Ocurre una trifulca violenta entre Damián y Cosme, quienes desembocan en el corredor donde estaba Bartola.
—Espiar a los demás es
pecado, eso no se hace! — Dice el mayor de los hermanos.
—Madre Damián estaba
tocándose allá abajo y gemía como un animal!
—Cállate Cosme, eres un parlanchín,
eso no se le dice a las mujeres! —Ordena el espigado muchacho saltando sobre su
hermano menor, cayendo ambos al suelo convertidos en un ovillo.
Bartola agobiada no sabe
cómo actuar ante aquel acontecer masculino y espera a que Antonio llegue de la
guarnición militar.
—Antonio debes hablar con
los muchachos, hoy pasó algo muy serio y no puedo atenderlos, Silveiro vino a
buscarme para ir a Carora.
—Por qué? —Pregunta el
preocupado hombre.
—Federico me citó
allá!
Bartola llega a Carora en
horas de la mañana y siguiendo las instrucciones acude a confesarse en la Iglesia
San Juan Bautista, se sienta en el banco situado al lado del oscuro
reclinatorio de madera a esperar que el cura llegue, entonces ve venir a
alguien con una negra sotana, al acercarse y entrar al pequeño cubículo se
sorprende al reconocerlo, es Federico.
Después de un breve saludo
procede a explicarle lo grave de las últimas acciones de Ángel Montañez en
Carora y Barquisimeto agravando un complicado
escenario para él, colocándolos en una difícil situación, marcando la necesidad
de iniciar el contrabando, entonces le da una
carta para el señor Mordehay Henríquez, indicándole
que deberá entregársela en su negocio en Coro, es quien la pondrá en contacto
con los contrabandista de armas, a partir de ahora no nos veremos más en
Parapara para evitar que descubran el plan. Bartola se asombra de la identidad
de su contacto y finalmente se da cuenta del papel jugado por la masonería.
Una carreta conducida por una mujer, seguida a corta
distancia por otras tres y varios indígenas a caballo, escoltándola
discretamente, recorre velozmente el sinuoso camino de la sierra de San Luís,
montañas cubiertas por un verde manto dándole una frescura que a veces llegaba
a ser muy frío, a su paso cruza varios arroyos por los puentes de doble arco de
ladrillo construidos desde la Colonia. Amanecía cuando repentinamente en una
vuelta del sendero, bordeando la cima desde lo alto, se deja ver el caudaloso
río con un buque a vapor navegando por su cauce, llevando una valiosa carga que
ella conocía muy bien, su destino era aciago, serían interceptados en alta mar por
los piratas para robar su preciosa carga.
Bartola Castro había partido de La Vela de Coro
rumbo a Siquisique con las armas adquiridas de contrabando entregadas a media
noche por sus contactos sefarditas, cargamento que estaba oculto en bodegas
clandestinas existentes en la aduana Antillana, en manos de estos holandeses
que desempeñaban ambos roles de comerciantes legales y piratas.
Después de repartir algunas monedas de oro entre
los estibadores a cambio de su silencio, saldría de allí rápidamente iluminada aun
por la luz de una esplendorosa luna llena, sumergida en los sonidos nocturnos
de sapos y grillos, viaja en una carreta techada con cuero de chivo sostenidos
en una armazón metálica para proteger su preciada carga de la lluvia, un farol
encendido cuelga de un lado, tintineando al ritmo del carruaje. A todo lo largo
de este camino existían innumerables
caseríos y posadas, que mantenían sus economías con los transeúntes, brindándoles
un techo para dormir en chinchorros, comida y donde asearse, facilitando estos
recorridos que conducía a la montaña de
Guacamúco para finalmente llegar a la parte norte de Siquisique, un fresco poblado salpicado por altas palmeras de maporas, cuyos
esbeltos y desnudos troncos se elevaban hacia el firmamento, un obelisco
rematado por un gran cogollo de largas hojas que se mecían suavemente con la
brisa, una verde danza que al entrar al poblado invitaban a contemplar su
intenso cielo azul, dejando embelesada a la viajera quien siempre se detenía a absorber
la savia de su seductora y reconfortante belleza.
Al descender de la montaña se encontraba una posada
que pertenecía a sus amigos, la familia Viloria, donde descansaba. Este lugar era ideal
para el acomodo de los comerciantes con sus arreos de burros, mulas y gente de
a caballo cargados con sus mercancías pues se trataba de una alargada casa de
bahareque con numerosas habitaciones y corredores enladrillados que también poseía
corrales muy grandes cercados con troncos de maporas, techados con tallos secos
de magueyes, que
además disponía de ayudantes
para darles el pasto a los animales y llevarlos al río a que tomaran agua,
comodidades que le otorgaban un gran movimiento comercial convirtiéndola en una
parada obligatoria de los transeúntes. Adentrándose al poblado se
podía encontrar otros paraderos populares, sitios donde dormir, abastecerse y comer
un plato de comida caliente más económico.
La viajera se hospedaba en la del Señor Viloria no
solo por sus comodidades sino también porque contaba con su discreción, clave
para su misión. Siempre le preparaban un baño en tina con agua calentada en
topias de piedra, una cama con sábanas blancas bordadas, perfumadas con hojas
de malagueta y flores de azahar, como a ella le gustaba. Había cabalgado por
casi seis días prácticamente sin asearse ni dormir, hacerlo era una necesidad
perentoria, estaba exhausta.
Después de arreglarse y cenar, sale a verificar el
cargamento y el acomodo de los hombres, guardaespaldas pertenecientes a su
tribu, fieles y silenciosos, en el corredor se tropieza con el dueño quien la
invita a tomarse un trago de cocuy, un regalo traído por la recién llegada de
su propia producción que el dueño acostumbraba brindarle a los huéspedes, mañas
de buen anfitrión que lo hacían popular. Luego de ingerir el fuerte licor de un
solo golpe, el hospedero inicia con una conversación casual, le informa que en
el pueblo habían instalado la primera imprenta y estaba circulando un periódico
local denominado “Eco de Urdaneta”. Al terminar la reseña, el hombre se
recuesta en la silla extrayendo de su bolsillo una carta que le entrega.
—Aquí le dejó su compadre, el General Juan Bautista Salazar.
—Le
dice mientras la observa curioso.
Sabía
que aquella mujer se traía algo importante entre manos pero no conocía los
detalles que retenía celosamente.
Bartola toma la
misiva, la guarda en un bolsillo de su falda y se levanta, dándole las buenas
noches, se despide.
—Gracias
Señor Viloria. —Juan de Dios, busque una carreta que vamos a salir al pueblo de
compras.
Los dueños de arreos se paseaban por el lugar
negociando, ya fuere vendiendo, comprando o realizando diligencias como
registro de nacimientos, trayendo algún
enfermo para ser recetado, asistir a las
actividades sociales como las fiestas patronales o religiosas, o visitas
a familiares. Pero la actividad principal era la realizada alrededor de las surtidas pulperías con los lugareños
que venían a comprar o vender sus productos como maíz en concha para
hacer la harina “tostá” y las arepas “pelás”, sal en granos, caraotas,
quinchoncho, café, papelón, huevos, templones, una especie de malvavisco
criollo. Mezclarse entre los numerosos remates que se llevaban a cabo, ofreciendo
mejores precios para ganar la puja, adquiriendo o intercambiando productos, visibilizaban
a esta mujer, famosa por su destreza en estas jornadas que le servían para camuflajear
su verdadera actividad conspirativa.
Bartola se toma un tiempo y se acomoda en un banco de
la plaza debajo de una alta mapora para leer la carta del General Salazar, después
de saludar le relataba los últimos acontecimientos ocurridos:
“Ángel Montañez ha fundado un periódico en Barquisimeto,
el cual le ofreció hipócritamente a Aquilino para su campaña política, pero
simultáneamente se sabe que se ha acercado a Eusebio Díaz con quien conspira, esto
no conviene en este momento en el cual el liberalismo está dividido en dos
corrientes, los legalista con Federico Carmona al frente y los continuistas apoyados
por poderosos militares de Caracas que unidos a este personaje, ensombrece el
panorama.
Debido a que el Señor Montañez contrajo matrimonio
con una integrante de una de las familias más pudientes de Carora, permitiéndole
reunirse con los más destacados ciudadanos, atrayéndolos hacia el bando continuista,
sumamente riesgoso pues no sabemos quién puede ser nuestro enemigo, por eso debemos
actuar sigilosamente sin llamar la atención y me permito recomendarle la máxima
discreción, recuerde lo ocurrido en Carora a los hermanos Hernández Pavón por
contrabandear mercancías, violentaron hasta el derecho de asilo otorgado por la
Iglesia Católica para ejecutarlos, órdenes dada por los godos de la Compañía
Guipuzcoana dueños absolutos del comercio de importación quienes se sentían
perjudicados económicamente con ellos, como ve las cosas no han cambiado”.
Bartola al terminar de leer la misiva, entra a la
Iglesia, coloca unas monedas de oro en el cajón de las ofrendas y se dirige a
los velones, encendiendo tres en memoria de los hermanos nombrados por su
compadre sin imaginar que aquella historia se repetiría, les reza unas
oraciones y al terminar procede a quemar el escrito, entonces una fría
corriente de aire le roza el cuello provocándole un estremecimiento que le
recuerda un mal presagio igual que aquel del día que presenciara el arribo a
Carora de Ángel Montañez, estando en la puerta antes de salir, mira atrás la
penumbra que reinaba en la capilla tratando de descifrar lo experimentado, sin
lograrlo se acomoda el capotillo con el cual se cubría y sigue su camino.
Recorre la calle Comercio que atravesaba el pueblo hasta llegar al
río donde había un sitio
conocido como “el paso de las canoas”, el cual pertenecía a unos habitantes que
tenían el negocio de transporte de pasajeros, enseres
y animales en canoas. Allí existía una casa de tejas, llamada “El Sorrento”, con grandes depósitos
para el almacenamiento de mercancías y largos corredores enladrillados donde
los viajeros esperaban el turno de embarque, si era necesario se podía pernotar
cuando se prolongaban por las grandes crecidas del río Tocuyo, en ellos se
colgaban hamacas o chinchorros. Al cruzar se encontraban las vegas de
Santa Cruz y Peña Amarilla, situadas en la
confluencia de los ríos Tocuyo y Baragua, con pastizales que crecían de forma
natural donde los arrieros alimentaban a las bestias.
Una vez cruzado el río tomaba un sendero concurrido
y soleado, contrastando con el montañoso que acababa de dejar atrás, salpicado
por pequeños conucos de negros e indios y por las haciendas de los
terratenientes con sus grandes y majestuosas casas coloniales que denotaban
prosperidad al ver sus exuberantes cultivos, muy vistosos por sus largos tallos
que ondeaban al capricho del viento, tan numerosos que a la vista semejaban un
mar dorado, era la caña de azúcar, rubro cultivado desde el siglo XVII cuando
fue introducido al país proveniente de las Islas Canarias. Era frecuente
encontrarse con rebaños de ganado o de chivos, animales traídos por los
canarios, expertos en su cría. El ganado vacuno, relativamente escaso al
principio de la Colonia debido a lo pobre de los forrajes autóctonos, luego al
ser importados los de altos niveles nutricionales, lograrían desplazar
paulatinamente al chivo, quedando su cría rezagada a indios, mestizos y blancos
de orilla, mientras los godos se dedican al vacuno, más rentable, marcando el
ganado una diferencia de clase.
Al distinguir la blanca cúpula de la
Iglesia de Parapara de Rio Tocuyo, su destino final, su
corazón se aceleraba, tenía casi quince días fuera y extrañaba a sus hijos, su
marido y aquel caserío conformado por unas
cuantas familias, un pequeño valle situado en la falda de las serranías,
fresco y de abundante vegetación destacándose del árido horizonte que lo
rodeaba.
Luego
de recorrer su calle principal arribaría con el cargamento, iniciando una
febril actividad clandestina para esconder las armas en los depósitos
subterráneos ingresando por una lápida oculta que hacía de puerta y daba a unos
escalones que conducían a una bóveda.
Por estos caminos circulaba poder, dinero,
militares, comerciantes, visitantes, una multitud inimaginable, por lo que una persona
más con mercaderías pasaría desapercibida y ella era una viajera frecuente
conocida por habilidad comercial.