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sábado, 29 de abril de 2023

Roz Mystírio. Capítulo VI. El Despertar

 

Bartola se pasa una mano por el rostro, sin darse cuenta se mancha con pintura su mejilla, da un paso hacia atrás colocando el pincel en un recipiente, observa con detenimiento el cuadro que acaba de terminar, se sonríe ligeramente al ver el rostro del santo Santiago de Matamoros metamorfoseado en el de su amado. El cura Juan Nepomuceno, su mentor en el arte de pintar y único en ver su trabajo, cree que se trata del Presidente Guzmán Blanco al no detallar la diferencia de la barba, ella deja pasar la confusión que la deleita, son los carnavales de 1872, un momento de descanso entre guerras que aprovechaba en aquella secreta actividad, pintar, la cual la había devuelto a la vida después de lo acaecido en aquella festividad de San Pedro, seis años atrás, en eso escucha las campanas de la Iglesia llamando a la misa y se limpia para asistir, sin saberlo ese día se borraría por completo su dolor.        

      

Había conocido de vista al militar Antonio Perozo en los sucesos de abril de 1870 ocurridos en Carora donde ella participaría como tropera camino a la lucha por derrocar al gobierno azul además de la organización para acampar y alimentar a la tropa, pero principalmente como médico de los amarillos atendiendo los heridos. La primera vez que lo distinguió dentro de este confuso hervidero de personas recordaría las últimas palabras dichas por Juana Paula, en la guerra también se puede encontrar el amor. 

 A pesar que se obtuvo el triunfo militar a finales de año, persistiría una gran inestabilidad política, por un lado el levantamiento del Jefe de la Resistencia militar contra la Revolución de Abril, conocido como “El Mocho” Hernández quien fuera derrotado por los liberales y por otro lado los diferentes caudillos del propio liberalismo, enfrentados entre sí por el poder. Bartola y Antonio debido a estas circunstancias transitarían caminos diferentes, durante dicho lapso no se volverían a ver y prácticamente ella lo había olvidado pero él no, a pesar de no conocer su nombre, ni de donde era, si era soltera, soñaba con reencontrarla, le rogaba ansiosamente al hado colocarla en su camino nuevamente.

 Entonces acontece que en 1871 surgiría una pugna causada por el anuncio de las elecciones para ocupar el cargo de Presidente del Estado Lara. Siquisique sería el lugar de la peligrosa polémica donde saldría favorecido el General Eusebio Díaz en contra del General Aquilino Juárez,  quien denunciaba como fraudulento dicho resultado. Ante esto, el Presidente Guzmán ordena movilizar un contingente militar de su entera confianza, provenientes de lugares cercanos, con el propósito de tomar la ciudad y apresar a los integrantes de la Junta Electoral local, uno de estos militares designado en esta misión sería Antonio Perozo el cual acababa de regresar a la región después de derrocar al último reducto de la resistencia militar al recién instalado gobierno liberal.

Esta fuerza se encargaría de las nuevas elecciones, resultando escogido el General Aquilino Juárez, regresando la paz, pero solo en apariencia pues Eusebio Díaz no estaba conforme y continuaría conspirando en contra de su adversario local, lo que posteriormente daría origen a otro enfrentamiento más en esta región.

Comienza un relativo periodo de calma llegando el mes de octubre en el cual se celebrarían en Siquisique las fiestas religiosas de San Rafael, venerado por ser sanador de los enfermos, conocido como la “Medicina de Dios”, iniciándose los preparativos con gran algarabía, se enviarían las invitaciones correspondientes, principalmente a un polémico personaje cuya asistencia desataría una pasión.

El muy conocido presbítero de Aregue, Domingo Vicente Oropeza, quien también era el cura auxiliar y promotor de la construcción del templo de Baragua, aledaña a esta ciudad, entraría al pueblo acompañado por una comitiva entre quien se encuentra Bartola por ser su colaboradora principal como organizadora de las fiestas religiosas, la cual se identificaba con este santo pues ejercía la medicina con los mismos principios de hacerlo piadosamente, gratuitamente. Pero existía otro secreto motivo, le gustaba bailar y aprovecharía aquel festejo a realizarse por el triunfo liberal, habiendo recuperado la paz de su espíritu en los sucesos de Carora el año anterior, sentía deseos de  participar.

El baile de gala se llevaría a cabo en un salón de una de las más descollantes familias del pueblo, asistirían las altas personalidades en representación del poder local y principalmente los militares donde estaría un callado joven que permanecía recostado a una pared del salón observando a los participantes. 

En las fiestas del Cantón Carora, era común el popular baile de La Bamba, propuesto por un asistente o el mismo dueño de la casa, cuyo origen se remonta a principios de la colonia, consistía en un intercambio de parejas al ritmo de polka, cada hombre pagaba una moneda extra del contrato a los músicos, estaba establecido que una bamba fuera equivalente a cinco reales. La polka era una danza de tres pasos laterales rápidos en pequeños saltos que cambiaban de sentido con un golpe de tacón realizado al levantar la punta del pie hacia arriba, mientras el hombre caballerosamente sostenía a la dama de las manos manteniéndose a cierta distancia, acercándose de vez en cuando rítmicamente. En algún momento, al oírse el aviso de ¡pare la bamba!, se detenía la música, el hombre se dirigía a su pareja con una escogida copla, adaptado a las circunstancias, si se trataba de una aspiración de noviazgo se seleccionaba un verso en cuarteta romántica que la mujer contestaba de acuerdo a lo expresado y su sentir, nuevamente el anuncio ¡que siga la bamba! se cambiaba de pareja al son musical.

En esta época la timidez del joven o el temor a los padres de las muchachas dificultaba las oportunidades de acercamiento para conversar, incluso visitarlas en sus hogares, por lo que ésta manifestación folclórica propiciaba el intercambio de frases de doble sentido utilizando el contenido poético declamado para sus intenciones de cortejo, generalmente culminaban en un compromiso para un futuro matrimonio. Tiempos donde todos eran habilidosos en poesías y versos. Durante varios días los invitados disfrutaban comentando lo ocurrido en la festividad, destacándose el comentario de las coplas de amores como también las de pique o broma graciosa.

Bartola era experta en el baile de la polka, mientras lo hacía irradiaba un intenso magnetismo, inmediatamente se convertía en el centro de atracción de las miradas de los presentes, su porte, su ritmo, su falda danzando con ella, era imposible ignorarla. En el fondo de la sala, alguien la observa mientras se acicala su fino bigote que delineaba su labio superior, es Antonio, repentinamente la reconoce, tenía algo más de un año pensando en ella, deseando verla otra vez pero debido a las misiones con el ejército, el no saber quién era la autora de sus desvelo imposibilitando localizarla, en un desesperado recurso realizaría una rogativa al famoso santo para encontrar objetos perdidos y amores imposibles, por el cual su madre le había colocado su nombre, San Antonio, a quien ansioso le había pedido traerla a su destino y le hace una promesa a cambio.

Cuando sus miradas se cruzan en aquel salón, no podía creerlo, había sido escuchado por el Santo, allí estaba ella, su falda de terciopelo amarillo en honor al liberalismo se abría hipnóticamente en cada giro que daba, aprovechando uno de los cambios de pareja decide  acercarse a la desconocida.

—Con su permiso caballero, me permite a la dama. — Expresa firmemente el joven militar, procediendo a tomarla sorpresivamente de las manos cubiertas por largos guantes negros hasta el codo.

Ella voltea y lo detalla, lo reconoce, al retomar la danza y tenerlo tan cerca se da cuenta del asombroso parecido con Antonio Guzmán Blanco, coincidencialmente ambos del mismo nombre, lo diferencia la barba, mientras su admirado héroe la llevaba muy larga dividida en dos por el centro, este joven en cambio la usaba recortada bordeando su simétrico mentón.

—Me llamo Antonio. —¿Y usted?. — Le pregunta con voz hechizante.

—¿Eres casada? — Continúa audazmente Antonio sin detenerse, valiéndose del momento en que se acercaban el uno al otro al danzar hacia adelante y atrás.

—No, pero tengo un hijo — Le responde ella ásperamente.

Él la mira sorprendido, no tanto por su respuesta como por el tono  de desagrado que nota en su voz. 

—¿Un hijo? — Insiste extrañado.

—Si, quede embarazada cuando los azules me deshonraron. — Aclara la bailarina.

—Eres muy valiente al decirme eso, gracias a Dios no eres casada. No he dejado de pensar en ti desde que te vi en Carora—Dice atrevidamente el joven con una suave voz.

Sin esperar ningún comentario a su atrevida revelación, al escucharse “Pare la Bamba” se acercarse a su oído e íntimamente procede a susurrarle un poema que tenía preparado, relacionado con sus dones de sanadora que él conocía de la época de la Casa de los tres Balcones, logrando despertar su curiosidad.

Desde el nacimiento de su hijo no había manifestado interés en ningún caballero, su corazón estaba sellado para el amor, dedicándose a curar a los enfermos, a la actividad política y la religiosa, tal situación cambiaría a partir de entonces, aquel atractivo rostro invitaba a pintarlo, despertando en ella tormentosos pensamientos. 

Termina la música, momento que aprovecha ella para salir del salón algo sofocada, sin dudar, él la sigue.

—¿Me permites acompañarte? —Pregunta a sus espaldas.

 Ella gira sin sobresaltarse, presentía su presencia, observa su uniforme militar que impartía respeto y realiza un ligero gesto de cortes aprobación.

—¿Hacia dónde te diriges? — Pregunta caballerosamente.

—A la casa parroquial! —Responde educadamente, mientras aprieta los labios denotando cierto malestar.

—¿Qué vas a hacer allí? — Insiste el joven militar curiosamente obviando algo juguetón su malhumor.

— Estoy alojada allí pues formo parte de la comitiva de Domingo Oropeza. —Responde cortante.

—¿El párroco Domingo Oropeza? — Riposta Antonio y continua.

—Que maravillosa coincidencia, Domingo me salvo la vida en Aregue cuando los azules casi me atrapan en una emboscada, me escondió en la sacristía, somos amigos. Por cierto yo soy soltero, no tengo ningún compromiso y lo sucedido con los azules no me importa, solo tú con quien sueño desde hace más de un año. —Expresa mientras le toma las manos y se las besa reverencialmente, mirándola intensamente a los ojos.         

Ellos se habían visto antes, dentro de la vorágine de la guerra de abril de 1870, ahora en este encuentro, iniciarían un romance platónico, intenso pero breve, descubriendo sus afinidades en las múltiples visitas en la casa cural donde tiene la oportunidad de conversar con Domingo Vicente Oropeza quien lo actualiza en asuntos políticos principalmente el nombramiento como Jefe Civil y Militar de Carora del General Juan Agustín Pérez, un liberal no muy querido por los rancios godos caroreños quienes estaban inconformes con esa designación y quien desempeñaría un papel protagónico en el quehacer político de los primeros años del gobierno liberal.

—Antonio, te veo muy frecuentemente por aquí, ¿Acaso quieres ser sacerdote? —Pregunta a manera de chanza el irreverente cura Domingo Vicente.

—Ser sacerdote es una alabanza que algunos privilegiados le hacen a Dios, pero no, estoy profundamente enamorado de Bartola! —Responde Antonio.

—Estas seguro de tus sentimientos?, ella ha sufrido demasiado como para que tú la decepciones. —Comenta Domingo Vicente.

Pero la guerra surge de nuevo, esta vez en el Oriente del país y Antonio es  enviado a reforzar las tropas de León Colina en la campaña de “Caño Amarillo” apenas un mes después, por lo que la pareja se separaría ese diciembre de 1871. Este alzamiento militar es resuelto rápidamente por los liberales, sin embargo ocurriría un enfrentamiento entre Guzmán Blanco y León Colina quien es repudiado como aliado y separado de la cadena de mando del ejército guzmancista por lo que se convierte en un opositor feroz al dictador, situación que desencadenarían una sucesión de  acontecimientos en el cual Antonio Perozo se vería envuelto accidentalmente y conllevaría fatales consecuencias para él.  

Comienza el nuevo gobierno sometiendo a los opositores pero simultáneamente se daría un trato preferencial a los caudillos leales, estableciendo una relación entre civiles y caudillos militares, constituyendo la élite de la burguesía que tenían la exclusividad del comercio exterior con intereses mutuos de forma ilícita, así nace la corrupción en el país de la mano del Ilustre Americano. Se realizaban pagos registrados como comisiones de servicios para obtener la buena voluntad de los militares, otorgándoles la ejecución de las obras públicas decretadas por el gobierno y la importación de armas traídas de las Antillas Holandesas, Curazao, Trinidad y Saint Thomas, situadas frente a las costas de Falcón, un negocio tan rentable que prosperó desde Coro pasando por los diferentes pueblos hasta Carora, así las guerras civiles se convirtieron en las mejores oportunidades para los comerciantes locales. Federico Carmona Oliveros se incorpora a las filas de los liberales sumándose a los seguidores de Guzmán Blanco y así entra en estos florecientes mercados que lo conduciría por caminos inesperados.

Llegan los carnavales de 1872 y Bartola mientras pinta bajo la dirección de su maestro en la escuela pictórica  existente bajo la tutela de la Iglesia de Río Tocuyo, suspira recordando a su amado sin imaginar que Antonio estaba entrando al pueblo en ese momento,  había sido asignado a esa localidad por una sospecha de una conspiración causada por el nombramiento del nuevo Jefe Civil de Carora, ameritando que fueran desplegadas las tropas en la región.  

Luego de instalarse y presentarse ante sus superiores, lo primero que hace es buscar frenéticamente a Bartola. Unas personas le informan que se encuentra en misa, se dirige hasta la Iglesia ubicada frente a la Plaza, se baja del caballo y lo amarra de un árbol situado frente a la puerta del templo donde se refresca del largo viaje mientras espera que salga, finalmente la divisa mezclada entre las damas, viene conversando alegremente, trajeada con una hermosa falda azul que arrastra ligeramente en el suelo, muy amplia por el armador de aros de metal que marcan su pequeña cintura cayendo sobre sus caderas, combinada con una blusa blanca de manga larga con cuello alto de encaje. Antonio la mira intensamente, ella gira instintivamente la cabeza cubierta aun por la mantilla, fundiéndose sus ojos, dos mundos de contrastes, el azul del cielo y el marrón de la tierra, ese día se encontrarían, atraída por el intenso magnetismo, Bartola cruza la calle y se dirige hacia él.

—Ven conmigo. —Invita Antonio tomándola de la mano,  sosteniéndola para que suba al caballo.

Se dirigen al río, al arribar Antonio la toma por la cintura para ayudarla a descender, delicadamente gira con ella en brazos, Bartola con las mejillas encendidas no puede evitar mirarlo intensamente, siente estar en un cálido refugio mientras él la deposita en el suelo. El joven aprovecha el momento para rozar levemente sus labios con los suyos mientras observa su reacción, teme desencadenar su repulsión por la terrible experiencia vivida en su violación, lo cual su amigo, el cura Domingo Vicente le había comentado en Siquisique. Al notar el fuego abrasador que surge dentro de ella a punto de estallar, decide avanzar en la caricia, pero la magia del instante es roto por un ave de vibrantes colores entre amarillo intenso y negro, habitual de la zona que aterriza en lo alto de un cují cercano, desencadenando un hermoso cantico que interrumpe a la pareja.

—Que ruido es ese? —Pregunta nerviosa la joven.   

— No te asustes, es solo un turpial! —Explica el enamorado.

Antonio la suelta dirigiéndose a bajar una manta de la grupa del animal el cual amarra a un tronco, busca un sombreado lugar para desplegarla, después de acomodarse ambos, Antonio no pudiendo detener más su ansiedad, la toma entre sus brazos para besarla suavemente, apasionadamente, mientras su corazón latía con una fuerza desbordante.

—No tengas miedo, tendré cuidado. —Dice el joven militar retirándole un mechón de cabello del encendido rostro de ella, mientras le desabrocha lentamente la blusa.

—Será como tú digas, si quieres que me detenga, dímelo—Le aclara Antonio sintiendo como ella temblaba bajo sus manos ante la cadeneta de besos que sembraba en su cuerpo.

 Bartola, por primera vez después de la violación se dejaría arrastrar por un sentimiento incontenible, el pasado se desdibujaría definitivamente, la pasión la envolvería y su ser comenzaría a vibrar como las cuerdas de un afinado instrumento musical al unísono que él transitaba por regiones desconocidas explorando cada rincón y mágicamente borrando el trauma sufrido al cubrirla de amor.

La ribera del río Tocuyo sería el escenario de sus desnudas siluetas, una tradición de las mujeres de su linaje, un nido de paz para revivir momentos mágicos.

—Me enamore de ti desde el día que te escuche en la plaza de Carora dando instrucciones a tus ayudantes, parecías un general comandando a su tropa, nunca había visto una mujer tan recia como tú. —Le señala Antonio ensoñadoramente.

—Pero luego te perdí de vista pues me ordenaron conducir a unos presos a la cárcel, al regresar a la plaza estabas saliendo del cabildo con el delantal manchado de sangre que usabas sobre tu vestido, al verte una mujer caminó apresuradamente hacia ti y te preguntó algo. Entonces volteaste hacia ella con una sonrisa que ilumino todo tu rostro, tomándola de las manos, le respondiste cálidamente y ella corrió hacia adentro aliviada. —Rememora Antonio.

— Esa sonrisa terminó de enamorarme y lo único que deseaba era que voltearas hasta que lo hiciste y ambos nos miramos. ¿Te acuerdas? —Concluye el joven inclinado sobre ella mientras la contempla.

—Esa mujer era la esposa de Federico, le habían dicho que él había sido mal herido y la tranquilice. No me imagine que recordaras ese momento. —Responde ella mientras le acaricia el rostro, después de una breve pausa finaliza diciéndole.

—Nunca olvidare cuando te vi entrar a la plaza portando triunfante la bandera amarilla del liberalismo, tu actitud me hechizo.

Después del momento de pasión regresan al pueblo y Antonio no queriendo perderla por la impaciencia demostrada en el río decide sorpresivamente acudir a la casa de Juana Paula a formalizar el noviazgo.

—Señora Juana Paula la solicitan en la puerta y a la niña Bartola también! —Dice la trabajadora que estaba barriendo el zaguán.

—¿De quién se trata?. —Pregunta la matrona.

—Un joven militar y trae unas flores para ustedes! — Informa la limpiadora sosteniendo la escoba de millo entre sus manos.

Juana Paula algo sorprendida por la anunciada visita, cuyas flores dejaban entrever algo romántico, voltea hacia donde esta parada Bartola y observa sus arreboladas mejillas, entonces se da cuenta de la situación y finalmente entiende el extraño comportamiento de la joven, su refulgente mirada, el reencuentro con la alegría perdida, el repentino regreso de su risa cantarina que nuevamente  llenaba la casa.

Por otro lado aquella inesperada visita sorprendería a Bartola quien pensaba que él no la valoraría como para comprometerse. Había renunciado a que un caballero pidiera su mano por considerarse sucia. Así cae la última barrera de esta mujer para amar intensamente.

Ese día Antonio notificaría su deseo de visitarla formalmente, lo cual sería aprobado por Juana Paula y Francisco Brizuela quienes fungían como sus representantes. Pero las visitas en el sillón no le bastaban para calmar su pasión y los novios seguirían escapándose después de misa para su nido de amor a orillas del río.

El compromiso transcurría según lo pautado, pero un día descubre que estaba embarazada violando la prohibición de las férreas normas católicas y sociales de no tener sexo previo al matrimonio.

—Juana, Juana, estas en casa? —Indaga Bartola recorriendo la casa de la india que la había criado.

Después de revisar la vivienda finalmente la encuentra en el patio trasero, corre hacia ella y abrazándola fuertemente, le dice:

—Soy muy feliz Nana, encontré el amor! —Le dice la joven  separándose ligeramente de ella.

Ambas se miran a los ojos circulando un novedoso torrente de ternura entre ellas, entonces Juana Bautista palpa su vientre sintiendo lo que sucede en su hija.

—Si madre, estoy embarazada!. — Expresa con un leve temblor en su voz que denotaba una intensa emoción.

—Hija, me alegra verte tan alegre pero me preocupa cómo va a responder Antonio. — Comenta la morena mujer, notando el hecho de que le dijera madre por primera vez.

En estos tiempos existía una figura jurídica conocido como el “proceso de esponsales” en el cual si el novio gozaba sexualmente de la novia y luego se negaba a casarse, se podía llevar a juicio para exigir el cumplimiento de la palabra mediante un fallo judicial. Si se establecía la participación involuntaria de la mujer en el acto sexual, bastaba su palabra, declarándola incuestionablemente honesta, restaurándosele la virginidad, esto a veces era suficiente para la familia de la novia que no exigía la realización del matrimonio, la “moral” tenía sus recovecos y ambigüedades propias de esta época.

—Antonio está feliz con la noticia que va a ser padre, hoy vamos a hablar con Juan Nepomuceno para fijar la fecha de la boda lo más rápido posible.

El compromiso matrimonial se realizaría en un acto solemne en la puerta de la Iglesia, consistente en el cruce de aros y declaración pública de su deseo de casarse, manifestado ante el Cura Parroquial y los miembros de la familia presentes, ese día se escogía la fecha, hora, testigos de la boda e igualmente se iniciaban las proclamas, que eran tres, realizados en días festivos inter-misa previos al acto, según ordenaba el Santo Concilio de Trento, con el fin de establecer la ausencia de impedimentos. El acto debía celebrarse en el poblado de origen de uno de los novios, con la presencia obligatoria de al menos de uno de los padres de los contrayentes para dar su consentimiento.

Una hermosa mañana de un 10 de junio de 1872 entra al templo la joven Bartola Castro, tiene 22 años, viene del brazo de Francisco Brizuela, su oculto padre pero que todos conocían, en el altar está su prometido Antonio de Jesús Perozo esperándola de pie junto a su madre María Gregoria Perozo. Según la usanza de la época, ella iría con vestido de larga cola, inspirado en los del siglo XVIII, en sus manos el buqué, la cabeza cubierta por un largo velo sostenido con una corona de flores, delante caminaba la madrina Francisca Olivero llevando un ramo de flores. Al terminar la ceremonia el velo se retiraba hacia atrás, acción realizada por la madrina. En el día de su boda, las jóvenes con posibilidades económicas lucían dos versiones del mismo vestido: uno más recatado con manga larga y cola para la ceremonia y otro con un corsé escotado y sin cola para la noche. Por otro lado Antonio iría con su uniforme militar.

El cura en propiedad Juan Nepomuceno Rivero procede al interrogatorio sobre la doctrina cristiana, la voluntad de casarse, tomándolos de las manos se las coloca juntas, realizando el intercambio de petición matrimonial y su aceptación, lo atestiguan ambas madres y los padrinos pertenecientes a la feligresía, se bendicen los anillos, se entrega simbólicamente la dote por parte de los familiares de la novia. Durante la misa se confesaron y comulgaron frente a la congregación. 

El acto religioso se llevaría a cabo según el Ritual Romano, in facie ecclecsia, que significada que debía ser realizado en el recinto de la Iglesia y no un matrimonio a escondidas o clandestino al estilo de Romeo y Julieta. Los que lo hacían eran considerados concubinos, condenados ante la sociedad. El sacerdote que se prestara para ello se exponía a graves sanciones, pudiendo ser excomulgado, igualmente los novios y solo podían ser absuelto del pecado cometido por el Arzobispo o el Obispo. 

Al salir de la Iglesia una parada militar con sus uniformes de gala le haría los honores a su Comandante con una salva de 21 disparos mientras la multitud les lanzaba semillas como símbolo de fertilidad.

—Apunten, disparen. —Ordena el que fungía de comandante, Juan Bautista Salazar.

Bajo esta algarabía de la andanada de ruidosos disparos y exclamaciones de vítores, la pareja sube a un carruaje adornado con flores el cual estaba parado frente a la puerta del templo. Una mujer de facciones indígenas observa emocionada desde un rincón con lágrimas en los ojos recordando otros tiempos, era Juana Bautista.

De allí saldrían escoltados por la tropa a caballo hacia el lugar de la fiesta de esponsales que sería una sorpresa para ella.

—Tía Juana, ¿Por qué no vamos a tu casa?. ¿A dónde vamos? —Interroga Bartola.

—Hija, tus tíos y yo te tenemos un regalo de bodas! —Le responde con una dulce voz aquella afable mujer.

La comitiva se dirige a Parapara, un caserío cercano a Río Tocuyo, se detienen en una casa, allí están el grupo de familiares parados frente a un gran portón de madera, al detenerse la carreta con los novios inician la quema de pólvora que cubre el cielo de aquel fresco día de junio, al entrar los sorprenden con música, bebidas y comida, un alegre festejo para celebrar el acontecimiento.

Entre la algarabía de los presentes ella distingue a un conocido a quien había sanado en la misma ocasión en la cual conocería a su marido, apenas dos años antes.

—No pude asistir al acto en la Iglesia pero aquí estoy para felicitar a mi salvadora y mi amigo Antonio! —Dice el hombre mientras le toma una mano y la besa con gesto caballeroso.

—Mi tía, tu madrina de matrimonio, es muy amiga de la madre de Antonio, se conocen de hace tiempo, ella me representó en el acto religioso. —Explica el invitado.

—Ahora tu familia es parte de la mía. —Le expresa la novia a Federico Carmona.

—Siempre lo has sido Bartola, te debo la vida. —Afirma el militar cuya larga barba usaba igual a la de Guzmán Blanco  

El futuro se mostraba espléndido, había contribuido al triunfo de los liberales, logrado borrar su origen manchado, dejar atrás el traumático suceso de la violación, recuperado su fe y superado su falta de formación académica, era un médico práctico de gran destreza, letrada, culta, como mujer había encontrado el amor y formado una familia como lo establecían los cánones vigentes del siglo XIX.

Comenzaba una nueva etapa en su vida por lo que decide abandonar la política con sus conspiraciones para concentrarse en su marido y su pasatiempo favorito: pintar. Estaba por descubrir que la vida no era una fórmula matemática.