Desde su fundación Villafranca había logrado un gran
auge económico y comercial debido al gran volumen de exportación de cueros, café,
frutas, hortalizas y tabaco, gracias a la estratégica ciudad portaría Catollica
con la cual colindaba, facilitándole despachos con destino a la capital y al
extranjero, intenso movimiento que le daría fama de poseer riquezas, motivando
una indeseable visita.
Durante toda la víspera las campanas no habían dejado de sonar, la Hermana Angélica estaba extenuada de subir repetidamente los gastados peldaños que conducían al campanario, con ojos desorbitados gritaba desde lo alto algo que no se lograba escuchar en medio del barullo, su rostro tiznado denotaba una gran angustia que delataba la gravedad de los acontecimientos.
No era para menos, primero había sido el asalto de
piratas a sus claustros y ahora el incendio de Santa Ángelus.
Apenas estaba clareando el amanecer cuando la inesperada presencia del célebre pirata francés Michel de Baudin desataría una serie de sucesos catastróficos que dejaría pálido todo lo acontecido en esa tumultuosa semana en Villafranca. Este corsario arribaría al puerto de Catollica acompañado por 700 mercenarios en seis imponentes navíos, ondeando sus negras banderas con dos espadas cruzadas sosteniendo una calavera, símbolos del terror, su impasible semblante con grandes bigotes, gruesas cejas y rapiña mirada calculadora no dejaba duda, saquearon todo lo que se atravesó a su paso, para luego adentrarse en tierra firme por el camino real, violando, torturando y matando a sus pobladores para obligarlos que confesaran donde enterraban sus tesoros, dejando tras sí una ola de desolación. Su objetivo era llegar a Villafranca y apoderarse de la gran cantidad del oro que allí se guardaba.
Durante aquella mañana, las Clarisas experimentarían por primera vez el pánico ante el inédito estrépito de esa invasión, verían horrorizadas como aquellos paganos hombres despedazaban el inmenso portón del Convento a hachazos, entrando impúdicamente a su recinto mientras escuchaban la altisonante vocería profiriendo irreligiosas palabras al recorrer sus venerables pasillos, dejando tras sí un rastro de lodo y sangre que chorreaba de sus negras botas que retumbaban en el ambiente con un sonido hueco de fatalidad y espanto.
Ante la convocatoria de su campanera, anunciando
el ataque, las monjas los esperaron de rodillas en el Presbiterio, a los pies
del majestuoso altar, orando fervorosamente como nunca antes lo habían hecho, resignadas
a morir. Sorpresivamente aquellos impíos hombres, dispuestos a todo, incluso de
robarse sus virtudes, al verlas impregnadas de aquel misticismo, rodeadas de
santos, cantando el Ave María y cubiertas por el olor a incienso, se quedaron
paralizados, atónitos ante la majestuosa escena, desvaneciéndose su furor instantáneamente
como el humo de una vela, milagrosamente dan media vuelta, marchándose sin
tocarlas, dejándolas en la postura que las hallaron, como huyendo de tanta
santidad sin que aparentemente nadie los persiguiese, o por lo menos algo visible.
Salen de allí para revisar el resto del lugar, en busca de sus tesoros, entran desenfrenadamente
a los claustros que eran su objetivo, revolviendo los baúles encuentran un oculto
libro, El Marqués de Sade, después de darle varias vueltas y preguntarse de que
se trataría, lo lanzarían a un lado despectivamente para continuar cargando con
los demás objetos de incalculable valor, eran las preciadas pertenencias de las
poderosas y acaudaladas Velos Negros, joyas, monedas de oro, finísimas telas, exóticos
perfumes de rosas en labrados frascos de costoso cristal, un pequeño baúl
conteniendo el muy preciado aceite de oliva, cuyo fin dentro de estos virginales
claustros no se explicaban.
—
A mi madre cuando murió, el cura le colocó en la frente este aceite para
la extremaunción, que son los santos óleos. — Informa uno de los hombres mientras le da
vueltas con sus callosos dedos al lustroso frasco que contenía el ambarino líquido.
Otro de los piratas toma la botella en sus
toscas manos observándolo y les comenta irónicamente:
—
¿Santos Óleos?. Un burdel al cual acudí lo usaban para dar mayor placer
en el acto carnal.
Los hombres se miran entre si al darse cuenta del
verdadero uso dado a aquellos enseres para nada monásticos, sin embargo otro estuche
conteniendo una pasta elaborada con heces de cocodrilo que se aplicaban las
damas para evitar las consecuencias de un pecado, les pareció más asombroso en aquel
lugar, cosas de fin de mundo aún para aquellos piratas corridos en numerosos
campos de perdición.
—
El aceite de oliva antes de entrar y este potingue después de salir. Y
así no habrá mocoso por el cual responder. — Exclama uno de ellos dándoselas de gran
conocedor mientras los demás ríen a mandíbula batiente dejando ver su desdentada
boca.
Continúan revisando baúl por baúl, surgiendo por
doquier látigos, correas, mordazas, extrañas pinzas, botellas de vinos, higos secos
conservados en dorados frascos, anís, almendras, bolsas de cuero conteniendo hojas
de menta y hasta polvo de Cantáridas, un insecto que se usaba para lograr una tiesura
del miembro de aquellos caballeros que no lo alcanzaban naturalmente o se
requería más envergadura, sin lugar a dudas afrodisíacos que dejaron perplejos
a estos hombres, al ver aquellas habitaciones tan bien surtido.
—
¡Quemen este Convento¡. Esto es un burdel de los
peores que hemos conocidos.
— Ordena el jefe de los corsarios.
La mayor pérdida fue aquel estupendo escritorio lleno de secretos contenidos en sus gavetas, hasta ese instante infranqueables, sin embargo cayeron derrotadas ante los hachazos de los piratas que no dejaron sitio que no esculcaran creyendo que contenía un tesoro, lo cual era cierto pero no eran piedras preciosas sino pecados cuyo conocimiento representaba un poder. En cada golpe, cientos de hojas de pergamino volaban por los aires cual palomas de la paz inundando el recinto, atiborradas con cadenetas de una apretada caligrafía estampada con tinta negra, leídas por aquellos toscos hombres con manifiesto desprecio que les despertaba aquella pérdida de tiempo de tantas sandeces plasmadas en esas superficies de blanca pureza, según su práctico modo de ver, no tenían ningún valor.
Ambición de poder.
Fotografía de Internet
Quedando frustrados, apilaron los restos de
aquel mueble para prenderle fuego, junto a todo su infernal contenido que ese
día desaparecería, liberando de su pesado y amenazante yugo a las piadosas
monjas, cuyas llamas se esparcirían a todo el lugar vorazmente, redimiéndolo de
tantos ocultos vicios.
Los sueños delirantes de Isabel por ser algún
día la primera Papisa se consumirían en ese ígneo instante. Nunca se conocería si
existió o no este tercer Resolute y por supuesto su oculto poder.
Feroces llamaradas devoran a Santa Ángelus Dominius
mientras una vorágine de negros hábitos despavoridos corren buscando la salida,
la Hermana Cristina con ayuda de David, las guías en medio del humo y el caos
manteniendo la calma, intentan abrir la puerta de salida de la iglesia que
estaba cerrada, finalmente lo lograrían, consiguiendo escapar.
Repentinamente escuchan los sollozos de los niños que
están encerrados en el orfelinato, deteniéndose en su huida se devuelven a
rescatarlos, varias Hermanas se abalanzan sobre ellos y los alzan en sus brazos
apretándolos contra su pecho, sollozando dejarían escapar un secreto oculto…
—
¡Hijo, hijo, ya todo término,
aquí esta mamá, nunca más me apartare de ti!
Las rojizas lengüetas, ejecutando una macabra danza,
ascienden hambrientas por el campanario enroscándose como una serpiente buscando
su presa, consumiendo a su paso los andamiajes de madera y el friso de
bahareque, la torre es doblegada ante la salvaje furia del fuego, se va encorvando
lentamente hasta que finalmente se desploma cayendo rendida y exhausta al
suelo.
Ángela observa como aquel instrumento de trabajo
durante tantos años, la campana de Santa Ángelus se derretía ante sus ojos,
liberándola de las horas canónicas, un ambivalente sentimiento la embarga, por
un lado alivio de terminar con aquel pesado deber y por otro lado miedo de la
perdida de la rutina sobre la que había girado su vida.
Cuando termina
la tragedia después de lograr apagar el fuego evitando que se propagara hacia
el pueblo, Villafranca entera estaba pasmado, petrificados frente a aquellas
ruinas conventuales, observando lo que les parecía increíble, la pérdida del
símbolo más importante de su historia, sin entender por qué todo lo sucedido
esa semana había ocurrido de a tres sucesos encadenados, comenzando con la
tormenta, la fuga del preso y el pecado de Alicia, luego el circo, el bosque
embrujado y la procesión de las Clarisas por el pueblo, posterior la muerte del
Obispo, la del Provincial y ahora se completaba con la de Santa Ángelus.
Al regresar a
la normalidad, si acaso así se puede definir el estado post traumático en el
cual se encontraban, se reúnen para analizar las posibilidades de restaurarlo,
pero la historia tenía otro
designio, el país estaba bajo la dictadura de un General que adversaba al clero,
y quien emprendería su mayor empresa contra ellos, una de las cuales sería la
destrucción de estas congregaciones, víctima de las funestas decisiones de la
política de aquellos tiempos y de la decadencia de la religión a un ritmo tan vertiginoso
por la descarada e inocultable doble moral que imperaba en sus claustros, desembocando
en las leyes de confiscación y prohibición de funcionamiento contra estas
órdenes, tan severas que hasta los santos fueron condenados, debiendo ser
ocultados, como el caso del Santo Niño de Las Clarisas, una imagen que fuera trasladas
hasta el pueblo vecino para su resguardo, siendo luego obsequiado en
agradecimiento por hospedarlas cuando eran perseguidas para ser aniquiladas durante
el mandato del ateo militar dueño del poder.
Alguien roza suavemente la muñeca a Ángela, quien
se sobresalta saliendo de su ensimismamiento.
¿Se encuentra bien, Hermana?
Paradójicamente la
calma regresaría.
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