Una refulgente cabellera castaña cuyos rizos se enredaban por el viento que al unísono hacia vibrar un vaporoso vestido nacarado sobre el cuerpo de una niña de 10 años que corría con sus brazos estirados, abriendo y cerrando las manos imitando unas garras emitiendo un gruñido feroz semejando un atemorizante animal, perseguía a un tropel de bulliciosos chiquillos que huyen alocadamente a través del largo corredor que bordeada un patio central con árboles y plantas proporcionándoles una fresca sombra al lugar. La despavorida bandada buscaba ansiosamente un escondite entre la arboleda para evitar ser atrapados por su implacable cazadora. Contrastando al fondo se escucha una armoniosa melodía que desentonaba con aquel retozo de los pequeños.
A pesar del ruido originado por los niños, las parejas bailaban animadamente una mazurca asidos de las puntas de los dedos conservando
la distancia entre ellos al mantener los brazos estirados, girando al son de la
música, ejecutada en el órgano traído desde Europa por el camino de recuas,
venía con un método de enseñanza llamado “Método Mealso” con las instrucciones
para su uso, muy apreciado ya que hacían muy agradable estos populares encuentros donde además de tocar este
instrumento o el piano algún presente cantaba algo de moda. Estas reuniones se debían a diferentes motivos familiares o simplemente por el placer de compartir alegremente en una tarde de tertulias.
Las
actividades de cada grupo siempre se efectuaban en ambientes diferentes,
manteniendo cierta distancia entre adultos y niños, lo cual no era permitido en
esa época donde los menores no intervenían en las conversaciones de los mayores
que generalmente era de algún pecaminoso desliz de un conocido o del tumultuoso
acontecer político. Bartola participaba en estas reuniones, integrada como un miembro más de la
familia, sin imaginar que ese día comenzaría a abrirse una caja de ocultos secretos.
Allí se distinguía una reunión de caballeros
de ceño fruncido parados cerca de un ventanal para refrescarse del inclemente calor
del verano, hablaban en voz baja notándose su preocupación de los sucesos políticos
y los rumores de una inminente guerra. Otro grupo de despreocupados jóvenes
situados más allá les recitaban poemas en latín o francés a las solteras con el fin de
conquistarlas, luciendo sus engalanados portes que
mostraban como pavos reales en una ruda competencia entre ellos, ocasión que aprovechaban para realizar citas para verse a escondidas a orillas del
río y obtener el ansiado premio del amor. Otros caballeros jugaban a las cartas debajo de los árboles
del jardín interno que permitía dispersar el humo de los tabacos, apostaban
dinero y animales ajenos a los intereses de los demás invitados.
En un salón contiguo usado como recibidor, algo apartado, un círculo de damas sentadas en unos grandes sofás conversan animadamente, una de ellas secando su sudoroso rostro con un pañuelo bordado, se inclina íntimamente hacia la que está a su lado y le comenta:
—Tía Francisca, este mes
ha sido intenso por las festividades que hemos dado aquí, entre el bautizo del hijo
de la Comadre María Luisa, la boda de mi sobrino, el hijo de Rita, el cumpleaños
de mi hija y ahora este de la pequeña parienta Bartola, son demasiados
compromisos, la familia ha crecido tanto, estoy agotada! — Exclama la rolliza mujer.
Mirando fugazmente a su
enjuta parienta mientras su mano revolotea por el contorno impreciso de su moño,
intentando infructuosamente devolver a su sitio unos rebeldes cabellos salidos
de su lugar, suspira y remata.
—Y falta mi aniversario de
bodas!
La delgada mujer junto a
ella que se refresca con un bello abanico pintado con imágenes de aves, escuchándola
atentamente, le comenta:
—Juana, esas fiestas te
deben haber costado más dinero que el gastado por las esposas de los hermanos Zubillagas
en la misa de la bendición de la imagen de la Virgen
del Rosario hecha en Carora, según dicen los chismorreos fue para obtener una
indulgencia especial. ¿Acaso pecados de la carne? — Riposta mientras le
guiña un ojo a su interlocutora.
—En ese grupo no se sabe
quién necesita más las indulgencias, si ellos o ellas! — Dice irónicamente Rita,
hermana de la anfitriona, desde su poltrona algo alejada.
—Además
de la música, en ese pago estaba incluido unas coristas y no le habían dicho
nada a sus maridos, los cuales se pusieron furiosos por el dispendio! — Completa
la obesa tía Cándida Rosa sentada más allá.
—Ave María Purísima, ¿Quién
ha visto bailarinas en una misa? —Pregunta la morena María Luisa.
—Comadre, se refiere a
cantantes de coro y no lo que usted entendió! — Le aclara Juana Paula a la despistada comentarista
antes de interrumpir la charla por un incidente que ocurría en el corredor.
Repentinamente el bucólico ambiente festivo
es quebrantado por una trifulca que se desarrollaba en el grupo de los infantes,
uno de ellos, de aspecto grueso y
pelirrojo con pecas en su rubicundo rostro que se intensificaba con el escandaloso
llanto que salía de su boca, abierta de par en par como el pico de una garza al
atrapar un pez, dejando ver la oscura gruta de sus fauces, señalando a la tenaz
cazadora, lanza una acusación:
—Ella
me pego! — Exclama el rollizo niño señalando a la portadora del vaporoso
vestido nacarado.
Ese
día se celebraba la Primera Comunión de Bartola, como era costumbre después de la misa
se llevaba a cabo el desayuno en el elegante comedor de la solariega casa
familiar de estilo colonial
cuya dueña era Juana Paula, como
correspondía a su nivel social, estaba situada frente a la plaza del
pueblo. Al finalizar la comida, efectuado en el mayor silencio
mostrando el respeto debido al solemne acto recién realizado en la cercana
Iglesia, estando los invitados a punto de levantarse de la mesa para dirigirse
al lugar del festejo, una pregunta de
la rubia niña que con sus inocentes ojos color del cielo, paralizaría la
mudanza del grupo, sería un primer anuncio de lo que estaba por venir:
—Tía Juana que significa tener sexo,
mi primo Juan dice que ya lo hizo.
Un silencio sepulcral recorre el lugar hasta ese momento un sacrosanto ambiente, alguien carraspea e invita a pasar al salón situado frente al fresco corredor que rodeaba el jardín enclaustrado, conocido así por estar dentro de la casa, donde se daría inicio al festejo, un ofrecimiento que aprovechan como excusa para eludir la pecaminosa explicación solicitada por aquella cándida primo comulgante, recuperando la compostura inician el baile y las amenas charlas, entonces minutos después se desarrollaría el segundo acontecer, pero esta vez reviste un carácter violento.
—Hija, venga acá y dígame
que paso! — Ordena la anfitriona.
—Tía, mi primo Tomas me
dijo que yo era de sangre manchada, por eso lo abofetee!
—Tía Francisca, hable con su
nieto, recuerde que usted tiene una historia similar a la de ella.
—Como se te ocurre
compararme?. Me ofendes sobrina, soy una descendiente Santéliz de sangre pura!
Dorotea, por favor lleve a
los niños a contarles cuentos. — Ordena la sudorosa Juana Paula a la canosa y
encorvada mujer que se acerca.
—Bartola, vaya con la parienta
Dorotea, que no pasó nada! — Sugiere la angustiada anfitriona, tratando simular
al no prestarle atención al reclamo de su tía a quien taladra con una mirada de
reproche ante su hipócrita doble moral.
El grupo se disuelve, nuevamente
evaden las respuestas sin imaginar que el destino implacable estaba reclamando
su territorio, era inevitable la
revelación o las revelaciones.
Un
hábito frecuente dirigido especialmente a los pequeños para
tranquilizar sus fogosos ímpetus, era relatarles cuentos o leyendas, estos estaban a
cargo de los ancianos de la familia custodios de la memoria histórica. Las
preferidas eran la del abuelo llegado de España, la de los abuelos franceses y
la de los portugueses, pertenecientes a la tradición oral, centro esencial de
sus vidas. Bartola escuchaba estos relatos imaginándose
que era la protagonista.
Le fascinaba la vida de María
Pinto de Cárdenas, cuyos abuelos franceses arribaron a la naciente Carora donde
establecerían su hogar originando a esta mujer y sus impactantes historias.
A pesar
de su corta edad, era observadora y vivaz, notaba que habían dos relatos, uno glamoroso
que vanidosamente detallaban sus tías de día en el salón y otro escandaloso contado
por la servidumbre, ocultamente en la noche alrededor del fogón de la cocina. Al
escuchar la narrativa, se dejaba llevar por el juego de luces proveniente de
las lámparas de velas que rasgaban la penumbra hipnotizándola, aislándose del
ambiente a tal punto que llegaba a recrear en su mente de joven adolescente aquellas
vivencias, sumergiéndose en ese mágico mundo, transformándose en aquella antepasada.
Años
después afirmaría que ella era la que había llegado de Europa de 10 años junto
a sus padres, que por lo tanto era española peninsular, hecho que le permitía
un lugar de primerísima categoría en la sociedad al no quedar duda de su pureza
de sangre, borrando su origen manchado que la atormentaba. Una mentira que le
serviría para salvar una preciada vida en riesgo debido a acontecimientos
acaecidos en el turbulento acontecer político de su vida.
La
historia comenzaba con el ingreso al alto
círculo social del distinguido caballero Andrés de Sopena
y Santelices, el primer Santéliz en arribar a estas tierras, aceptado de inmediato debido al hecho de ser
un español peninsular, presentado a las familias más prominentes en glamorosos
festejos donde conocería a la destacada María Pinto de
Cárdenas con quien
formaría una de las parejas más envidiadas por conjugar abolengo, pureza de
sangre y riquezas.
Después de un breve romance, se comprometerían en
matrimonio, un notorio
acontecimiento en el cual la novia luciría
un radiante traje largo con armazón para darle un gran volumen, tanto era así
que las damas ocupaban con sus abombadas faldas casi todo el salón,
contrastando con un corsé ajustado con descote pronunciado por donde se
asomaban sus prominentes y níveos senos, el talle bajo con un remate en pico, apuntando
sugestivamente a la parte inferior del vestido, sus globosas mangas que
llegaban hasta el codo a partir del cual se ceñían al brazo, cabello largo y
suelto adornado con cintas, cubierto con una mantilla, propio de la imperante
moda francesa.
Los invitados a la boda sería
lo más selecto de esta floreciente sociedad, sobresaliendo el más célebre e importante
personaje de la ciudad cuya presencia era obligatoria, se trataba del Juez
Poblador de Río Tocuyo quien al entrar al salón acompañado de su hermano menor
y un joven sirviente personal de hermoso porte quien siempre andaba discretamente
con él, sin embargo todos sabían el verdadero rol de aquel mancebo de tez
morena, causando cuchicheos a su paso.
El anuncio del ujier ocasionaba un gran revuelo en los
invitados por el contrapuesto y escandaloso proceder de ambos hermanos con sus llamativos
amantes y la riqueza de sus vestuarios cubiertos de joyas. La acompañante del
hermano del Juez venía luciendo un ostentoso y nada discreto traje de
finísimos encajes, grandes lazos, pronunciado descote, numerosas cintas y un sombrero
de grandes alas con sobresalientes plumas e incrustaciones de diversas joyas
que lanzaban destellos multicolores. Al ingresar pomposamente sin
ningún recato al recinto, era imposible no dirigir las miradas hacia
ellos, siendo detallados minuciosamente por los presentes mientras un crujiente
murmullo surgía a su paso al comentar sus últimos desenfrenos.
Ambos eran solteros por razones diferentes, del Juez se
rumoreaba secretamente las preferencias de parejas de su mismo sexo, en cambio de
su hermano menor era por ser un destacado Casanova que mantenía relaciones con
diferentes mujeres, clasificándolas cínicamente en dos grupos: las “algo
libres” con quienes dejaría hijos dudosos y las “recogidas” entre las que
estaría su acompañante a esta boda, con quien tuvo “hijos ciertos”, el mayor de
ellos era heredero de su tío al no tener este descendencia quien también asistía
a la recepción. Sin embargo a pesar de esta conducta libidinosa, sus pecados se
les perdonaba y sus hijos nacidos fuera de los cánones de la Santa Iglesia eran
aceptados a plenitud por ser españoles peninsulares, aunque fuera hipócrita e
interesadamente.
El ujier firme en la puerta, nuevamente golpea con su
bastón el piso de madera para anunciar la entrada de otro invitado, se trata de
un descendiente de un Conde español nacido en aquel lugar el cual también causaría
una gran revuelo pues trae a su exótica esposa, una mestiza de la Real Corona,
vistiendo un traje típico de su raza lo que la hacía verse muy llamativa. El
cuchicheo no se hacía esperar:
—A esa india le otorgaron una Real Cédula para darle
categoría de súbdito español para que se pudiera casar con el heredero y sus
hijos fueran legítimos con derecho al título nobiliario. — Sentenciaban.
Finalmente, con gran solemnidad se anuncia la
entrada al salón de Andrés, el novio elegantemente trajeado con sus pantalones
por debajo de la rodilla de donde partían las medias de seda blancas sostenidas
con ligeros, zapatillas de tacón con adornos, peluca de cabellera larga
recogida en la parte posterior con lazo y luciendo coloretes en sus mejillas,
se veía esplendoroso y muy vistoso cuando se inclinaba siguiendo los delicados modales
europeos de apasionada sumisión al saludar a las damas,
demostrando delicadeza y romanticismo, admirándolas idolátricamente con un
vocabulario impregnado de conocimientos de filosofía y poemas, tratándolas con
galantería, conducta acostumbrada que envolvía
la atmósfera de esta culta sociedad,
el ideal perfecto de ese entonces observada en aquella celebración.
Pocos
meses después de la fastuosa ceremonia, un soleado día en un cruce de un polvoriento
camino, el matrimonio Santéliz Pinto elegantemente
ataviados, a bordo de un carruaje se encontrarían con los frailes Baza y Obriga
cubiertos con sus sudorosas sotanas marrones, quienes se dirigían a lomo de
mula al mismo destino que ellos, era Río Tocuyo. Venían a cargo de una larga caravana
de indios gayones semidesnudos a pie, trasladados involuntariamente como mano
de obra para recuperar la economía del asentamiento que no había despegado
desde que fuera fundado debido a las constantes huidas de los lugareños.
La
conjugación de estos dos sucesos, sería claves para que finalmente, después de innumerables
fracasos, lograran el ansiado nacimiento de este pueblo doctrinero al desencadenarse
una serie de acontecimientos ligados a las debilidades humanas. Andrés
disimuladamente lanzaba miradas apasionadas a una indígena acariciando sugestivamente
su bigote.
Debido a que
la Iglesia Católica imponía una serie de restricciones o impedimentos para
casarse, generaba la necesidad de resolverlas mediante una autorización o
dispensa matrimonial otorgada por dicha institución por lo que debía contarse
obligatoriamente con su beneplácito, regulando así la escogencia de pareja, la reproducción y por ende la sexualidad.
Los matrimonios por conveniencia, realizados bajo estos parámetros, no
solo para proteger las grandes fortunas sino con el fin de procrear
descendientes puros que aseguraran la supremacía de los europeos en la sociedad,
eran de gran desapego, propiciando las relaciones extraconyugales tanto del
hombre como también de la mujer, derivando los hijos ilegítimos fuera del
control de la Iglesia.
Pero,
gracias a este encuentro, nacería Río Tocuyo iluminando el firmamento de los grandes
protagonistas del agitado y aguerrido siglo XIX, jugando un papel protagónico aquella primo comulgante, descendiente de los
pecados de esta pareja.
Luego
de 13 años del matrimonio de María
Pinto de Cárdenas, a los 35 años de edad, queda viuda con 7 hijos, una incontenible desazón
la embarga, un fuego abrasador la consume, entonces decide cambiar de rumbo y
toma una decisión. Todavía era joven, ardiente y ambiciosa, así que un día al salir
de la misa dominguera vestida de negro de pies a cabeza, traje, guantes e
incluso el sombrero, luto riguroso que debía llevar no menos de tres años, impuesto
por las estrictas normas de la época, cruza la calle tomando la dirección
contraria, camina firmemente con un cadencioso movimiento de sus caderas que
estimulaba la mirada de los caballeros. El destino tenía otros planes y ella
también.
Lo más difícil para esta viuda no eran las fúnebres
vestimentas que debía usar, era no poder asistir a ningún evento social, salvo las
visitas a familiares, guardando las apariencias se dirige a la casa de su media
hermana, lugar donde va resuelta a sofocar aquel imperativo ardor. No habiendo
transcurrido un año del fallecimiento de su esposo, en una de las idas a la
casa de su hermana Cecilia, casada con un viudo andaluz quien tenía varios hijos productos de su primer
matrimonio, uno de los cuales era un soltero de 25 años de edad que quería ser
cura por lo que se mantenía célibe, el cual también acudía a ese refugio y que
furtivamente la miraba al coincidir ambos en aquellos encuentros familiares, sucediendo
lo inevitable ante el ardor que consumía a la experimentada y esplendorosa
viuda, derritiendo sus célibes intenciones como la cera de una vela, conduciéndolo
de la mano por el desconocido mundo del amor, enredados desnudos entre las
partituras del piano y el sagrado misal, recorriendo su cuerpo como las cuentas
de un rosario en sus misterios gozosos, experimentando por vez primera todo el
placer carnal en sus variadas expresiones.
Este joven hombre era Pedro Crespo del Rosal a quien esta bella mujer, 10 años
mayor, le arrebataría su virtud, suceso ocurrido bajo el mismo techo que
cobijaba a sus parientes sin que sospecharan el volcán de pasiones despertado
entre ellos, animando al joven a dejar de lado la vida de recogimiento dedicado
solo a las labores de la capellanía, fundada por un valor de 100 pesos para
proteger su alma inmortal de ser condenada al infierno por los pecados
cometidos, preocupaciones típicas de la época que eran subsanadas a través de
las indulgencias obtenidas a través de este comercio, beneficios muy deseados
por los católicos de entonces.
Cuando la madura y viuda mujer se casa por segunda vez
ocasionaría un gran escándalo en la sociedad por estar en franca violación con
lo considerado buenas costumbres, contrastando con lo glamoroso de su primer
matrimonio, incluso se le llegó a inventar un sobrenombre despectivo: María
Pinto “La Charca”.
Mientras el cortejo se dirigía a la Iglesia San Juan
Bautista las damas se asomaban a las puertas de los zaguanes de las casas, abanicándose
para espantar el calor y cubrirse la boca para disimular su cuchicheo sobre el
irreverente comportamiento de esta viuda.
La novia al traspasar la puerta, cuyo extraño marco de
piedras y no de madera encerraban un misterio que esta sociedad ocultaba
celosamente, se detiene brevemente para sacudir sus empolvados zapatos alcanzando
escuchar alguno de los comentarios:
—La descarada le robo la virtud al joven Capellán.
—Se casa embarazada. — Comentaban horrorizadas y
envidiosas.
De esta segunda unión, María Pinto de Cárdenas procrearía
4 hijos, antes de su menopausia, serían medios
hermanos de los Santéliz Pinto de
Cárdenas, en este nuevo hogar era frecuente ver correteando sus menores
hijos junto a sus primeros nietos casi de la misma edad.
El mestizaje entre sus descendientes con los indígenas locales facilitó el
establecimiento en estas tierras que daría origen a las madres del indio Reyes
Vargas y de Juana Bautista, compartiendo la misma época con lazos de sangre
entre ellos, cuyas historias se entretejerían.
Como consecuencia de este choque entre las normas y la
incontenible fuerza de la naturaleza humana se daban las relaciones libertinas
entre las diferentes clases sociales. La población indígena y los blancos
pobres no escapaban de este turbulento mundo, las relaciones sexuales clandestinas
eran comunes. Esta situación se exacerbaba en las guerras cuando las restricciones
se abandonaban aún más por lo efímero de la vida, urgiendo que las necesidades
básicas fueran satisfechas inmediatamente, enredando sobremanera el complejo
entramado social existente.
A partir de estos pecados, la descendencia de esta
mujer iniciaría un viaje en el tiempo con ramificaciones y empalmes sumamente
complejos.
Historia prohibida, perteneciente a un mundo de secretos ocultos, a la oscuridad de la noche en resguardo de las apariencias de una conducta intachable.
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