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lunes, 13 de febrero de 2017

Capitulo 47 Pepita y sus duendes

Una mujer observa aquella chiquilla de cabellera con visos amarillos bañados por el sol, repentinamente es descubierta, le lanza un jubiloso saludo: madrina, madrina! La ve acercarse, por un momento se diluye el tiempo, está a punto de decirle Julianita, cuando se da cuenta de que el parecido con su hija era innegable, en ese instante decide intervenir en su destino.     
Se llamaba Petra, el femenino de Pedro, extraño para ser el nombre de una niña de un pequeño caserío como La Unión, evidentemente fue escogido por la devoción a San Pedro, ella nacería con el nuevo siglo, nunca se pudo precisar la fecha exacta.
La madre, una de las mujeres del grupo a quienes ayudo Bartola a emigrar de Río Tocuyo en busca de nuevos horizontes, tenía dos hijos cuando queda embarazada de Goyo Castro, el cual colaboraba con su madre dándole apoyo logístico a estas personas, conformados por parientes pobres, indígenas o simples campesinos desplazados, uno de estos emigrantes sería Teófila Matute, conociendo al futuro padre de su hija, el cual le ofrecería sustento ante sus carencias y desamparo, la consecuencia sería esta hija, Petra Matute o simplemente Pepita.
Es traída a vivir a El Toronal, Goyo no podía criarla por estar casado y la esposa no la aceptaba. En esta época era costumbre que los hijos habidos fuera del matrimonio, como única manera de tener acceso a la posición social que les pertenecía por derecho de nacimiento, era ser separados de sus madres para ser criados dentro de la familia de su padre, ocultando su origen, en algunos casos hasta el apellido materno, así había ocurrido con Bartola, años atrás una Nieto había intercedido por ella, la vida tenia extraño recovecos, idéntica razón, el inmenso parecido de ambas a sus abuelas.
Cuando María Adelina se entero de que era sobrina de Pancho Castro, acepto llevársela con ella, ya conocía su afable personalidad, dándole una posición respetable dentro del hogar, acorde a su sangre pero en secreto, otro más de la familia. Se convierte en la mano derecha de la abuela, estaban muy unidas, tenía autoridad para disciplinar a sus hijos, le era fiel de manera incondicional.
Era cuentista de las leyendas de la zona, cada historia guardaba un significado educativo, principios y valores inculcados a través del folclor Venezolano, que sabiamente utilizaba a la perfección. Crecí escuchando los cuentos de espantos, de duendes, de Tío Tigre y Tío Conejo a su alrededor, narrados en la hacienda durante las vacaciones, allí no existían ni televisión, ni radio, ni teléfono.
Estos cuentos fueron herramientas poderosas en nuestra educación, por ejemplo: La Sayona, el espanto que se le aparecía a los hombres infieles, siempre era Pancho el protagonista. Años después me enteraría de los líos del abuelo, entendiendo el por qué ocupaba el lugar de este personaje. La historia comenzaba con un anochecer de luna llena, el abuelo montado a caballo rumbo a Aguada Grande, donde tenía una mujer con varios hijos, lo que no se aclaraba en la narrativa, repentinamente en la penumbra veía la silueta de una mujer de espalda que caminaba por la orilla de la carretera con igual rumbo, al acercarse para piropearla, creyendo que se trataba de una soltera del pueblo, ella volteaba a mirarlo permitiendo ver su horripilante rostro, era de terror, según se decía los espantaba hasta matarlos del susto, Pancho se salvaba, al correr de regreso a su casa, puerto seguro vedado a La Sayona,  jurando no volver a faltarle a su mujer.   
Para enseñarnos el amor y respeto a la madre usaba el del espanto de la Llorona, Pepita comenzaba a hablar con una voz gruesa, que producía escalofríos pues el entorno era propicio al estar inmerso en la espesa oscuridad de la noche, en la hacienda eran más profundo que en la ciudad, una breve pausa para el dramatismo: una mala hija, había matado a su propia madre, al momento de morir esta la maldice, condenándola a recorrer por siempre los caminos, llorando con el rostro oculto. La versión masculina de esta historia era la del Silbón, quien había asesinado a sus padres quedando condenado a cargar un saco con los huesos de ellos, sonándolos mientras silbaba. Un argumento infalible era cuando a uno de nosotros se nos ocurría ser malcriado, Pepita lo miraba a uno y decía “te va a salir La Llorona o el Silbón”, eso bastaba para corregirnos.
Existían otra leyenda de la Llorona, la segunda era la mala madre que había asesinado a su bebe recién nacida, es maldecida por los vecinos, convirtiéndose en un espanto que lloraba llamando a su hija, se decía que robaba niños que andaban solos, separados de sus familiares, cuando Pepita nos cuidaba siempre nos advertía “no salgan solos afuera pues se los puede robar La Llorona” método efectivo para permanecer bajo el perímetro de su mirada.
Había uno, que arrancaba lágrimas a cántaro, era el cuento del Amor de Madre, ejemplo de la devoción incondicional de una madre, dispuesta hasta dejarse matar por su hijo y aun así perdonarlo. Esta era la historia: una mujer algo madura logra milagrosamente tener un hijo, cuando este se hace adulto, se enamora surgiendo el conflicto con la suegra, la muchacha le solicita al joven, como prueba de amor, que le arranque el corazón a su mama y se lo traiga, si quiere volver a verla. Al principio el muchacho duda pero finalmente ante la separación de la novia, la complace, mientras corría con el corazón guardado en una caja, se tropieza cayendo al suelo estrepitosamente, sorpresivamente de la caja surge la voz de su madre que le pregunta: ¿te hiciste daño, hijo? Esta historia nos dejaba bien asentado que amor de madre, hay uno solo.
Los más fascinantes eran de los duendes, existían gran variedad de ellos, tanto de sexo como de tareas a cumplir, buenos y malos, gigantes y pequeños. Unos secuestraban a las personas, como le sucedió al hermano mayor de Pepita, según contaba ella, un día se perdió, nunca se supo de él, se lo había llevado una duenda.
Otros duendes cuidaban el ambiente, entre estos estaban los custodios de las nacientes de las aguas y de los calvarios, sitios marcados por una cruz. Cuando un familiar fallecía, al terminar el novenario, se acostumbraba salir en romería por el camino rezando cinco misterios alternados con un canto fúnebre, en el lugar que se finalizaba, allí se plantaba una cruz con el nombre del difunto, esto eran los calvarios, donde todos los meses se le colocan flores al difunto, si alguna persona intentaba profanar sus alrededores, era espantado por el duende guardián.  
Uno de las más interesantes y populares es El Ceretón, un duende que se apoderaba de las jóvenes solteras, haciéndose invisible lograba entrar a las casas, robándose a la mujer deseada. Cuando una muchacha se desaparecía de su casa, empezaban los rumores de haber sido el Ceretón el culpable. Una vez pasando vacaciones en El Toronal, una de las jóvenes visitantes salió a montar caballo, como no regresaba, inmediatamente comenzó la historia de que se la había llevado un Ceretón, al final del día apareció, quedando su honra a salvo pues era obra de un duende, con esta explicación se satisfizo la familia.    
Pepita también contaba las historias de Bartola, entre las cuales estaba la de las morocotas enterradas, sus trances, el poder de alejar malos espíritus. Las de la emboscada al bisabuelo Teodoro, donde intentaron matarlo lo que motivo la salida de El Toronal, épocas convulsionadas. 
Además de vivir en El Toronal, se mudaría a la casa de los abuelos en Barquisimeto, encargándose de la familia. Después de la muerte de la abuela, junto a Mamayu, pasa a ser una madre sustituta, terminó de criar a Enrique a quien quería como a un hijo. Fue la chaperona de los amores de las solteras, siempre las acompañaba durante los paseos y las visitas de los enamorados. Ella llevaba los mensajes ocultos de mi tía Roselia a su novio Andrés Sánchez, buscado por contrabando quien se escondía en la casa de la tía Pancha, ubicada en la calle 31 donde vivía la familia Ramírez Giménez, después que se vinieron de Santa Rosa debido al largo trayecto que recorrían las niñas para ir a la escuela de Barquisimeto. Cuando la casa de la carrera 19 se disolvió, después de los matrimonios de Ana y Roselia, Pepita se mudaría a vivir con la morocha Adelina ayudándola a criar a los niños. Varios años después se iría a Caracas donde se encarga de mi cuidado mientras mi mama Helena trabajaba. Finalmente regresa a casa de mi tía Ana en la calle 37 donde transcurre el resto de su vida.
Pepita como la llamábamos todos cariñosamente, nunca se casó ni tuvo hijos, un día me confesó que en su vida existió una gran pasión, un amor imposible que no pudo realizar.
Ella era delgada, muy activa, siempre risueña, alegre, la recuerdo realizando alguna tarea, su pasión era la repostería, se movía febrilmente elaborando las tortas de piña volteada, los pastelitos de carne, las crujientes torrejas azucaradas, los tequeños de queso, los canapés multicolores, los suspiros rematados con crestas largas para los cumpleaños de los niños de la familia. Me pegaba a su falda, para en un descuido, meter un dedo en la dulce masa para probarla, me gustaba mucho, ella me decía que me iba a doler la barriga porque estaba cruda. Otras veces la contemplaba en las calurosas tardes de Barquisimeto, cosiendo, tarea más tranquila que la repostería, lo hacía en una maquina Singer negra la cual tenía un pedal inferior que al presionarlo con un movimiento rítmico de sus pies, emitía un chirrido al girar el motor que movía la aguja que recorría la tela cosiéndola hasta lograr el producto final.
El único mal que ella padecía era la migraña, cuando esto sucedía se encerraba en su cuarto con las persianas cerradas, en la oscuridad pues la luz le molestaba, se quedaba quieta, callada, era  extraño verla así, mis tías ordenaban que nadie hiciera ruido para no molestarla, todos caminábamos de puntilla. Ella muere en 1990, en el ancianato de Santa Rosa.