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sábado, 11 de septiembre de 2021

Las Clarisas Capitulo II Dominius

 

Al entrar por primera vez a Villafranca, tres elementos resaltaban copando los sentidos, el primero era un intenso aroma a dulces impregnando el ambiente de forma envolvente. El segundo, el peculiar parloteo de sus agitados vecinos dispersos por las calles, marcado por una cantarina forma de hablar arrastrando las palabras, gesticulando exageradamente. Las damas agolpadas en los zaguanes comentando disimuladamente los escándalos del momento, abanicándose y cubriendo sus bocas para que no se notara el cuchicheo.


 

                                        Santa Ángelus Dominius. Fotografía JAO

En tercer lugar, rompiendo el horizonte, descollaba la bella cúspide del campanario de la capilla de su Convento, alzándose como un desahuciado, parecía estar implorándole piedad al cambiante cielo, a veces azul, a veces gris, a veces con un intenso resplandor incandescente, otras anubarrado, susurrando un seductor llamado evocando el misterio femenino.

Este pueblo de apenas cuatro calles, frío y neblinoso, enclavado entre montañas, casi rozando el cielo, trasmitiéndole la sensación de estar acariciado por la mano de Dios, un lugar apacible solo en apariencias pero en realidad sería como la caldera del diablo, la sucesión de eventos censurados ocurridos allí era insólito debido a la pequeñez de su entorno, sin embargo no dejaba de vibrar con intensas pasiones, entrando en ebullición frecuentemente, se podía decir que casi a diario, girando alrededor de Santa Ángelus Dominius.

Entre Villafranca y dicha congregación existía un enlace que trasegaba la información en ambos sentido, era la cocina del Convento, allí sus cocineras y sus amantes se nutrían entre sí de chismes, revelado en confesión entre amantes, así a la abadía llegaban los ocultos secretos de las mejores familias y eran recogidos los de sus religiosas, una especie de cordón umbilical, un reino prohibido y vergonzoso. Así que los pecados de un lado se conocían en el otro y viceversa, equilibrando el poder de la información entre los dos, de esta manera al conocer sus mutuas debilidades obligatoriamente debían formar una sociedad de cómplices y alcahuetas. 

Esta orden religiosa, apegada a su impúdica tradición por la cual se haría famosa, se había originado en los escandalosos sucesos acaecidos un domingo de Ramos, ocho siglos atrás, cuando la damisela que llegaría a ser Santa Clara, en un acto de rebeldía, se fugó por la noche de casa de sus padres, para llevar una vida igual a los franciscanos. Esta conducta era mal vista en esa época debido a tres razones, las mujeres no podían hacer lo mismo que los hombres, desacatar a sus padres era una grave falta e irse del hogar estando soltera era considerado libertinaje.

Con estas premisas surgen las Clarisas, sometidas a las estrictas reglas de San Francisco que, entre otras cosas, prohibía salir al exterior y no dejarse ver de personas ajenas, solo por los franciscanos.

Fieles a su tradición liberal, estos monjes eran especialmente seleccionados según sus atributos, siendo los únicos autorizados a entrar al claustro, por lo que disfrutaban de la exclusividad de convivir con las Hermanas. Parte de la limosna de la que subsistían, se las entregaban ellos pues no podían poseer propiedades ni recibir donaciones.

Dentro de estas instalaciones, los frailes realizaban diferentes tareas, incluidas aquellas con atención personalizada para las irreverentes Clarisas. Si las Hermanas pecaban, obligatoriamente ellos estaban en la escena del crimen, no existía otra posibilidad. De esto surgirían consecuencias inevitables y ocultar los resultados de la íntima convivencia acarrearía males aún mayores, una espiral ascendente de pecados que caracterizarían a la congregación de Villafranca.

Para completar estos antecedentes de liberación del yugo paterno, su verdadera motivación de existencia, acontecía que a nivel local, Santa Ángelus Dominius había sido fundada por uno de los primeros sacerdotes de Villafranca, perteneciente a la clase dominante del lugar, conocido como “El Santo” Don Juan de Jiménez, famoso célibe y destacado Casanova por mantener relaciones con diferentes mujeres, buscando  serenar su libertina conducta concibió la idea de regentar un convento de monjas, lugar “ideal” para consolar a tantas doncellas solitarias. Fue su síndico o administrador de por vida, facilitándole aumentar su patrimonio personal a través del desvió de las donaciones dadas, un precedente que sería imitado años después por una de las Hermanas Velo Negro.

Este Don Juan disponía a su voluntad de todas las integrantes del Convento pues prácticamente residía en ese lugar, llegando a tener un rebaño de aproximadamente sesenta Hermanas.

Durante siglos estos lugares desempeñaron un papel muy importante en la sociedad, por ellos pasaron muchas damas de alcurnia como también de otras esferas sociales más bajas. Para los  pobladores frecuentemente ausentes debido a las innumerables guerras acaecidas en aquellos tiempo, dichas instituciones les servían como un sitio seguro donde dejar a sus hijas solteras. Las viudas también encontraban refugio allí, garantizándoles resguardo a su inquebrantable moral obteniendo un libidinoso beneficio adicional para aliviar su triste soledad.

El Convento Santa Ángelus estaba rodeado cual fortín por una larga pared de rusticas piedras grises que lo separaba de la plaza del pueblo o mejor dicho marcaba un límite entre ambos, cielo e infierno. Rompiendo esta monotonía resaltaba un enorme portón de madera que al abrirse producía un chirrido como un doloroso lamento, siendo  sorprendido por un hermoso jardín que irradiaba una paz casi celestial, sus árboles y plantas eran una sinfonía de colores muy armónico notándose su esmerado cuidado en cuyo centro palpitaba una pileta de donde surgía en un vaivén desordenado, múltiples rayos de agua como queriendo alcanzar el infinito.

Este Edén limitaba por largos pasillos salpicados de innumerables arcos de columnas dobles que le daban un aire acogedor, pero en realidad aquel lugar se asemejaba más al infierno con sus tormentosos pecados que ocurrían en ese idílico lugar, sin freno ni pudor.

          
                                          

                                                             Jardín del Edén. Fotografía de Internet

Desde el poblado se podía ver su llamativo techo de rojas tejas expuestas al sol, al entrar a su interior se contemplaba las tablillas que lo cubría por debajo, sostenidas por grandes vigas de rustica madera oscura que descansaban sobre blancas paredes de tapias y mampostería sumamente gruesas, a intervalos estaban reforzadas con columnas de madera insertadas en bases de piedra labrada, técnicas que les proporcionó perdurabilidad en el tiempo.

Fueron construidas por canteros que abundaban en los alrededores, virtuosos en trabajar la piedra, maestros que igualmente levantaron las casas solariegas e iglesia del pueblo de Villafranca. Al ser también herreros y fundidores, fabricaron sus campanas, una de las cuales, la de Santa Ángelus, protagonista de la página más oscura de su historia.

Poseían una capilla para su uso particular, constaba de una nave alargada con tres puertas, la entrada frente al jardín, al fondo a ambos lados del altar existían dos puertas, una que daba a la sacristía que servía de depósito y por donde ingresaba el sacerdote oficiante y la tercera que daba al cementerio. Delante estaba el presbiterio, el espacio que antecede al altar, algo elevado al cual se sube por unas escalinatas, allí se coloca el coro y está separado del resto de la nave por una baranda, conocido como comulgatorio, lugar donde ocurriría el inicio de esta pecaminosa historia.  

Pero antes de adentrarnos en ella es necesario revelar ciertos detalles como el caso de la férrea sociedad estamentaria existente que no se percibía a simple vista pues lo disimulaba una delgada capa de supuesta piedad, pero en lo subterráneo de estas benevolentes religiosas la situación era perversamente retorcida, nada que ver con lo aparentado. Lo primero que destacaba llamativamente eran los dos colores de los velos que portaban, el negro y el blanco, diferencias que iba más allá del contraste de su tinte, existiendo otras desigualdades menos evidente.



                                                     Los Velos del Edén. Fotografía de Internet


En las normas se especificaban minuciosamente las tareas que debían hacer en los correspondientes horarios, comenzando en las mañanas convocadas por las campanas que tocaba la Hermana Ángela todos los días, anunciando los diferentes rezos que se efectuaban en la capilla privada o de las oraciones que se cumplían con un tiempo de meditación silenciosa, exentas únicamente las monjas de Velo Blanco pues debían preparar el desayuno para la congregación. Luego a las 8,30 am se celebraba la eucaristía asistiendo la totalidad de las monjas.

Una vez culminado los deberes matutinos con Dios, se pasaba al desayuno consistente en una taza de té y un pan, esto era para las de Velo Blanco y el personal de legas y sirvientas.  Las Velo Negro tenían el privilegio de alimentos especiales acorde a su dote, exquisiteces que estimulaba uno de los tantos pecados del santo lugar, el robo por parte de las excluidas de estos mundanos deleites, acarreando severos castigos de ayuno si eran sorprendidas en tal irrespeto.


                                                       Las horas del recato. Tomada de internet.

Se continuaba a las 9 am con los respectivos deberes, las de Velo Blanco a los trabajos de limpieza, lavado, planchado y acondicionamiento de la ropa. Las encargadas de la cocina atizaban el fuego en el amplio fogón atestado de ollas en el cual se preparaba la comida que debía estar lista a las 12,45 pm cuando otra vez iban a rezar, luego se almorzaba en silencio y venía un descanso hasta las 4 pm, cuando tocaban el campanario para dirigirse a rezar el rosario ante el santísimo expuesto.

A toda esta rutina se sumaba los turnos de estudio, formación religiosa y de adoración que abarcan hasta las 7 pm, seguida de un  tiempo de oración personal para finalmente cenar a las 8,30 pm.

Además de las Velos Negros, llamadas Señoras y las de Velo Blanco o medio velo, estaban las legas que no eran monjas consagradas pues no tenían como pagar la dote, las novicias que eran las que se preparaban para tomar los hábitos y por ultimo las criadas.

Por cada siete de Velo Negro debía haber una de Velo Blanco para ocuparse de los oficios corporales, no estando obligadas a cumplir con las horas canónicas solo de un determinado número de Padrenuestros y Avemarías en su lugar de trabajo; debían levantarse a la misma hora que las demás, asistir a misa diariamente y eran eximidas del ayuno en algunas épocas del año en atención al trabajo corporal que realizaban, una asfixiante rutina.

En cambio las Señoras cumplían con otra tarea de nombre peculiar haciendo alusión a una santidad que en realidad no lo era.


 

                                                       

                                                                Puerta a la pasión. Tomada de internet.


Se podía decir que se les otorgaba una recompensa a tanto sacrificio en esa supuesta hora de los “Oficios Divinos”, como se denominaba a los rezos realizados en los claustros privados de estas poderosas Velo Negro, sin embargo sus puertas enmarcadas en fucsia flores delataba aquel no tan decoroso deber, una velada invitación a la pasión, la hora del pecado.

Para ser religiosa se exigía: vocación, ponderada vida y costumbres sanas, tener diecisiete años, fuerzas físicas para poder cumplir con las labores, no haber pertenecido a otra orden, no ser casada, legitimidad de nacimiento, limpieza de sangre demostrada por su árbol genealógica, pero sobretodo adaptarse a su moral de lo cual se encargaban las Hermanas que ejercían de maestras.

Las Velo Negro o coristas estaban en lo alto de esta organización, sus únicas ocupaciones además del rezo del Oficio Divino, era cantar en el coro, dedicar tiempo a la vida contemplativa, una existencia privilegiada, cual abeja reina de una colmena con el enjambre dedicado a su exclusivo servicio. Otra “extenuante” obligación era supervisar los oficios que realizaban las monjas de Velo Blanco, las legas y las sirvientas imponiendo castigos, esto representaba un control absoluto sobre aquel mundo.

Dentro de este selecto grupo se escogía a la máxima autoridad, las únicas con derecho a voto para elegir la abadesa, priora o prelada del Convento, cargo que generaba una feroz competencia entre ellas dando origen a un hecho que convulsionó este recinto, las restantes Velo Negro ocupaban los puestos honoríficos y los cargos más importantes del gobierno interno, resaltando las Discretas el más importante por ser el comité de consulta de la Abadesa en la toma de decisiones cruciales tales como la expulsión de alguna monja; luego seguían en importancia la Hermana encargada de la selección de las nuevas admisiones a la congregación, la Portera encomendada de las llaves lo que implicaba el control de salidas y entradas, siendo las clandestinas las que generaban su gran poder, la Tornera o comisionada de la vigilancia de la exclusa colocada en la puerta del Convento donde dejaban a los niños abandonados; la Vicaria del Coro, una especie de director de orquesta que regulaba el orden del canto, la Maestra cuya responsabilidad era enseñarle a las novicias el latín, labores de mano, además de la formación espiritual, en fin, el “arte” de ser monja durante el año de noviciado, la Sacristana encargada de la sacristía, la Librera responsable de la biblioteca, por ultimo las enfermeras, refectoleras o asignadas al comedor, cillera o jefa del almacén o granero y la Administradora de los ingresos, puesto clave. Una organización que designaba un papel a desempeñar a cada quien.

Las Velo Negro no sólo se distinguían por la larga lista de privilegios en el cual el menor era el derecho al uso del color en su cofia, más relevante eran los honores propios de su condición como ocupar un asiento reservado en el coro y el comedor además de poseer un ajuar particular elaborado con finas telas que se notaba a simple vista. Pero no solo era la calidad de sus hábitos, sus suculentos alimentos o sus “Oficios Divinos” sino el tipo de habitación que utilizaban, esto incluso dividía en dos niveles a las propias Velos Negros, unas en un distinguidísimo grupo de mayor status económico y otras no tan ricas.

Las familias más poderosas construyeron celdas particulares para sus parientas religiosas, una especie de pequeñas casitas aisladas que contaban con cocina, horno y chimenea, alcoba y oratorio en la planta alta; cuartos para criadas a su servicio en la planta baja, permitiéndoles llevar una vida cómoda gracias a sus generosas dotes y propinas pagadas a la iglesia. Nada de humildad solo vanidad.

Estos claustros estaban situados a orillas del jardín, poseían huerto propio, corral o gallinero y cuarto de aseo o letrinas.


 

                                                                           Claustro virginal. Fotografía de JAO

Esta privacidad permitía violar ciertas normas, principalmente la castidad. Los tejados rojos de estos Conventos fueron testigos de innumerables deslices, incursiones clandestinas, quedando el reguero de piedras o tejas rotas en los solariegos patios como testigos mudos de las pasiones prohibidas.

Debido a que las oportunidades de  conseguir con quien pecar eran escasas, lo común era hacerlo con su  confesor por ser el que estaba más a mano por estar autorizados a entrar a discreción, dándoles una nueva razón para volver al recinto. Esto traía como consecuencia los indeseados embarazo que las obligaba al asesinato de los recién nacidos, enterrados en las gruesas paredes de los conventos o tirados a los ríos, o abandonados en los bosques cercanos, salvándose si algún caminante casualmente los encontraba, la mayoría morían de frío o servían de alimento a los animales. En el mejor de los casos estos recién nacidos eran dados en adopción o abandonados en las exclusas, recogidos por la Tornera, dedicada a este oficio, actuando así como un orfelinato, algunos de estos eran entregados a familias adoptivas, otros se quedaban allí permitiendo a la verdadera madre, una Hermana, dedicarse secretamente a su crianza, hecho que originaría la primera protesta por la desigualdad de género realizadas por estas Clarisas.

Paralelamente a sus estrictas normas se desarrollaba un mundo subterráneo de sexualidad tanto en hombres como en mujeres, cuyas impúdicas historias, a pesar de los esfuerzos de disimulo, se filtraron hasta hoy día. Una de las que contribuyó a estas revelaciones fueron los sucesos acaecidos en la semana fatídica que marcarían de escarlata a Villafranca.  

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