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sábado, 7 de enero de 2017

CAPITULO 46 La abeja reina

Los diferentes aromas se entremezclaban en la hacienda, el dulce del melado de papelón en el Trapiche, el aromático del café en la Trilla, de leña del fogón en la casa, de la bosta de la vaquera, del corte de los pastizales y la caña, sumergidos en este mundo de olores y colores, la vida transcurría de manera diferente, para las niñas entre las clases, el rezo del rosario en el cuarto de los santos, jugar por la hacienda, el favorito era ir a la Trilla a lanzarse cerro abajo sobre el colchón de cascaras del café usado como un tobogán, buscar melcochas en el trapiche conteniendo el miedo a las nubes de abejas que lo rodeaban, corretear en busca de cambures en el sembradío, localizar conejos recién nacidos en las cuevas, bajar nidos de pajaritos de los arboles, montar a caballo, recibir las visitas de amigos y familiares, las salidas el domingo para la misa en Aguada Grande o cualquier otro evento social en el Club.
El abuelo Pancho se ocupaba en las labores de supervisión en el campo, una gran tarea por lo diversificado de la finca y la gran cantidad de obreros, sus frecuentes viajes de negocios a Barquisimeto, a la finca de café en las serranías de Parupáno para resolver cualquier problema.
Pero en la casa de El Toronal, una especie de colmena que albergaba la abeja reina, alrededor de quien revoloteaban todos prestos a cumplir sus órdenes, se daba otra actividad, vital para la familia, eran los partos de María Adelina, un suceso feliz pero temeroso, el riesgo era conocido. La madre del abuelo siempre venía de Parapara para atenderla, era su comadrona de confianza, un ritual exclusivo de las mujeres quienes en medio de un tumultuoso corre y corre, órdenes cruzadas, murmullos intercambiados entre ellas al chocar en el corredor, preparaban lo necesario para el nacimiento, estos ocurrían con una frecuencia de aproximadamente 2 años, a veces menos a veces más.
La habitación de la abuela era conocido como “el cuarto largo” por su longitud, daba por una puerta interna al recinto de los santos que se mantenía con sus velas encendidas para que ayudaran a la parturienta en tan difícil trance. Lo primero era disponer de suficientes sabanas limpias para la cama, sobre ella se colgaba un mecate enlazado a una viga del techo para que la madre se afincara para pujar. Si era de noche ocurría entre las danzantes luces de las velas y las lámparas de querosén que impregnaba el ambiente de algo mágico. Se disponía de abundante agua hervida, telas y utensilios para el parto, alumbramiento y atar el cordón umbilical del recién nacido, esterilizados en una gran olla que se colocaba sobre topias o piedras en medio de las cuales se ubicaba la leña encendida, colocado sobre un mesón de cemento que estaba en la cocina, cuyo techo de maguey ennegrecido por el humo arrojado por los fogones del quehacer diario le daban al recinto un olor ahumado característico. Este proceso garantizaba evitar una infección, el resto dependía de la destreza de Bartola quien era famosa por ello, al escucharse un fuerte llanto que inundaba la casa, indicaba que todo había salido bien y se procedía al festejo.
A la recién parida se le daba sancocho de gallina durante una semana y a las visitas se les obsequiaba una bebida llamada embolado, una preparación a base de cocuy y frutas, la cual se enterraba en un recipiente de cerámica con la boca sellada, desde que se conocía del embarazo y duraba toda la preñez, tiempo suficiente para que adquiriera su agradable sabor dulzón.
Uno de los más difíciles había sido el parto gemelar, cuarto de María Adelina con 24 años de edad, acaecido en 1919 dentro de un entorno agrícola y rural en una Venezuela de apenas tres millones de habitantes. Para este suceso viene de la ciudad, Adelina Meléndez madre de la parturienta ya que se pensaba que iba a nacer el hijo varón por la barriga tan grande que tenía, viaja en el transporte público que existía para entonces entre Barquisimeto y Siquisique. Mi abuelo Pancho había organizado una fiesta e invitado a los vecinos y peones para festejar el supuesto nacimiento del hijo varón, privilegio otorgado solamente a este sexo y no a la mujer que no era motivo de celebración en esa época. En plena celebración nace una hembra, pero Bartola se da cuenta que viene otro y se lo informa a su consuegra Adelina, que está con ella ayudando en el parto, es la encargada de salir a darle la noticia del nacimiento de la niña a Pancho, le explica que son dos niños, el segundo puede ser el varón, le dice. Cuando ocurre el segundo nacimiento, otra hembra, es Bartola la que sale a darle la noticia a su hijo, hasta allí llego la fiesta, Pancho manda a irse a los invitados, arroja los toneles de bebidas cerro abajo, negándose a conocer a las morochas.
A finales del año de 1926 María Adelina estaba nuevamente embarazada, en doce años de matrimonio tenía siete niñas en seis partos, su suegra adelantaría el viaje ante el presagio de que esta vez sería el varón que su hijo deseaba, aunque el ya no lo decía, había aprendido a ser discreto desde el suceso de los huevos de la pata.
Acontece que Bartola estaba ansiosa, enfrentaba una inminente decisión que rondaba su mente y su corazón, impulsándola a violar el secretismo del oro que poseía, por eso trae consigo la talega con las morocotas para su hijo, entrega que nunca era personal. Estas eran enviadas con gente de su entera confianza, un indio de la tribu Castro, quien la dejaba escondido entre las ramas de un árbol situado en la entrada, acordado para tal fin, al verlo Pancho sabía del depósito, confirmado por un intercambio de señas secreta, esperaba que el emisario se fuera para bajar tiempo después a recogerlo sin que nadie lo viera, así resguardaba su oculto origen. De ahí la extrañeza de su hijo, pues no estaba al tanto de las cavilaciones de su madre, quien había comenzado a despedirse.
Sucedía que las niñas estaban ya grandecitas, la mayor María de Lourdes contaba con 12 años, acababa de culminar sus estudios que para la mujer abarcaba hasta 6to grado, regresando a vivir a El Toronal, ella era sumamente observadora, inteligente, nunca se sabía en qué pensaba, sus penetrantes ojos oscuros le hacía temer a Bartola que pudiera poseer el don de la clarividencia permitiéndole este desentrañar el misterio que rodeaba a su padre y sus orígenes, sospecha que con cada pregunta que le hacia la niña se afianzaba mas, no podía eludir su mirada inquisidora, a veces volteaba instintivamente pues sentía que ella la estaba observando curiosamente.
Las otras niñas se preocupaban menos por el tema de los antepasados y únicamente les interesaba lo relacionado a la vida social, la moda en vestidos, fiestas y bailes. La otra diferente, era Elena quien sentía una intensa curiosidad por sus libros de recetarios médico.
El mundo de los espíritus había comenzado a dominar su realidad, a veces caía en trance sin ningún control de su voluntad, cada día se hacían más demandantes, a pesar de que siempre cumplía con las ofrendas y de prenderles velas a las ánimas en pena, incluso aun estando en El Toronal, actitud que molestaba el espíritu fuertemente católico de su nieta mayor, la solución era inevitable.
Al ocurrir el nacimiento de Francisco Segundo, el hijo varón, inesperado para Pancho, quien corrió a preparar una celebración de forma intempestiva, originando en la hacienda un revuelo de preparativos: maten un torete, preparen el guarapo de caña, saquen las mesas para el patio, llamen a la gente, ordenaba el abuelo eufórico. Fue una gran algarabía que mi mama Elena recuerda vívidamente. Se encendieron brasas en el patio frontal con la carne asándose, luego la cortaban en pedazos repartiéndola comiéndola con las manos, también una mesa que sacaron para acomodar los vasos para la bebida. 
Mi mama Elena sentía curiosidad por el significado de ser varón, junto a su morocha decide investigar el misterio, se introducen a escondidas al cuarto para revisar al niño, sorprendiéndose al ver sus genitales diferentes, se lo levantan estirándolo para verlo mejor, en ese momento entró Clisanta, la niñera, descubriéndolas, quien le avisa a la abuela lo que estaban haciendo las morochas, ellas se fueron a esconder debajo de la cama para salvarse de que les pegaran.
Cuando todo volvió a la calma, Bartola ve que su hijo está completo en sus deseos, salvada su vida, acomodado económicamente, a lo cual ella había contribuido a lo largo de todos estos años, se  percata que su tutela ya no es necesaria, debe desaparecer de su vida para no colocar en peligro este logro, las preguntas de sus nietas, principalmente la mayor estaban colocando en riesgo.
Luego nacería Enrique Pastor en 1928, el último que atendió Bartola, un parto muy difícil que casi ocasiona la muerte de la madre, ella le colocó el nombre de un hijo de su querido pariente o quizás hermano Gregorio Nieto. Elena no guarda recuerdos de este nacimiento pues estaba estudiando en Barquisimeto, ya contaba con 9 años, junto a su morocha Adelina y su hermana Bolivia apenas dos años menor asistían a la escuela Leopoldo Torres.
Para esta época la vida era mayoritariamente en la ciudad y el tiempo en el mundo de El Toronal era solo en las vacaciones, el mundo tricolor de Bartola había desaparecido definitivamente. Cuando nació su hermana menor, Yolanda Rafaela, en la maternidad de Barquisimeto en 1930 se completaría el mundo de las hermanas, Elena era una adolescente de 11 años ávida por conocer su entorno y vivir su destino, iniciando así el mundo de Helena.