“Papá, papá, llego
Mamatola” gritaban en coro las niñas Castro Giménez, al ver entrar al patio de El
Toronal, el negro vehículo envuelto en una mágica nube de polvo rojizo y
conducido por un hombre de facciones indígenas, su pasajera una mujer sentada en
el asiento posterior saluda con la mano. Era un atardecer del primero de
septiembre del año de 1926, de un ventanal cuya madera estaba pintada del
tradicional color azul de la hacienda, se asoma una mujer embarazada algo
ansiosa, madre de las niñas y nuera de la recién llegada.
Un hombre sale a
recibirla y mientras le abre la puerta del auto le increpa: Madre, porque tardó
tanto? estábamos preocupados pues va a oscurecer y Ud no aparecía. Ella le
responde a su hijo, a quien nunca llamaba por su nombre, detalle del que solo
María Adelina se percataba, explicándole que se detuvo en el camino a ayudar a
unos necesitados cuya mujer estaba pariendo. Pancho a sabiendas del carácter de
su madre no indaga mas y cambia de tema preguntándole por el viaje, quería
saber que le parecía el carro que le había enviado para buscarla, un Ford T de
techo de lona, adaptables a los senderos de tierra por lo que transitaban con facilidad, encontrarlos era común del interior rural de un
país de mescolanza de caballos, mulas, carretas y estos versátiles vehículos
recorriendo los rústicos caminos de principios del siglo XX.
Bartola Castro
desciende y se agarra la falda dejando ver un zapato de cuero color beige, de su
esbelto cuello cuelga un amuleto con un extraño dibujo, a su alrededor las
niñas se aglomeran para abrazarla preguntándole a su abuela que les traía de
regalo y cuales cuentos les narraría en la noche. Ella se voltea y le dice a su
hijo, quien le sostiene la puerta del vehículo, que el chófer tiene algo para
él, inmediatamente este le entrega discretamente una pesada talega, Pancho ve
en su interior observando el brillo del oro y extrañado, el hecho de
traerlo hasta la hacienda no era lo convenido entre ellos, mira a su madre quien ya había
girado dándole la espalda para atender a las niñas que la rodean jubilosas.
Los últimos rayos amarillentos del sol se reflejan en los ojos azul cielo de la mujer arrancando destellos luminosos a su cálida mirada que irradian el intenso amor que siente por sus nietas, siendo una ventana abierta a su noble corazón, un mechón de cabello cae rebelde sobre la frente, retirándoselo al descuido con una fina mano de largos y delgados dedos mientras se inclina y besa a cada una de las pequeñas.
Los últimos rayos amarillentos del sol se reflejan en los ojos azul cielo de la mujer arrancando destellos luminosos a su cálida mirada que irradian el intenso amor que siente por sus nietas, siendo una ventana abierta a su noble corazón, un mechón de cabello cae rebelde sobre la frente, retirándoselo al descuido con una fina mano de largos y delgados dedos mientras se inclina y besa a cada una de las pequeñas.
La madre de las
bulliciosas chiquillas las reprende, les pide que la dejen entrar para que se
refresque y tome un vaso de agua filtrado en el tinajero. La recién
llegada ingresa a la casa recorriendo el lugar con la mirada, una dolorosa
expresión, que nadie percibe, recorre su rostro, conocía su destino.
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