La sanadora estaba consciente de su carisma, sentada a su lado mientras hablaba de sus dones, percibía que manaba una fuerza desconocida exacerbando mi curiosidad, hacía tiempo que no se presentaba un reto a mi mente, fascinada intentaba descifrar aquel enigma, nunca había estado en vivo y directo con los misterios sagrados del ocultismo, un océano inmenso de conocimientos gnósticos que llamamos magia o brujería, muy diferente al mundo donde me movía, la tercera dimensión, ciencia pura y dura. A pesar de nuestra cercanía, al mirarnos mutuamente no podíamos vernos pues una máscara ocultaba la esencia de cada una de nosotras.
La existencia de algo nos separaba abismalmente, infranqueable,
conectado a nuestros respectivos campos del conocimiento, a pesar de esto,
paradójicamente nos reconocíamos, las simbologías del sanador en nosotras era
evidente. Un inesperado sendero del destino se abría a mi vida.
|
Esta historia comenzó inesperadamente un día en que esta persona
apareció frente a mi casa donde paso las tardes disfrutando del paisaje de la
urbanización donde resido, en lo que llamo el descanso del guerrero por estar
jubilada, haber llegado a la tercera o cuarta edad, además minusválida de
cuerpo, con el alma devastada por la desaparición física de mi madre, paralizándome
para escribir desde hacía largo tiempo, conocido como bloqueo del escritor, un
quehacer que me satisfacía enormemente, alcanzando cierto reconocimiento al
lograr que un diario local de gran circulación y prestigio, publicará varios de
mis artículos, llenando mi espíritu con una nueva motivación, posterior al
vacío que sentía al retirarme como médico, arrastrando una añoranza enorme,
pues no solo era dejar de sentir esa sensación de dominio sobre la vida y la
muerte, que es adictivo, sino igualmente perder ese contacto entre colegas
unidos a través de algo especial, el compartir un idioma irreconocible, no
entendible para el vulgo, que permite hablar públicamente, decir hasta chistes
que nadie más comprende, de sentido de pertenencia a un clan especial con un
vínculo sagrado, una conexión única, de estar por encima de los cánones del
bien y del mal, ajenos al mundo del cual sentimos no pertenecer, por ser casi
una divinidad, cuyos actos nadie juzga ni discute: El paciente no decide, lo hago yo que soy el
médico, ¡Ah, que poder!.
Los temas censurados, el puritanismo, las fruslerías no tienen
cabida en nosotros, el privilegio de hablar a calzón quitado es una condición
sine quanon del ejercicio profesional. Hasta este momento pensaba que eran
prerrogativas exclusivas del médico.
En mi niñez había padecido de polio y con la bendición de contar
con mi madre, un gran soporte en mi existencia, no solo por el apoyo que me dio
físicamente supliendo mis carencias sino también por esa forma positiva de ser,
impulsándome a lograr metas imposibles de alcanzar, catalogadas de esta manera
por la sociedad. Mi madre Helena, cuyo nombre significa en griego ”la antorcha
que brilla”, me enseñó que en esta vida solo la muerte no tenía solución, había
fallecido apenas un año atrás, contaba con 98 años de edad, debido a un
deterioro físico profundo producto de la vejez que me absorbió por completo,
sentir la impotencia ante mi incapacidad profesional para evitar su
sufrimiento, me produjo un choque con la realidad, enfrentar que no podía hacer
nada para frenar el desenlace al que conducía ese camino, sin lograr esconderme
tras un mecanismo de negación, pues esa ruta la conocía muy bien, la había
visto antes en mi trabajo, solo quedaba brindarle compañía y amor. Aun a costa
de mi misma, decidí no darle soporte vital en la hora final, fue duro.
Releía mis escritos que me parecían de otra persona, totalmente
ajenos a mí, inentendibles e inalcanzables nuevamente. ¿Cómo había sido posible
que hubiera plasmado tantos sentimientos en esos artículos y ahora no pudiera?
Esto me producía una gran decepción debido a las expectativas que coloque en esta actividad de mi
vida actual, limitada no tanto por mis discapacidades motoras, las cuales había
logrado superar, ¡Vaya que sí!, sino que además, un nuevo elemento, inapelable,
producto del correr del tiempo, había hecho su aparición en mi horizonte, la
llamada vejez y el aislamiento social que conlleva, no solo por la falta o poca
movilidad en círculos de trabajo como también en los sociales, la conocida
soledad generacional del anciano.
La soledad generacional del anciano. Fotografía de JAO
Poco a
poco el viejo se convierte en un producto desechable, en una carga, pasado de
moda, cuyas opiniones no valen, no sirven, que lo mejor es darle una pastillita
tranquilizante para que duerma, nadie se da cuenta si lo hace por 24 horas,
mejor, así no molesta. Por supuesto la
sociedad busca excusas, los familiares del anciano se dicen así mismo que es
necesario sedarlo para poder trabajar y llevar la comida a la casa, a veces
este autoengaño llega hasta el nivel de afirmar que es para su bien, lo mejor
para él, tenerlo así, apagado. Estando
en estas negras elucubraciones, luchando para evitar desdibujarme, dejar de ser
alguien y caer en esta categoría de algo prescindible, fastidioso, combatiendo
a mis monstruos, emprendo otros caminos para sustituir mi afán de comunicarme emocionalmente
a través de mis apuntes terminando todos en algo efímero; el hado parecía
señalarme que debía retomar mi senda original, que esa era la vía, cuando un
día, no se precisar en qué momento, veo aparecer a alguien nuevo en mi pequeño
y muy limitado mundo. Una rica experiencia me esperaba, conduciéndome a sentarme
ante el teclado y escribir nuevamente. El
dique se rompería finalmente.
Una
rica experiencia. Dibujo de SAM.
No hay comentarios:
Publicar un comentario