Al descansar del viaje, siempre apartaba unas horas para jugar con
ellas, les enseñaba a cuidar su figura compartiendo secretos de belleza como
pararse derechas durante horas pegadas a una pared con los brazos abiertos en
cruz, también las infaltables clase de cómo bailar la polka que según mi mama
Helena era brincando un paso para atrás y otro para adelante al son de la
música reproducida en el fonógrafo formando un círculo, agarradas de las manos
mientras reían sin saber de qué, luego antes de dormir rezaba junto a ellas.
En los atardeceres se reunían en el patio frontal bajo el cielo estrellado iluminado por el faro lunar en noches de plenilunio y el barullo del canto de invisibles chicharras, los más pequeños practicaban algunos juegos de la época como el escondite y las adivinanzas, mientras los adultos relataban cuentos de la fábula local como los de los duendes custodios de las nacientes de las aguas, el silbón o de fantasmas de mujeres que aparecían en los caminos de los viajeros en las noches solitarias. Pero el centro de la conversación de esta mujer eran sus andanzas por la vida, mitos e historias de viejos sucesos y acontecimientos, desconociéndose que revelaba una ínfima parte, solo lo conveniente a sus fines. Las niñas se aglomeraban impacientes en el corredor de la hacienda alrededor de una lámpara rudimentaria de Kerosén junto a su abuela, quien siempre les relataba las aventuras de sus antepasados españoles, de los sucesos vividos por ellos.
Sentadas con las
piernas entrecruzadas en el suelo alrededor de su abuela a la que cariñosamente
le dicen Mamatola, quien se acomoda en una silla de cuero tan negra como la
noche, únicamente desgarrada por las danzantes lengüetas de luz que las iluminas, las hijas
de Pancho le piden que describa nuevamente su llegada de España y sus
peripecias por la ruta hasta arribar a Río Tocuyo. Mientras habla sus nietas la
miran embelesadas atraídas por su intenso magnetismo, el vaivén del amuleto en su cuello provoca en ellas un trance
donde solo escuchan su voz narrando su entrada al país, en un barco cuando
tenía 10 años de edad junto a sus padres, en plena Guerra Federal, de los
amarillos contra los rojos y azules. Gracias a esto no solo nos enteramos de
las intrigas de la política tricolor del siglo XIX sino que también a través del
persistente relato de Bartola conocimos las historias de dolor y dificultad que
vivieron estos inmigrantes españoles llegados de tan lejos, del por qué y cómo
abandonaron sus posesiones arribando a estas tierras tan lejanas.
Una vez recopilados
los datos, esta era su historia: el siglo XIX fue la época del gran auge de las
exploraciones marítimas y terrestres permitiendo que dos fenómenos ocurridos
simultáneamente en dos mundos separados por el océano Atlántico se conjugaran.
Por un lado una Venezuela con un déficit de mano de obra en un rico territorio
prácticamente despoblado y por otro las Islas Canarias con una gran recesión
económica, primero por la quiebra del vino consecuencia de las sucesivas
guerras tanto napoleónicas como de independencia de las colonias y luego la
crisis de la caída de los precios de la cochinilla, un insecto de
donde se extraía el carmín un tinte natural que se utilizaba para la industria
textil y cosmética del siglo XIX, que fuera desplazado por la llegada de los
sintéticos, llegando el hambre a estas tierras.
Bartola contaba como
sus padres debido a
estas crisis quedan desempleados y conociéndose las noticias de que en
Venezuela el cultivo del café estaba experimentando una gran bonanza y las
tierras eran prácticamente regaladas, iniciando una corriente migratoria de
familias Canarias facilitados por el gobierno venezolano,
teniendo muy buena acogida por su fama de hombres laboriosos, así vemos que en
los diferentes mandatos de Páez se convocaba a los canarios en exclusiva a
ocupar los fértiles campos como sustitutos de los esclavos, llegando en un
momento crucial. Este recurso humano donde vendrían sus padres con ella fueron
orientados por familiares y vecinos que con anterioridad habían emigrado manteniendo comunicación por correo a
través de la vía marítima mediante las cadenas migratorias
permitiéndoles un conocimiento del país.
El
hecho de su llegada de España cuando contaba diez años de edad era esencial
para ella, repetido incesantemente, como un ritual
para que lo guardaran en la memoria, este relato debía
ser parte significativa del conocimiento de sus nietos, fundamental en sus
vidas. Ella era una custodia del recuerdo de este origen en sus descendientes,
tenía motivos muy importantes, razones de supervivencia, que solo comprenderíamos
120 años después de acontecidos los hechos que la impulsaron a mantener esta
tradición y que fuera la de las causas de su posterior alejamiento familiar.
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