Entradas populares

martes, 6 de noviembre de 2018

Capítulo 62: Vuelta al mundo


El avión despega en medio del ensordecedor rugido de los motores, las ruedas se desprenden del suelo, saber que estas en el aire, que nada te sostiene, es una experiencia indescriptible, mezcla de miedo y el deseo irresistible de experimentar lo nuevo. En ese vuelo Caracas Madrid estaba yo, era el sueño de toda mi vida, viajar a Europa.
Me gusta leer, hábito inculcado desde niña por mi madre, tenía muchos libros, entre los cuales estaban los de ciencia ficción de Julio Verne, cautivaban mi imaginación, Viaje al centro de la tierra, Veinte mil leguas de viaje submarino, Cinco semanas en Globo, etc, ellos habían despertado el deseo de conocer el mundo. Helena me dio a escoger el regalo de grado de bachiller, un viaje o una fiesta, decidí optar por el viaje y escogí este destino. Los preparativos se iniciaron, avisarle a mi tía Yolanda que vivía en Dinamarca, comprar los pasajes, mandar a hacer un conjunto de pantalón y chaqueta de medio abrigo, llegaríamos a finales de la primavera y principios de otoño, con algo de frío. Leer sobre el arte universal para no llegar perdida pues había una gran cantidad de obras tanto en pintura como esculturas y arquitectura, debíamos seleccionar, abarcar lo más emblemático, teníamos suficiente tiempo eran 45 días. Nuestro viaje fue sin reservación de hotel ni paquetes turísticos prediseñados, un dibujo libre.
A pesar que entonces no se usaba el concepto de paradigmas, mi madre Helena me enseño a romper esquemas, a aventurar, a no dejarme atrapar por lo establecido, siempre se preguntaba: ¿Por qué no? luego decía “vamos a ver cómo hacemos” Para ella no existían problemas solo situaciones planteadas, más o menos difíciles, que tenían una solución, solo era cuestión de encontrar la salida, decía que todo estaba en la mente, en como percibieras los eventos, los cuales al ser analizados fríamente perdían el poder sobre ti. A veces la solución era tan simple como darle la vuelta, rodearlo, superarlo, dejarlos atrás sin resentimientos, increíble pero en eso tan simple estaba el triunfo. Aprendí de ella que las cosas difíciles que pasan en la vida no eran castigo de Dios, no era tu culpa, simplemente son casualidades que pasan, no tenían otro significado. Este viaje represento una lección practica de toda aquella forma de ver la vida por ella, sin saberlo aquella experiencia me serviría posteriormente para superar el segundo gran escollo de mi existencia, el primero había sido sobrevivir a la polio.     
Así que en septiembre de 1972 partimos de Barquisimeto, hicimos un recorrido por las 5 capitales más emblemática de Europa, hoy día todavía me intriga como logro mi madre Helena cubrir los gastos de este maravilloso viaje, únicamente con el salario de Higienista Escolar. Mi tía Yolanda había realizado un intercambio de casas con unos amigos que querían conocer Dinamarca y ellos a Zurich en Suiza, ciudad situada a orillas del lago del mismo nombre, con una historia que se remonta al siglo II cuando se conocía como Turicum, una especie de aduana o zona de intercambio de mercancías de diferentes puntos de Europa, considerada una de las ciudades más caras del mundo, centro financiero. Aquí nos conseguimos con mi tía Ana que venía de regreso de Dinamarca y nosotras de ida, nos habíamos puesto de acuerdo para no coincidir en Dinamarca, de esta manera no incomodar en la casa de mi tía.
Allí vi, por primera vez un árbol cargado de manzanas, en una plaza pública, bolas rojas como bambalinas regadas en el suelo, le pregunte a mi tía si se podían recoger para comerlas y ella me explico que no, que estaba prohibido, se dejaban allí para los pájaros. La placita no tenía rejas para impedir el paso ni cartelones prohibiendo agarrar las manzanas, el piso cubierto de grama verde, sin basura y las aves se acercaban confiadas, era un contraste con mi país.
Nos montamos en el trolebús para recorrer la ciudad de suaves colinas y hermoso centro histórico, de regreso nos perdimos al no darnos cuenta en que parada debíamos bajarnos, sin embargo el conductor del tren se percató que éramos turistas, gracias a unas notas con la dirección escrita en varios idiomas que nos elaboraba mi tía, nos llevó al lugar correspondiente.
En Suiza disponíamos de tiempo de sobra antes de continuar con nuestros respectivos destinos, mi tía Yolanda nos animó a ir a París en tren, así que fuimos a sacar la visa y comprar los boletos y partimos a ese destino, sin saber hablar ni francés ni inglés, apenas algunas frases elementales de lo poco que había aprendido en bachillerato, todo un reto.
Al llegar nos encontramos con una gigantesca estación techada con múltiples andenes con trenes de diferentes partes de Europa, cientos de personas llegaban y salían, caminando muy rápido, sincronizados, como soldados entrenados que sabían a donde se dirigían, parloteando una mescolanza de diferentes idiomas que nos envolvían sin entenderlos, una situación inédita para nosotras, nos detuvimos en medio de aquella colmena a analizar cómo conseguir un taxi para buscar un hotel, pues no teníamos reservación, ni idea a donde ir, nos reíamos de ver la situación en que estábamos, Helena, como siempre decía que eso se resolvía, ¿Cuál es el problema, acaso no estamos en Europa?, repentinamente se nos acercó un señor mayor hablándonos en perfecto español, nos comentó que nos escuchó y reconoció ser Venezolanas, nos explicó que había vivido en nuestro país durante 20 años, que estaba jubilado, podía servirnos de guía turístico, acompañarnos a buscar un hotel a buen precio, le preguntamos cuanto nos cobraría, nos aclaró que solo sus gastos de entradas a museos, taxis y comidas. Nos llevo a visitar el museo de Louvre, estuve parada frente al famoso cuadro de La Mona Lisa, ante de que se le colocaran protectores, también fuimos a Montmartre, a la catedral de Notre Dame con sus hermosos vitrales multicolor, a la torre Eiffel, los puentes del viejo París.
Hicimos otro recorrido por la ciudad de noche, sus avenidas, sus luces, sus diferentes clubes, desde los más populares, subiendo al Lido, por último el show del conocidísimo Moulin Rouge. Estaba incluida una copa de licor en cada parada, era champaña la cual subía de categoría según el local, en este majestuoso cabaret nos sirvieron la rosada, considerada la más cara del mundo, cuando llegamos allí estábamos ligeramente alicoradas, recuerdo a mi tía Ana diciéndonos que no podíamos desperdiciar la champaña rosada, pero mi mama Helena y yo no podíamos con más, éramos poca bebedoras de alcohol, así que ella nos ayudaba con nuestras copas. Al salir era de madrugada, había mucho frío, había caído una granizada, mi tía no se dio cuenta, patinó en la acera, casi se cae pero otro turista del grupo la sostuvo del brazo. En el hotel nos reímos hasta ahogarnos, juramos no contarle este episodio a mi tía Yolanda, quien nos había advertido de no “meter la pata” con alguna imprudencia criolla, debíamos recordar que no estábamos en Venezuela. En fin eran nuestras vacaciones y las oportunidades no se desaprovechan. Regresamos en tren a Zurich y allí nos separamos, mi tía Ana se fue a Madrid y nosotras tomamos el vuelo a Copenhague.   
Copenhague es la capital de Dinamarca, donde vivía mi tía Yolanda Castro y su esposo Johanes Andersen, danés, sus tres hijos: Ana Kristina, Alfred y María Yolanda, con ellos fuimos a conocer el Tivoli, uno de los parques de atracción más antiguos del mundo, el puerto de la ciudad donde está la Sirenita de Copenhague, la residencia de la familia real, etc. Recuerdo sorprendida como las ventas de periódicos, de ticket del metro y autobús no tenían quien los atendiera, uno pagaba, tomaba el vuelto, el periódico o el pasaje sin que nadie lo vigilara. Esto era impensable en Venezuela. Pero había una frialdad, una organización social cronometrada hasta sus últimos detalles, todo perfecto, un protocolo en la cotidianidad hasta para las visitas a tu propia familia que no concordaba con mi temperamento caribeño. El arte y arquitectura muy bella pero algo me faltaba, no lo sentía, no había aquel susurro al oído de tus ancestros.
Mi tía Yolanda nuevamente nos impulsó a aprovechar el tiempo disponible en Europa, nos dijo que fuéramos a conocer a Italia. Así hicimos, en Roma vivía la familia del esposo de mi tía Rosario, la llamamos y ella nos contactó a su cuñada quien nos recibió en su casa. Nuevamente estábamos en otra estación de trenes, esta vez nosotras dos solas, con la conocida libreta de notas en varios idiomas con nuestra dirección y destino. Debidamente adoctrinadas por mi tía, partimos rumbo a Roma, capital de Italia, en un viaje de 36 horas, casi sin detenernos, solo en el cruce de fronteras para chequear los pasaportes y montar pasajeros, el secreto radicaba en la organización de los vagones, estos se desprendía en su correspondiente destino sin necesidad de parar el tren, había unos especiales con camas para dormir, llamadas cuchetas. El paisaje desde la ventana del tren era hermoso, luminoso, verde, las viviendas eran casas, no habían ranchos ni muros que los separaran del vecino, solo jardines con flores policromas, soy una persona visual, aquel estallido de colores y armonía me embelesaban no me cansaba de mirar aquella belleza,   
Cuando nos bajamos del tren en Roma una bocanada de aire fresco nos envolvió con un aroma conocido, aroma a cotidianidad, aroma que no había en los países nórdicos, tan llamativo que era imposible no darte cuenta, los italianos parloteando en voz alta con aquel movimiento de manos acompañado de expresiones corporales que daban la impresión de estar discutiendo, era un contraste con el silencio, el orden y caminar mecánico de los antiguos vikingos del norte.
Aquí fuimos a conocer la Plaza de San Pedro donde se encuentra la Basílica de San Pedro pintada con los magníficos frescos de Miguel Ángel, conocida como Capilla Sixtina, es una experiencia alucinante estar de pie bajo esta bóveda que semeja al cielo, sientes que estas allí, en ese instante en que la mano de Dios toca a Adán para infundirle la vida, una obra de arte única, las cuales me hablaban en un idioma que si entendía. Pasamos por el Coliseo Romano, la Plaza de Trevi, fuimos a conciertos al aire libre, los cafés con sus mesas en la calle donde uno de los platos más populares era el melón con prosciutto, disfrutamos esta combinación novedosa de salado y dulce, fruta y carne, los vinos eran muy baratos, se bebían a granel como en toda Europa, nos sumergimos en medio de aquel bullicio, que nos era familiar. Hasta el idioma era entendible, se usaban los labios igual que el español, una raíz común, en Italia me sentí en casa.
De regreso, llegamos tarde al andén, el silbato anunciando que estaba por arrancar, tuvimos que montarnos en el que vagón que estaba en la entrada que era la cola, no era el que iba a Copenhague, tuvimos que caminar por dentro del tren andando, pasando las uniones entre los vagones que traqueteaban, hasta llegar el que nos correspondía situado al inicio del tren, detrás del de máquinas, fue una experiencia inolvidable. Entre señas y un español machucado por un empleado que medio lo hablaba, entendimos que la cucheta de dormir la desprendían para Viena, debíamos salir ante de las seis de la mañana sino queríamos ir a parar allá, esa noche no dormimos pensando en la posibilidad de perdernos. Al final del viaje, al llegar a Dinamarca los vagones que iban para Copenhague debían montarse en un ferry, eran unos 6 u 8, no recuerdo, la capital de Dinamarca está en una especie de isla. Una vez acomodados, todos los pasajeros se bajaron, en el ferry había de todo, tiendas, restaurantes, terrazas con sillas plegables para disfrutar el traslado. Helena quiso bajarse del vagón a conocer, yo no lo hice, pero no nos dimos cuenta que los vagones estábamos divididos en dos sectores de cuatro y cuatro separados por un tabique gigantesco de acero, al venir de regreso ella bajo del otro lado, por supuesto no me encontró, se preocupó creyendo que me había ido y estaba igual que ella, perdida. Con su típica forma de ver la vida exclamó “no importa, al llegar y bajarnos nos encontraremos” una vez calmada fue a investigar, se bajó del tren y caminando hasta el fondo repentinamente vio una luz que se filtraba al final del planchón, había un pasadizo por donde se asomó y vio el otro grupo de vagones, lo cual le permitió resolver el misterio. Recuerdo cuando entro al vagón, caminando apurada, riéndose mientras exclamaba “hija estaba perdida” No era raro. Otra historia que narrar en Barquisimeto para el deleite de toda la familia, las peripecias de la Pantera Rosa, sobrenombre con el cual la habían bautizado sus sobrinas.  
De vuelta a Dinamarca tomamos el vuelo de regreso a Venezuela con una escala en Madrid donde nos quedamos quince días. Si Italia había sido acogedora, familiar, España era un espejo de nosotros los Venezolanos, un familiar conocido. Al viajar fuera de Madrid a conocer El Escorial y Aranjuez vi sus casas coloniales de tejados rojos iguales a muchas aun conservadas en el país, incluso la hacienda de nuestros antepasados El Toronal era idéntica, denotando la influencia de la arquitectura española. Su gente, su idiosincrasia, su desorden, su parloteo en las esquinas intercambiando información vecinal, incluso el hábito del descanso al mediodía, España queda muerta de 12 del mediodía hasta las tres o cuatro de la tarde. Conocimos el Museo del Prado donde pude contemplar el cuadro Las Meninas de Velazquez, la Puerta de Alcalá, el Palacio Real, la Fuente de Cibeles y las salidas a la tienda El Corte Inglés, las disfrutamos enormemente, el bolívar era una moneda muy fuerte, rendía  tanto como el dólar, nos permitía ir de compras de manera compulsiva. Las fotos de Roma y Madrid se extraviaron.
Regresamos a Barquisimeto en octubre para iniciar la universidad. Vivimos con mi tía Ana en la casa de la 37 hasta que nos mudamos en el año de 1975. A partir del regreso de Europa caímos en cuenta de la urgencia de tener una vivienda propia, para la estabilidad de nuestro futuro, solo éramos dueñas de un vehículo, un televisor, una mesa de noche y dos camas, esto me produjo una sensación angustiante, comentándoselo a mi madre, además de la necesidad de tener un lugar nuestro donde compartir con los compañeros de la universidad, era una época más exigente en lo social, era una adulta. Mi madre escucho mis alegatos, luego de un análisis abrimos operativo e iniciamos la búsqueda de nuestro propio nido, otra gran aventura. La morocha Adelina y mi tía Bolivia habían comprado apartamentos en las Residencias Arca, cerca de la Avenida Varga frente al hospital “Antonio María Pineda” edificios recién construidos muy bien ubicados, ellas nos animaron, por esas cosas de Dios, mi mama Helena tenía más de 30 años de servicio, por encima de lo estipulado para la jubilación, así que las solicitó, se la dieron de forma expedita, con las prestaciones sociales que le pagaron y otros ahorros logramos reunir la inicial del apartamento, realizando nuestro anhelo. Al principio lo que teníamos eran las pocas pertenencias que usábamos en la 37, apenas para dormir. Mis tías hicieron una vaca para comprarnos una nevera, mi primo Martín Enrique Orozco nos regaló dos poltronas de mimbre para el recibo. Mi tía Bolivia nos presto una cocina de 4 hornillas eléctrica con la que cocinábamos. Mi tía Ana nos dio unos gabinetes usados de cocina de su casa. Así empezamos, poco a poco nos las arreglamos, entre mi mama Helena con su pensión de jubilada y yo que comencé a trabajar vendiendo ropa a mis amigos para lo cual habida pedido un préstamo al banco de Venezuela donde el esposo de mi prima Gisela Orozco era miembro de la junta directiva, con la fianza de él me prestaron tres mil bolívares, un capital, la inicial del apartamento habían sido quince mil. Íbamos a Curazao dos o tres veces al año de compras, con las ganancias que obteníamos logramos remodelar el apartamento y equiparlo. En esta época estaba en la universidad, me inscribí en medicina en la UCLA, contaba el apoyo de mi mama Helena, era 1975. Estaba por vivir uno de los episodios más duros de mi vida lo cual pude salvar gracias a las experiencias del viaje a Europa junto a mi madre Helena y su visión de la vida, que pude palpar de forma práctica, vivencial, no es lo mismo que te digan algo a que lo veas o vivas, sin esa aventura de nosotras solas por Europa, salvando obstáculos, no solo los reales sino incluso los que están la mente, los paradigmas, creo que hubiera sucumbido ante la adversidad mostrada en su rostro más feroz. Pero antes de entrar en estos sucesos les narrare la historia de una fiesta inolvidable, otra visión de una mujer, que nos legó su herencia a costa de un gran sacrificio, el olvido, la muerte verdadera.












sábado, 29 de septiembre de 2018

Caldas, una guerra soñada!


La corbeta Caldas de la Armada Colombiana originó una crisis diplomática el 9 de agosto de 1987 al ingresar sin autorización en aguas del Golfo de Venezuela, violando la soberanía territorial. El presidente Venezolano, Jaime Lusinchi, responde a esta agresión el 12 de ese mes, autorizando una gran movilización de las fuerzas armadas, declara el estado de “alerta militar” y constituye un Teatro de Operaciones, enviando más de 100.000 hombres y blindados a la frontera colombiana, fueron desplegados aviones caza-bombarderos F-16, que se dirigieron al sitio, esperando órdenes para atacar.
Así el 17 de agosto de 1987 la crisis llega a su máximo nivel, el gobierno de Venezuela iba a hundir la fragata ARC Independiente que había llegado a la zona para relevar a la ARC Caldas; esta fragata estaba armada, la confrontación parecía inevitable. Para esa época me desempeñaba como directora del Hospital Rafael A. Gil de Duaca, Municipio Crespo del Estado Lara, perteneciente al distrito sanitario N°6 de dicha entidad, situada a escasos kilómetros de Barquisimeto, capital del estado, estando allí recibo una llamada urgente del Comisionado de Salud para asistir inmediatamente a una reunión en su despacho de carácter obligatorio con todos los Directores de Hospitales del Estado. Al llegar me encuentro que quienes presiden la reunión eran el alto mando militar y no autoridades sanitarias, llamándome la atención aquel novedoso hecho, nunca antes visto. Ante nuestro desconcierto, el comandante encargado pasa a informarnos que en caso de una guerra, los médicos y la red de salud pública pasábamos a formar parte de la retaguardia estratégica de las FF.AA del país, asimilados, por ende adscrito a sus filas y bajo sus órdenes, el fin era cubrir de forma prioritaria la atención médica a soldados heridos en el posible conflicto. Nos solicitaron que realizáramos un inventario de lo existentes en ese momento y calcular lo faltante necesario para atender cada distrito de manera independiente, considerando que el enemigo destruyera las carreteras que comunicaban con el nivel central. Estos cálculos debían abarcar no solamente los insumos médicos sino también alimentos y agua necesarios para sustentar a los pacientes y personal de cada hospital al menos una semana sin ser provisto por la capital, el objetivo era evitar la anulación de las tropas. Todos los médicos allí presentes, que ocupábamos cargos de dirección de centros de salud, ese día nos miramos unos a otro, sorprendidos en primer lugar del hecho desconocido por nosotros de pasar a pertenecer a las FF.AA y en segundo lugar de aquella solicitud, ¿acaso los militares desconocían la situación de la salud en Venezuela?. Uno de los Directores intervino aclarando la existencia de fallas en la dotación, a lo cual el Comandante militar encargado respondió que ellos nos dotarían de lo necesario rápidamente, en horas, que solo dependía del tiempo que nos tardáramos nosotros en realizar informe, el cual debía estar listo en 24 horas.
En la segunda y última reunión que sostuvimos, llevamos el informe solicitado, los Directores médicos siempre teníamos elaborados uno o varios que se hacían rutinariamente, planteando las fallas y necesidades al Ministerio de Salud, así que hicimos una compilación y solo cambiamos el encabezado, esta vez dirigido al Ministerio de Defensa, no lo voy a negar pero tuvimos la esperanza que aquella amenaza de guerra nos trajera finalmente una dotación idónea a los Hospitales, hasta ese momento casi en el abandono, que además se solventarían otras fallas como dotación de refrigeradores nuevos y más grandes para almacenar los alimentos, dotación de ambulancias, camas de hospitalización, arreglo del tanques de agua, en Duaca el gobierno había construido uno nuevo pero no le hicieron la acometida para el acueducto, no le llegaba el agua, dotación para el quirófano construido que aún estaba sin asignarle personal de cirujanos y enfermeras, por lo que no funcionaba, Rx no funcionaba por falta de placas y reveladores. Recuerdo que llegue a pensar que finalmente el estado reconocería la importancia estratégica de la salud. Entregamos el informe, los militares se miraron unos a otros, asombrados, desconocían la gravedad de la situación ya que solo recibían información adoctrinada de su sala situacional.
A los días nos enteramos que Venezuela retiro las tropas, diplomáticamente se pidió disculpa y todo quedo en bravuconería. La razón fue que el Alto Mando militar le informó al Presidente Lusinchi que lamentablemente no se podía dar una respuesta militar digna pues el país no aguantaría un conflicto bélico porque no había una infraestructura médica para atender los heridos y era imposible solventar en horas o días las graves fallas existentes, que de nada valía tener aviones, tanques y armas de última generación con tropas altamente entrenadas sino existía una retaguardia estratégica para darle soporte a los soldados caídos durante la guerra.
Esto ocurrió en 1987 cuando las carencias no eran comparables con las existentes hoy, agravadas por la crisis de alimentos, transporte y gasolina, en estas condiciones declarar una guerra es utópico, por decir lo menos.  


       

jueves, 13 de septiembre de 2018

Capítulo 61 Adolescencia tardía.


Suena el timbre anunciando el recreo, una algarabía ensordecedora inunda el ambiente, la muchachada sale del salón a disfrutar un rato de esparcimiento, corren escaleras abajo hacia el patio situado en la planta baja, los recibe un gigantesco escudo pintado con sus clásicos colores sobre la superficie, símbolo tradicional de identidad del colegio, cubierto momentáneamente por aquel enjambre. Durante las vacaciones, antes de entrar a bachillerato había cumplido quince años, fue una fiesta restringida a la familia, estábamos reuniendo dinero para comprar un nuevo carro tan necesario para mis movilizaciones a Caracas a los controles médicos. Mi mama Helena me regalo mi primer reloj con pulsera de oro, época que los ahorro eran en este metal pues el dólar no era atractivo por su estabilidad, a veces incluso bajaba, así que la costumbre era tener prendas o morocotas de oro.   
Era una adolescente que por primera vez alternaba con el sexo opuesto fuera de los miembros de la familia, un mundo vedado por las monjas del colegio donde había culminado la primaria, cualquier contacto con ellos, un simple saludo, darse la mano o mirarse era un pecado, en cambio allí era algo cotidiano. Para evitar accidentes, durante el recreo me quedaba arriba, el bachillerato se impartía en el segundo piso, permanecía recostada en la baranda del largo corredor, bajaba una vez al día, al irme. Desde mi furtiva atalaya, observaba la escena que transcurría bajo mis pies, predominando la figura de los varoniles jóvenes que despertaba sensaciones extrañas en mí, era una experiencia desconocida.
Había iniciado estudios en el colegio La Salle, los cuales ese año abrieron los cursos de primero, segundo y tercero para la mujer, completando así el bachillerato mixto, una experiencia iniciada el año anterior, novedosa para la institución. El uniforme al principio era un jumper, luego fue cambiado a pantalón y camisa pues los muchachos se paraban debajo de la escalera a ver picones de las muchachas, un día el director del plantel se dio cuenta de que la razón del aglomeramiento en la escalera no era una cuestión de caballerosidad para darnos el paso a la damas, eran razones hormonales.
Conformábamos un grupo de jóvenes que nos atraía lo prohibido, hoy nuestros parámetros resultarían risibles, una de esas era fumar a escondidas en el baño, los varones tenían la desventaja de su sexo que permitía a los hermanos lasallistas entrar al suyo y capturarlos para llevarlos a la seccional a firmar el aterrador "libro de vida”, si acumulabas tres eras expulsado. Las mujeres gozábamos la cualidad novedosa del recato femenino, que convertía a nuestro baño en zona vedada a los curas, fuera de su control y fumar era nuestro reto ejercido impunemente bajo sus narices, pero un día nos enviaron a las limpiadoras, unas féminas traidoras a su género, para atraparnos in fraganti en nuestro reducto emancipado y ser llevadas a la dirección. Recuerdo que mi amiga Estela Crespo y yo permanecíamos asustadas, esperando en la antesala ser atendidas, mientras imaginábamos el castigo que nos darían. Estando en estas cavilaciones finalmente aquella gigantesca puerta de madera oscura se abrió y la secretaria nos invitó a pasar, nosotras lo que deseábamos era correr sin detenernos hasta estar a salvo fuera del alcance de aquella amenazante autoridad. Al entrar estaba el director de pie, vestido de civil, sorprendiéndome que no llevara la sotana habitual, nos invitó a sentarnos, mientras lo hacíamos observé que sobre su escritorio había una caja de cigarrillo, el siguió mi mirada, procediendo inmediatamente a tomarla en sus manos, amablemente nos las acercó preguntándonos, quieren uno? a lo cual las dos respondimos a coro: no señor director, muchas gracias, nosotras no fumamos! Con una cálida sonrisa la colocó nuevamente sobre el escritorio informándonos que en su nueva política estaba convertir la dirección en un recinto disponible a los alumnos para fumar, libre de restricciones a cambio de que no lo hiciéramos más en el baño, luego nos dijo que podíamos retirarnos, sin recibir una amonestación, estábamos asombradas, salimos aliviadas y al mismo tiempo decepcionadas por perder el emocionante sabor del peligro de ser expulsadas por violar una norma, ahora abolida, ya no valía la pena fumar.
Aquellos dos primeros años en La Salle fueron un descubrimiento de la tormenta hormonal de la adolescencia, la asociación de hombres y mujeres condujo a situaciones insospechadas, no solo entre los alumnos sino entre los clérigos. La primera novedad fue cuando descubrimos la relación sentimental entre el cura que nos daba castellano y la biblioteconoma, estábamos pendientes de cuando ella cruzaba rumbo a su oficina, la veíamos desde el ventanal de nuestro salón que daba al corredor, sigilosamente los muchachos iban a espiarlos, la irreverencia de nuestros juventud no tenía limites, un día dibujamos en el pizarrón sus nombres dentro de un gran corazón con un letrero arriba afirmando, son novios, esto trajo como consecuencia un escándalo, sin saberlo habíamos destapado una situación inesperada para los curas del colegio y las autoridades superiores, interrogatorio van y vienen, fuimos castigados dejándonos en el salón hasta tarde resolviendo ejercicios de matemática, conminados a prometer no inventar más calumnias, los números usados como remedio para nuestras mentes calenturientas. Pero luego ocurrió otro amorío, el cura que nos daba matemática con una alumna de quinto año, situación que conmocionó al colegio, delicadísimo, los padres de la menor podían acusar al colegio de abuso sexual de uno de sus miembros, esto sirvió para demostrar que el caso anterior no eran fabulas de los jóvenes, había le necesidad de resolver el problema de raíz y así se hizo, esta valiente actitud de los curas del colegio de reconocer los errores, me recordaron los sabios consejos escuchados en  mi vida familiar, era el deber ser. Ambos abandonaron las sotanas y tiempo después se casaron con las protagonistas de los hechos.
En julio 1969 nuevamente fui sometida a otra intervención quirúrgica, sería la última, de allí en adelante me negué a seguir operándome, necesitaba liberarme de aquel círculo, aceptarme como era finalmente, algo tardíamente comenzaría mi adolescencia. Tenía una pierna más larga que la otra, casi 8 cm, por lo que debía usar una bota con un gran tacón para nivelar. Esto fue lo corregido con un injerto de fémur, extrajeron 6 cm de la más larga y la injertaron en la más corta, procedimiento realizado en el Hospital Universitario de Caracas, por mi edad ya no era atendida en el Hospital Ortopédico Infantil. Estuve 5 meses en cama hasta diciembre, enyesada ambas piernas hasta la cintura, sin poder asistir a clases, pero gracias a los hermanos lasallistas, mis compañeros quienes colaboraron llevándome las tareas y algunos profesores dándome clases a domicilio, lo logre. Palparía nuevamente la dimensión humana del director del Colegio La Salle, conocido por mí el año anterior con la experiencia de los cigarrillos, Juan José Osteriz, llegado a conducir una época conflictiva, necesitando una mano fuerte pero a la vez suave en el trato femenino, en un conservador colegio con apenas un año de abiertas sus aulas a la mujer venezolana, hasta entonces exclusivamente masculino por más de 50 años desde su fundación en 1913. Este maestro me brindaría su apoyo para salvar el año escolar, en su carácter de director y de conformidad con el consejo de profesores, aprobó no contabilizar mis inasistencias, promediar las notas obtenidas en el segundo y tercer lapso para cubrir el primero, además mudaron el salón a la planta baja para que en enero de 1970 pudiera asistir a clases, era el tercer año de bachillerato. Recuerdo que la química al principio se me dificultó pero el profesor me ayudo a nivelarme. Aprobé ese año con un buen promedio de notas, pasando a cursar los dos últimos años de bachillerato, cuarto y quinto, donde conocería a otra gran educadora, Yolanda de Rojas, profesora de biología, quien me ayudo a descubrir mis aptitudes hacia la medicina, un germen que llevaba en mi interior heredado de mi bisabuela Bartola, modelado por el calor humano de mi médico traumatólogo Dr. Alfredo Coronil, entonces no tenía conciencia de ello, de alguna manera ella lo intuyo, exigiéndome dar lo máximo como estudiante, a desarrollar todas mis potencialidades, de cierta forma represadas por los paradigmas inculcados en la primaria, su técnica fue a través del reto, una herramienta que usaba hábilmente, recuerdo como en cuarto año presentando el examen final de biología se acercó a mi exclamando, Cordido que haces aquí, pensé que ibas a eximir. En cuarto año, al promediar 16 puntos no se presentaba examen final, se eximia, me había faltado un punto para obtener lo requerido, yo sabía que ella lo sabía, ella sabía que yo lo sabía, por lo que era una ironía. Me revolví en aquel pupitre con mi orgullo herido, así que en quinto año me propuse eximir, demostrar que si podía, el reto era mayor, en ese año se necesitaba 19 o 20, lo cual me permitía dejar bien claro que el año anterior no lo había hecho porque no quise y no porque no podía, ese año cuatro alumnos eximimos biología y los cuatro nos graduamos de médicos, ella había parteado mi esencia de médico. Otra gran maestra fue Justina Guerra, nos dio matemática en primer año y física en cuarto, pero además de revelarnos los secretos de las fórmulas, con su manera única de dar clases, nunca se sentaba, caminaba entre nosotros incansable, mezclando números y filosofía, repentinamente nos pedía interpretar fragmentos de algún escrito, al terminar de dar nuestra opinión, nos revelaba el significado original, luego nos aclaraba que la interpretación no pertenece al emisor de la idea sino al que la escucha, casi siempre alejadas una de la otra, habiendo tantas interpretaciones como el número de receptores. Así nos enseñó que no existían malas palabras sino malas interpretaciones, si alguien te ofendía con un insulto, era que lo aceptabas así.        
En este colegio experimente la labor incomparable del modelaje amoroso para transformarnos en los futuro ciudadanos de bien que nos conducirían hacia horizontes promisorios, no solo en el saber científico sino también en principios y valores, la más alta responsabilidad del ejercicio profesional que debe caracterizar al educador, del cual mis maestros Juan José Osteriz, Yolanda de Rojas, Justina Guerra y otros que se pierden en mi memoria, serían, junto a las vivencias con mi madre y mis tías alrededor de la mesa de costura, un ejemplo de vida para mí.
Esta última cirugía marcaria mi vida, un ante y un después, mi prima Mariadelina Castro venía todas las vacaciones a pasarlas en Barquisimeto en la casa de la 37, éramos compinche, comenzamos a disfrutar juntas de la edad de la pandilla, a dejar el nido de la niñez, con nuevos amigos conseguidos en el vecindario, muchachos fuera del entorno de primos y compañeros de estudio, cualquier motivo era una excusa para reunirnos, nuestra preferida eran las parrilladas. Recuerdo de irnos escondidos para la carretera de Pavía a buscar chivos, esto nos hacía sentir el sabor del peligro. Una vez los dueños de los animales, creíamos hasta ese momento que eran salvajes, nos vieron y nos carrerearon con una escopeta, salimos huyendo, los muchachos se montaron al carro andando, protagonistas de una película emocionante, vivencias inolvidables, los años locos.
Los juegos con Gisela Orozco, dos años mayor que yo, era otra cosa, algo serio, a ella le gustaba simular estar en una escuela, nosotros éramos los alumnos y ella la profesora, nos explicaba materias de su nivel, gracias a esto aprendíamos por adelantado, no permitía dudas o inseguridades, atacaba las demostraciones de debilidad hasta que demostrábamos seguridad, sino no podías andar con ella. Me gustaba compartir con ella porque conocía cosas de la vida que despertaban mi curiosidad, pero ella me sacaba el cuerpo por ser menor, sin embargo, después de cumplir 15 años, nos igualamos, salíamos juntas en pandilla, con sus amigos y los míos. Aprendí a fumar con ella pero sobre todo a sentirme segura de mis conceptos y de mi misma.
Otro acontecimiento fue la llegada a nuestras vidas de Homero Izquiel, un hijo de mi tío Martín Orozco. Los tres Oswaldo, Homero y yo nos convertimos en inseparables, recuerdo nuestras tardes de juego de cartas en la 37 con Antonia Richa de Gassan, cuñada de mi tía Ana, a quien le hacíamos trampas para ganarle y ella nos dejaba hacerlo, simulando no darse cuenta. Otras veces salíamos al autocine en grupo o a pasear por Barquisimeto, mi mama nos prestaba el carro, una vez haciendo pique con otros amigos nos detuvieron y se llevaron detenido a mi primo Oswaldo, cuando las morochas fueron a la comisaria, les informaron que habíamos violado todas las reglas, éramos menores de edad, sin título de manejar, exceso de velocidad, tragarnos la flecha en la Av 20, finalmente desobedecer la voz de alto y darnos a la fuga.
Los viajes a la playa eran frecuentes, siempre andábamos un grupo con la Nena e Iván Pérez, sus hijos, Homero, la morocha Adelina con Oswaldo y Rebeca y algún otro primo que nunca faltaba.
Como nos divertíamos con las locuras de mi tío Iván. Una vez nos llevó de viaje sin pararse en ningún lado, solo nos daba a comer cambures de un racimo que había comprado previamente, imagínense que es pollo, nos decía, mientras las morochas en medio de aquella trifulca, le exigían que se detuviera en un restaurante para comer. Las risas eran incontrolables. Fue un viaje inolvidable. 
Con varias compañeras de trabajo de mi mama Helena, entre ellas Sofía Yépez, siempre amigas, fuimos a conocer los Andes Merideños.
Las montañas de Mérida me impresionaron por su belleza, el frío era penetrante, me hacía recordar el histórico y sacrificado paso de Simón Bolívar por estos picos nevados.
Un paisaje único, cubierto con piedras grises y blancas tiradas al azar sobre un terreno tejido de frailejones, arbusto típico aclimatado a estas alturas, como los campesinos usan estas piedras para demarcar sus parcelas, característico de estos paramos andinos, aquí no se ven divisiones de estacas de maderas con alambres de púas como sucede en el resto del país. Incluso se construyen viviendas e iglesias de piedras como la que está situada en Apartaderos.
Uno de los sitios turísticos más famosos de Mérida es el teleférico, fue considerado el más largo y alto del mundo, llega hasta el pico Bolívar, por supuesto otro sitio son los Chorros de Milla, hermoso parque zoológico con caminerías, lagunas, etc.
Cambiamos el carro Opel por un Mercedes Benz en 1969, se lo compramos con apenas 6 meses de uso a un enamorado de Gisela, llamado Diego Cuesta que se fue  a estudiar un postgrado a EEUU.
Durante esta época fuimos a recorrer el oriente del país en el carro nuevo, invitamos a Rebeca, María Elena y Luisita Reyes con su novio Max Pérez, quien ayudo a manejar a mi mama Helena, conocimos Puerto La Cruz,  sus saltos de agua y los sitios históricos, allí abordaríamos el ferry con destino a la isla de Margarita.
También pasamos por San Juan de Los Morros donde vivía mi papá, a conocer a mis hermanos, Ricardo, Oswaldo, Tulio y Dalia. A partir de ese momento nos mantendríamos siempre en contacto.
Fue otra de las aventuras inolvidable para todos nosotros quienes disfrutamos intensamente este viaje, sobretodo el de la isla de Margarita.
Recuerdo que Max Pérez encendió los limpiaparabrisas y el dispensador de agua para enjuagar el vidrio frontal del carro que estaba sucio y mi mama Helena le dijo que recortara la velocidad porque nos podíamos colear por la carretera mojada por la lluvia, todos nos reímos y le explicamos que el que se estaba moviendo no era el carro sino el ferry, donde nos habíamos montado. Creo que por esta historia a mi mama Helena la apodarían a partir de entonces como La Pantera Rosa. 
Mi mamá Helena recibiría varios diplomas en Sanidad por su labor y desempeño, uno de ellos fue en 1971. Para ella esto fue muy satisfactorio pues representaba un reconocimiento a su dedicación y su trayectoria dentro del Ministerio, que habia iniciado como Higienista Escolar en los planes de vacunación masiva, despistajes de desnutrición y otras enfermedades en niños en edad escolar. Luego pasaría a trabajar como asistente de Odontología asignada a una escuela, que era la Costa Rica, la cual poseía un pediatra, un odontologo y mi mamá quienes brindaban cobertura a los niños en las áreas de nutrición, control de niño sano, cura de caries, vacunación, a los fallos de peso se enviaban a los comedores escolares y en las vacaciones a las Colonias Nutricionales como las ubicadas en Catia La Mar, Colonia Tovar y Mérida, para la recuperación de peso, cuando regresaban venian repuestos. Era la Venezuela con Seguridad Social, proteccion al niño y al adolescente de manera efectiva.
Llegamos al año de 1972 culminando los estudios de bachillerato graduándome junto a mis compañeros con los que inicie, como una de las más destacadas alumnas, obtuve entre otros el premio La Salle que se otorgaba al alumno más sobresaliente del colegio. Esas vacaciones cumpliría 20 años daría inicio a una nueva etapa de la vida, pero antes realizaría un sueño…
Corredor del segundo piso del Colegio La Salle
Mi atalaya desde el segundo piso del Colegio La Salle
 El escudo en el patio del Colegio La Salle
 Hermano Cristobal
El Catire, portero del Colegio La Salle











 





viernes, 3 de agosto de 2018

Capítulo 60 Regreso a casa.


Una vez más Helena hace maletas para dejar a Caracas, desciende las fotografías colgadas en la pared, su amiga la observa calladamente, ayudándola, mientras la mujer continua con la febril actividad, vaciando aquel pequeño y cálido rincón que había fungido de hogar, sube sus enseres a un transporte de mudanza, otros los deja de regalo. Regresaba a Barquisimeto, era el convulsionado año de 1958 posterior al derrocamiento de Pérez Jiménez, una gran inestabilidad política dominaba el quehacer diario salpicado por diferentes intentos de golpes contra el gobierno de transición, impulsándola a tomar la dura decisión ante la nueva realidad, era peligroso quedarse, ante todo estaba su niña quien necesitaba seguridad. Además a pesar de que Eligio Anzola había regresado del exilio pues ya no era un fugitivo político, ni su entorno era perseguido, sin embargo Vicente tampoco regresaría, había formado otra familia. Así que esta vez la despedida era definitiva, sin promesas susurradas de retornar a la ciudad, Helena lo sabía. Ese día, juraría no dejarse arropar por la nostalgia, vencería la adversidad.    
Llega a la casa de su hermana Ana Dolores, quien la recibe en el porche con un cálido y apretado abrazo, como al hijo perdido que regresa al hogar, sin un “te lo dije”, entre ellas no existían críticas, solo amor, amor del bueno, incondicional. Pepita también la recibe, había regresado anteriormente de acompañar a Helena en Caracas. Ya se habían casado las dos últimas solteras, Yolanda y La Nena, abandonando el nido. Luego a principio de 1960 llegarían de Cabimas, mis tíos Andrés y Roselia a residenciarse igualmente en la 37. Así fue este hogar salían unas y llegaban otras.
Conformaríamos una gran familia en el que no existían las medias tintas a la hora de ser solidario con un miembro caído en las turbulentas aguas del destino, jamás mi tía Ana argumento problemas económicos o su necesidad de intimidad matrimonial para negarse a tender una mano a una hermana que necesitara su ayuda. Estas excusas ni siquiera eran imaginables, se resolvían de alguna manera. La casa ocupaba casi una cuadra de largo, el cuarto matrimonial estaba en la parte delantera, independiente, contaba hasta con una antesala, los demás ambientes estaban hacia el fondo, separados por una gran distancia y una media pared, además se inculcaba el respeto a los adultos, bastaba una mirada para uno quedarse quieto, nunca escuche gritos ni amenazas de daños físicos de parte de ellos. Para mis tres tías mayores, ante todo estaban sus hermanos, eran como sus hijos, se sumaba mi tío Teodoro, solidario y generoso, identificado con su esposa, almas complementarias, corazones que latían a un mismo ritmo. No cabían los resentimientos, el poder adquisitivo no transformaba a nadie en un ser superior o inferior, nunca vi distingos en esa casa por motivos fatuos, se respetaba a todos pero sobremanera a Mamayu, la mayor de las hermanas Castro, quien era el faro familiar, casualmente la de menor poder adquisitivo.
Los primeros recuerdos de mi existencia, que vienen a mi memoria, son en esta casa, caminando por el jardín. Un día, la caja oscura donde me encontraba encerrada, se abrió y como un estallido, repentinamente salte de la nada hacia la luz del sol que se esparcía por todos lados deslumbrándome, el verdor de sus plantas, el roció que destellaba sobre las verdes hojas, sobre mí, el cielo azul con la miríada de nubes blancas como copos de algodón de formas cambiantes, típicas de Barquisimeto, me detalle a mí misma, mi vestido, estaba aquí, por primera vez tuve conciencia de mi existencia, del yo.
Este jardín fue el sitio predilecto de juego de mi niñez, pasaba horas observando la naturaleza, los pequeños reptiles, la guerra entre bachacos, las mariposas con sus alas multicolores revoloteando sobre las flores de las cayenas escarlatas. Esperaba que mis tías se acostaran a la hora de la siesta, para ir a jugar afuera, pero el chirrido del aparato ortopédico, delataba mi presencia, escuchándose por la ventana del cuarto de mi tía Ana, que daba al jardín, caminaba lentamente, con mucho cuidado, como un felino, embelesándome con la luz y el verdor, la brisa acariciando mi rostro, el olor a monte, aun hoy puedo pasar horas disfrutando un bello día, soleado o lluvioso. A veces me parece escuchar a mi tía mandándome a reposar, hábito que finalmente con los años adquirí, hoy día, soy yo la que le dice a mi nieto que se vaya a reposar.
Mi sexto cumpleaños fue la primera actividad social que organizó mi mama Helena, poco después de la llegada a esta casa, retomando las tradiciones familiares. Vinieron hasta los que no residían en Barquisimeto, asistieron mis 22 tíos y los 15 primos directos que existíamos para la época, igualmente los hijos de las hermanas de mi tío Teodoro, integrados a nuestra familia como una sola, fue una fiesta muy alegre y colorida, novedosa para mí. Uno de los asistentes fue Álvaro Méndez, dos años mayor que yo, el primer primo en fallecer en un trágico accidente de tránsito viniendo de la carretera de Pavía, famoso lugar donde se come chivo. Esto ocurrió en el año de 1971, posterior a la muerte de mi tío Enrique. Nos encontrábamos en El Toronal cuando llegaron a llevarnos la mala noticia, allí no había teléfono, tuvieron que ir personalmente, el dolor fue intenso, era aún muy joven, tenía entonces 21 años.
Luego vino el ingreso al colegio, ese mismo año, en uno cuyo nombre era Santa Ana, situado cerca de la casa, en la carrera 18 con calles 35 y 36, no lo olvidare, me impresionó conocer a las monjas, pensé que eran unos pingüinos gigantes, despertando en mi un extraño sentimiento, indescifrable para entonces. Allí estudie la primaria junto a mis primas Gisela Orozco y las Roscioli.
Viajar a El Toronal, uno de mis paseos preferidos, sería primordial para mi madre Helena, lo hicimos casi inmediatamente al regresar de Caracas, ir nuevamente a su querencia, era como un ritual que convocaba al clan, especie de iniciación mágica, realizada en esta fuente de los orígenes de la familia.
Las visitas, las fiestas y paseos entraron a formar parte de mi rutina, andar rodeada de un gran grupo familiar, lo cual no sucedía en nuestra cotidianidad en Caracas, me resultaba extraño pues estaba acostumbrada a la soledad e intimidad solo con mi madre.
Salíamos con la morocha Adelina, su esposo Martín Orozco y sus hijos, frecuentemente pasábamos los domingos en la finca Santa Ana, arrendada por mi tío, por la vía a Yaritagua, sembrada de caña de azúcar, había un tanque de agua para riego que usábamos para bañarnos, él se zambullía hasta alcanzarnos por debajo del agua para pellizcarnos ocultamente, haciéndonos creer que eran peces, gritábamos del susto, lo cual causaba mucha gracia a los adultos. También viajábamos a las playas de Boca de Aroa donde llegábamos a posadas familiares. Otras veces salíamos en el carro Volkswagen de ellos, a dar vueltas por las calles de Barquisimeto, apretados porque no cabíamos, sin embargo nos divertíamos mucho, Adelina y Helena nos exhortaban a leer los avisos de los comercios para que practicáramos la lectura, época de Bodegas y Boticas.
Una salida especial era la visita a la tía Julianita en Duaca, en la cual disfrutábamos de los relatos contados por ella, parecía que encendías un radio sintonizado en el siglo XIX. Aquellas historias de mi bisabuela Bartola, las intrigas de las corrientes políticas de los azules contra los amarillos, de godos y liberales, se grabaron en mi memoria hasta hoy día, más tarde me instaron a escribirla. Nunca olvidare a esta ancianita vestida con un camisón pulcramente blanco, su cabello totalmente blanco, las sabanas de la cama, hasta su bacinilla era blanca, todo blanco, oliendo a agua de rosas, detestaba la suciedad y los malos olores, por eso solo usaba ese color que le permitía mantener su obsesión de la limpieza, me invitaba a sentarme a su lado para que la oyera, era una extraordinaria narradora oral.
Las navidades en la casa de 37 eran otro gran acontecimiento, como un llamado de la naturaleza, se iniciaba una efervescencia que electrizaba a todos, un corre y corre, la ropa para los estreno, sacar del depósito los adornos del arbolito, comprar los ingredientes para hacer las hallacas, las bebidas, los fuegos artificiales, pintar la casa para las dos grandes reuniones del 24 y el 31, buscar las mesas, traer de las otras casas suficientes sillas. Lo más importante era llamar a todos, no pasar por alto a ningún familiar, pues era imperdonable que faltara alguien. Era una fecha que cualquier impase o diferencia quedaba olvidado.  
La llegada del niño Jesús era parte del ritual, las cartas pidiendo los regalos, siempre el encabezado era: Querido niño Jesús, este año me porte muy bien, hice todas mis tareas, a continuación se agregaba el largo listado de peticiones. Tenía una gran imaginación, fantasías infantiles como la de pedir unos enanitos de carne y hueso, de verdad, quería tener estos pequeños seres humanos, por ser imposible de complacer, llegaban otros regalos, pero entre ellos se asomaba una carta del “niño Jesús” con las razones de las fallas, no se debía jugar con seres vivos, ellos sentían y sufrían. En vista de esto, una vez se me ocurrió pedir la varita mágica, con la que se fabricaban los regalos en navidad, la idea en mi mente era hacerme lo que quisiera, casi nada, esto me caracterizó toda mi vida, aspirar siempre lo máximo, por supuesto que allí estaba nuevamente la infaltable respuesta del “niño Jesús” explicándome que no podía dármela pues se quedarían los demás niños sin regalos.
Otro recuerdo que atesoro de mi infancia vividos en este hogar donde crecí, era ver a mis tías, Ana y Roselia junto a Pepita, elaborando un vestido, volcadas sobre una gran mesa de madera redonda, semejante a la de los caballeros medievales, pero con múltiples cajones en su borde, en bajo relieve, servían para guardar fichas, pues este mueble estaba elaborado especialmente para jugar barajas, actividad que se practicaba todas las noches por mis familiares.
Esta mesa tenía múltiples personalidades, además de las dos mencionadas, servía de soporte de tortas y confites de cuanto cumpleaños se celebraban en la numerosa parentela, otras veces para almorzar informalmente los domingos, pues se encontraba en el corredor del fondo de la casa que daba a un sombreado jardín interno con árboles de mangos, aguacates, uno de níspero, hasta de semeruco y limón; también se usaba para hacer la tarea escolar o los juegos de mesa de los niños.
Cuando la utilizaban para la costura, era inundada de múltiples objetos con formas, colores y tamaños diferentes que cautivaban poderosamente mi atención, hoy día me doy cuenta que soy muy visual. La amarilla cinta métrica, que al desenrollarla revelaba su oculto secreto, contenido en las numerosas rayas negras numeradas que permitían medir los trazos; unas almohadillas cubiertas como un puercoespín, de agujas y alfileres, los alfileteros; los hilos policromos me hipnotizaban, botones de diversos tamaños y colores, cierres cortos y largos, brillantes listones de sedas, encajes, tijeras; minúsculos objetos de cristal llamados canutillos, especie de piedrecitas resplandecientes que eran una incógnita. Un espectáculo sensorial era el despliegue de la tela sobre la mesa, caía ondulando en el aire mientras desprendían un aroma a nuevo inconfundible, luego de estirarla les colocaban encima los patrones de costura, unos dibujos en papel que se compraban en la avenida 20, para ser calcados con ayuda de las tizas se marcaban unas líneas sobre ellas, que servían de guía para recortar, después de esto finalmente se llevaba a la máquina de coser, una Singer negra, instalada en un mueble especial con un pedal inferior, el cual al ser presionado con un movimiento rítmico de los pies, arrancaba el motor girando, emitiendo un chirrido característico, balanceando la aguja de coser, arriba, abajo, una y otra vez, zurciendo mágicamente las piezas de telas, nunca pude descifrar este misterio. Mi curiosidad no tenía fronteras: para que sirven esas piedrecitas tan pequeñas? Ellas me respondían que a pesar de su tamaño, al unirlos entre sí, se transformaban en lo central del traje al darle brillo y luz, un realce inigualable. Les inquiría sobre los dedales metálicos, que se colocaban en sus dedos cual casco de soldado, para que los usan? me explicaban que se protegían de los pinchazos de las agujas, pues no se debía dar puntada sin dedal para no salir herida. Mientras ellas se movían alrededor de la mesa ejecutando aquella labor, yo iba detrás preguntando: Por qué tu cortas y ella cose? Amorosamente me explicaban que cada persona nace con una habilidad especial que le permite realizar un trabajo perfecto, yo insistía en mi inquietud: Como saberlo? hija, debes descubrirlo por ti misma con el estudio y la dedicación. Crecí escuchándolas reconocer equivocaciones en la costura, volviendo sobre sus pasos para enmendar el error. Las tres en igualdad de condiciones, un equipo. Así fue que durante las calurosas tardes barquisimetanas envuelta en la mágica atmosfera de estas mujeres cosiendo, mientras esperaba a que mi madre llegara del trabajo, asistía sin saberlo a un valioso aprendizaje de vida, tales como, la importancia de la organización en equipo, el delegar tareas al que mejor lo pudiera realizar, a planificar, a tomar precauciones en los riesgos, asumir responsabilidades en las consecuencias de las tomas de decisiones, la grandioso que puede llegar a ser lo pequeño, basta colocarte en el lugar correcto para brillar; la igualdad basada en tu desempeño, reconocer los errores sin ningún complejo, ni culparse una a la otra, pues eso no conducía a ninguna parte, lo importante era corregirlos y obtener del caos existente, el objetivo deseado, que surgía poco a poco, producto de un trabajo disciplinado en conjunto, como sus vestidos, el logro de la meta planeada. Hoy día me doy cuenta que asistí a estas clases magistrales, que marcaron mi forma de ser gracias a las vivencias alrededor de esta mesa de costura de estas maravillosas mujeres.      
Helena se integraría rápidamente a su trabajo en Sanidad y conocería a Sofía Yépez, iniciando una amistad que duraría toda la vida. Con ella y sus hijas realizábamos viajes a las Colonias recreativas del Ministerio de Sanidad, la de los Teques y Catia la Mar.
Durante estos años no sentí ninguna diferencia motora con respecto a mis primos, ellos adaptaban sus juegos a mis capacidades, no corrían ni lanzaban las cosas con fuerza para que yo participara. Recuerdo a mi primo Luís Gustavo Castro persiguiéndome, el caminaba despacio como un robot para no darme alcance. Con mi primo Oswaldo Orozco, hijo de la morocha, era con quien más jugaba, éramos inseparables, hasta teníamos un idioma propio que solo entendíamos nosotros, juntos inventábamos tremenduras, en unas navidades, accidentalmente con una estrella de bengala, le quemamos el vestido de mi prima María Elena Castro, que era muy llorona y se formó tremendo escándalo, por eso nos castigaron, que consistía en separarnos, ya habíamos volados todas las flores de cayena a punta de traquitraqui. Recuerdo una vez, estando hospitalizada en Caracas, mi mamá Helena me preguntó si había algo que quisiera que me llevara, le dije que sí, quería ver a Oswaldo, pues me hacía mucha falta. Mi vida, a pesar de mis diferencias funcionales, como se dice hoy en día a los discapacitados, fue la de una niña común y corriente.
A la edad de 9 años en 1961 hice la Primera Comunión, hasta esta fecha no había caído en cuenta de la existencia del pecado, solo conocía las rubieras o pequeños desastres, que merecían un regaño o un castigo leve, según la gravedad del asunto, pero terminábamos siendo perdonados por nuestros padres o tíos. La existencia de un pecado mortal por el cual el hombre había perdido el derecho a la vida eterna, me sorprendió, no lograba imaginar que podía ser tan malo para merecer un castigo tan radical, así que cuando llego la hora de la confesión de mis pecados mortales, requisito entonces para poder comulgar, no encontraba que decir, buscaba en mi interior algo muy serio, tan grave que mereciera tal calificativo y no lo descubría. Mi alma sabía que no lo había cometido. Lo peor fue cuando llegue al confesionario y el padre que me iba a escuchar estaba oculto detrás de una ventanilla, esto me pareció extraño, mi mama Helena cuando me “confesaba” de una tremendura lo hacía mirándome a los ojos, siempre me explicaba que esa era la ventana al alma, no podías mentir si te estaban mirando a los ojos. Por este principio inculcado, le pedí al padre confesarme mirándonos la cara, esta petición le extraño.
Nuevamente fui internada en el Hospital Ortopédico Infantil, después de la primera comunión, perdí el segundo grado a pesar de que en el hospital existía una escuela, el colegio no reconoció lo cursado allí. Mi mama Helena me visitaba cada 15 días pues no había necesidad de que los familiares estuvieran todos los días, el hospital suministraba los cuidados, incluso la ropa de cama y la personal, que era una bata azul. Nos daban un vaso de jugo de naranja en la mañana y uno de chocolate caliente con pan dulce en la noche, estábamos bien atendidos. Era la Venezuela del progreso.
Luego, en 1962 ocurrió la muerte trágica de mi tío Martín, fue la primera perdida de un familiar adulto de la que tuve conciencia, cuando mi abuelo Pancho falleció en 1955 estaba hospitalizada, era apenas una niña de 3 años, para darme cuenta. Durante ese año las hermanas Castro se dedicaron a la recuperación de la morocha Adelina. Mi tía Ana se la trajo a su casa, donde permaneció un año. La 37 se convirtió en un constante ir y venir de caldos de gallina, ponche caliente con papelón, visitas a diario de toda la familia a colaborar. Gisela también se vino con mi tía, luego cuando su madre se restableció, con ayuda económica de sus hermanos, alquilo una casa cerca da allí, pero Gisela no quiso dejar la 37, aquí se sentía segura, se fue cuando se casó.
En la casa de la 37 nos sentábamos a la mesa no menos de diez personas diariamente, recuerdo que era de mal comer, pero un gato pícaro me ayudaba, le pasaba los alimentos por debajo de la mesa, donde estratégicamente se colocaba el felino, también la muchacha encargada de cuidarme, colaboraba, engordaba ella y yo seguía flaca, por esto mi mama Helena se percató, despidiéndola. Nunca olvidare a Pepita con los huevos tibios que me preparaba nadando en bastante mantequilla, caminando detrás de mí con la cuchara en la mano para dármelo, mientras yo huía, entonces ella me amenazaba con no dejarme meter el dedo en la masa cruda de las tortas que ella elaboraba, cosa que me gustaba por su dulce sabor, su chantaje era efectivo, finalmente comía.   
Cuando tenía 11 años fue los quince años de mi prima María Elena, se celebraron aquí en 1963, mi vestido me encantaba por los colores pasteles del arco iris, pero me realizaron un peinado que no me gustaba por lo cual anduve con una cara de cañón. Esta fiesta fue grandiosa, vino a maquillar a mis tías y primas, un pariente que se había convertido en un famoso estilista, Francisco Paredes, el que fuera pajecito de la boda de la prima Haydee junto a mi prima Gisela, conocido en el mundo artístico como Françoise Paredes, moriría de una extraña enfermedad, después en mi estudios de medicina, me daría cuenta que había sido de los primeros casos de la estigmatizada enfermedad del Sida, por eso el misterio. 
Mi mama Helena en 1964, se compra su primer carro, un Opel, me sentía muy feliz cuando llegaba a buscarme al colegio pues ya no tendría que irme a pie. A partir de ese momento retomamos nuestros paseos nuevamente con mis primos, estos se habían reducido por la pérdida del carro en el accidente que ocasionó la muerte de mi tío Martín Orozco. Lo primero que hicimos fue ir a El Toronal manejando mi mama, en ese viaje cuando pasamos un tramo del camino boscoso, accidentalmente matamos un cunaguaro que al saltar de un árbol cayo sobre nuestro carro.
En este carro, manejando mi primo Martín Enrique Orozco, a quien mi mama quería como un hijo, me llevaban a las consultas médicas a Caracas, también se lo prestaba para que saliera con su novia, yo sentía celos de esto.
En 1964 fui operada por segunda vez de la columna para darle estabilidad y corregir la escoliosis, una desviación debido a la polio. Durante casi un año estuve con un yeso desde la barbilla hasta la cadera. Mi niñez transcurrió entre intervenciones quirúrgica: de la columna, de la pierna izquierda, de la rodilla derecha, de la mano izquierda, cirugías realizadas por el Dr. Alfredo Coronil Ravelo, especialista en traumatología ortopédica, sus pacientes lo llamábamos papi Coronil, mi admiración hacia fue otro marcador en mi vida. Por esto repetí cuarto grado pues no lo curse regularmente. Era el segundo grado que repetía en el colegio Santa Ana. Había iniciado mis estudios de primaria de 6 años en 1958, culminé 8 años después en 1967, por la poca comprensión y apoyo de las monjas, recuerdo que hasta 5to grado era muy retraída, demostraba poco interés en los estudios, había llegado a creer en que era imposible desempeñarme escolarmente, recuerdo a mi madre tratando de estimularme, me compraba libros, un pupitre para hacer las tareas en el jardín que tanto me gustaba, me ayudaba en hacer los dibujos de las tareas, nunca tenía el cuaderno presentable para fin de año, ella me ofrecía premios pero era difícil de complacer, no me gustaban las chucherías ni los juguetes solo me llamaba la atención los animales, finalmente, un día, cuando pase para 6to grado, caí en cuenta que todo estaba en mí, que lo podía lograr, finalmente desperté de ese mundo de pesimismo, me propuse salir adelante. Mis notas subieron de un promedio académico de entre 9 o 10 puntos hasta entonces, a 17 ese último año, a pesar de esto las monjas no creyeron que este rendimiento fuera genuino. Los pronósticos que le participaron a mi mama Helena, era que estaba incapacitada mentalmente para continuar mi escolaridad, le recomendaron inscribirme en cursos de cocina o bordado. Por supuesto mi mama Helena no siguió sus sugerencias, por consejo de su compañero de trabajo, pariente por parte de mi padre, el Dr. Humberto Cordido, me inscribió en un colegio mixto, opinaba que los sacerdotes eran más humanos que las monjas y así se inició mi adolescencia.