costura, un ejemplo de vida para mí.
Esta última cirugía marcaria mi vida, un ante y un después, mi prima Mariadelina Castro venía todas las vacaciones a pasarlas en Barquisimeto en la casa de la 37, éramos compinche, comenzamos a disfrutar juntas de la edad de la pandilla, a dejar el nido de la niñez, con nuevos amigos conseguidos en el vecindario, muchachos fuera del entorno de primos y compañeros de estudio, cualquier motivo era una excusa para reunirnos, nuestra preferida eran las parrilladas. Recuerdo de irnos escondidos para la carretera de Pavía a buscar chivos, esto nos hacía sentir el sabor del peligro. Una vez los dueños de los animales, creíamos hasta ese momento que eran salvajes, nos vieron y nos carrerearon con una escopeta, salimos huyendo, los muchachos se montaron al carro andando, protagonistas de una película emocionante, vivencias inolvidables, los años locos.
Los juegos con Gisela Orozco, dos años mayor que yo, era otra cosa, algo serio, a ella le gustaba simular estar en una escuela, nosotros éramos los alumnos y ella la profesora, nos explicaba materias de su nivel, gracias a esto aprendíamos por adelantado, no permitía dudas o inseguridades, atacaba las demostraciones de debilidad hasta que demostrábamos seguridad, sino no podías andar con ella. Me gustaba compartir con ella porque conocía cosas de la vida que despertaban mi curiosidad, pero ella me sacaba el cuerpo por ser menor, sin embargo, después de cumplir 15 años, nos igualamos, salíamos juntas en pandilla, con sus amigos y los míos. Aprendí a fumar con ella pero sobre todo a sentirme segura de mis conceptos y de mi misma.
Otro acontecimiento fue la llegada a nuestras vidas de Homero Izquiel, un hijo de mi tío Martín Orozco. Los tres Oswaldo, Homero y yo nos convertimos en inseparables, recuerdo nuestras tardes de juego de cartas en la 37 con Antonia Richa de Gassan, cuñada de mi tía Ana, a quien le hacíamos trampas para ganarle y ella nos dejaba hacerlo, simulando no darse cuenta. Otras veces salíamos al autocine en grupo o a pasear por Barquisimeto, mi mama nos prestaba el carro, una vez haciendo pique con otros amigos nos detuvieron y se llevaron detenido a mi primo Oswaldo, cuando las morochas fueron a la comisaria, les informaron que habíamos violado todas las reglas, éramos menores de edad, sin título de manejar, exceso de velocidad, tragarnos la flecha en la Av 20, finalmente desobedecer la voz de alto y darnos a la fuga.
Los viajes a la playa eran frecuentes, siempre andábamos un grupo con la Nena e Iván Pérez, sus hijos, Homero, la morocha Adelina con Oswaldo y Rebeca y algún otro primo que nunca faltaba.
Como nos divertíamos con las locuras de mi tío Iván. Una vez nos llevó de viaje sin pararse en ningún lado, solo nos daba a comer cambures de un racimo que había comprado previamente, imagínense que es pollo, nos decía, mientras las morochas en medio de aquella trifulca, le exigían que se detuviera en un restaurante para comer. Las risas eran incontrolables. Fue un viaje inolvidable. 
Con varias compañeras de trabajo de mi mama Helena, entre ellas Sofía Yépez, siempre amigas, fuimos a conocer los Andes Merideños.
Las montañas de Mérida me impresionaron por su belleza, el frío era penetrante, me hacía recordar el histórico y sacrificado paso de Simón Bolívar por estos picos nevados.
Un paisaje único, cubierto con piedras grises y blancas tiradas al azar sobre un terreno tejido de frailejones, arbusto típico aclimatado a estas alturas, como los campesinos usan estas piedras para demarcar sus parcelas, característico de estos paramos andinos, aquí no se ven divisiones de estacas de maderas con alambres de púas como sucede en el resto del país. Incluso se construyen viviendas e iglesias de piedras como la que está situada en Apartaderos.
Uno de los sitios turísticos más famosos de Mérida es el teleférico, fue considerado el más largo y alto del mundo, llega hasta el pico Bolívar, por supuesto otro sitio son los Chorros de Milla, hermoso parque zoológico con caminerías, lagunas, etc.
Cambiamos el carro Opel por un Mercedes Benz en 1969, se lo compramos con apenas 6 meses de uso a un enamorado de Gisela, llamado Diego Cuesta que se fue  a estudiar un postgrado a EEUU.
Durante esta época fuimos a recorrer el oriente del país en el carro nuevo, invitamos a Rebeca, María Elena y Luisita Reyes con su novio Max Pérez, quien ayudo a manejar a mi mama Helena, conocimos Puerto La Cruz,  sus saltos de agua y los sitios históricos, allí abordaríamos el ferry con destino a la isla de Margarita.
También pasamos por San Juan de Los Morros donde vivía mi papá, a conocer a mis hermanos, Ricardo, Oswaldo, Tulio y Dalia. A partir de ese momento nos mantendríamos siempre en contacto.
Fue otra de las aventuras inolvidable para todos nosotros quienes disfrutamos intensamente este viaje, sobretodo el de la isla de Margarita.
Recuerdo que Max Pérez encendió los limpiaparabrisas y el dispensador de agua para enjuagar el vidrio frontal del carro que estaba sucio y mi mama Helena le dijo que recortara la velocidad porque nos podíamos colear por la carretera mojada por la lluvia, todos nos reímos y le explicamos que el que se estaba moviendo no era el carro sino el ferry, donde nos habíamos montado. Creo que por esta historia a mi mama Helena la apodarían a partir de entonces como La Pantera Rosa. 
Mi mamá Helena recibiría varios diplomas en Sanidad por su labor y desempeño, uno de ellos fue en 1971. Para ella esto fue muy satisfactorio pues representaba un reconocimiento a su dedicación y su trayectoria dentro del Ministerio, que habia iniciado como Higienista Escolar en los planes de vacunación masiva, despistajes de desnutrición y otras enfermedades en niños en edad escolar. Luego pasaría a trabajar como asistente de Odontología asignada a una escuela, que era la Costa Rica, la cual poseía un pediatra, un odontologo y mi mamá quienes brindaban cobertura a los niños en las áreas de nutrición, control de niño sano, cura de caries, vacunación, a los fallos de peso se enviaban a los comedores escolares y en las vacaciones a las Colonias Nutricionales como las ubicadas en Catia La Mar, Colonia Tovar y Mérida, para la recuperación de peso, cuando regresaban venian repuestos. Era la Venezuela con Seguridad Social, proteccion al niño y al adolescente de manera efectiva.
Llegamos al año de 1972 culminando los estudios de bachillerato graduándome junto a mis compañeros con los que inicie, como una de las más destacadas alumnas, obtuve entre otros el premio La Salle que se otorgaba al alumno más sobresaliente del colegio. Esas vacaciones cumpliría 20 años daría inicio a una nueva etapa de la vida, pero antes realizaría un sueño…
Corredor del segundo piso del Colegio La Salle
Mi atalaya desde el segundo piso del Colegio La Salle
 El escudo en el patio del Colegio La Salle
 Hermano Cristobal
El Catire, portero del Colegio La Salle











 





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