Suena
el timbre anunciando el recreo, una algarabía ensordecedora inunda el ambiente,
la muchachada sale del salón a disfrutar un rato de esparcimiento, corren
escaleras abajo hacia el patio situado en la planta baja, los recibe un
gigantesco escudo pintado con sus clásicos colores sobre la superficie, símbolo
tradicional de identidad del colegio, cubierto momentáneamente por aquel
enjambre. Durante las vacaciones, antes de entrar a bachillerato había cumplido
quince años, fue una fiesta restringida a la familia, estábamos reuniendo
dinero para comprar un nuevo carro tan necesario para mis movilizaciones a
Caracas a los controles médicos. Mi mama Helena me regalo mi primer reloj con
pulsera de oro, época que los ahorro eran en este metal pues el dólar no era
atractivo por su estabilidad, a veces incluso bajaba, así que la costumbre era
tener prendas o morocotas de oro.
Era
una adolescente que por primera vez alternaba con el sexo opuesto fuera de los
miembros de la familia, un mundo vedado por las monjas del colegio donde había
culminado la primaria, cualquier contacto con ellos, un simple saludo, darse la
mano o mirarse era un pecado, en cambio allí era algo cotidiano. Para evitar
accidentes, durante el recreo me quedaba arriba, el bachillerato se impartía en
el segundo piso, permanecía recostada en la baranda del largo corredor, bajaba
una vez al día, al irme. Desde mi furtiva atalaya, observaba la escena que transcurría
bajo mis pies, predominando la figura de los varoniles jóvenes que despertaba
sensaciones extrañas en mí, era una experiencia desconocida.
Había
iniciado estudios en el colegio La Salle, los cuales ese año abrieron los cursos
de primero, segundo y tercero para la mujer, completando así el bachillerato
mixto, una experiencia iniciada el año anterior, novedosa para la institución. El
uniforme al principio era un jumper, luego fue cambiado a pantalón y camisa
pues los muchachos se paraban debajo de la escalera a ver picones de las muchachas,
un día el director del plantel se dio cuenta de que la razón del aglomeramiento
en la escalera no era una cuestión de caballerosidad para darnos el paso a la
damas, eran razones hormonales.
Conformábamos
un grupo de jóvenes que nos atraía lo prohibido, hoy nuestros parámetros
resultarían risibles, una de esas era fumar a escondidas en el baño, los
varones tenían la desventaja de su sexo que permitía a los hermanos lasallistas
entrar al suyo y capturarlos para llevarlos a la seccional a firmar el
aterrador "libro de vida”, si acumulabas tres eras expulsado. Las mujeres
gozábamos la cualidad novedosa del recato femenino, que convertía a nuestro baño
en zona vedada a los curas, fuera de su control y fumar era nuestro reto
ejercido impunemente bajo sus narices, pero un día nos enviaron a las
limpiadoras, unas féminas traidoras a su género, para atraparnos in fraganti en
nuestro reducto emancipado y ser llevadas a la dirección. Recuerdo que mi amiga
Estela Crespo y yo permanecíamos asustadas, esperando en la antesala ser
atendidas, mientras imaginábamos el castigo que nos darían. Estando en estas
cavilaciones finalmente aquella gigantesca puerta de madera oscura se abrió y
la secretaria nos invitó a pasar, nosotras lo que deseábamos era correr sin
detenernos hasta estar a salvo fuera del alcance de aquella amenazante
autoridad. Al entrar estaba el director de pie, vestido de civil,
sorprendiéndome que no llevara la sotana habitual, nos invitó a sentarnos, mientras
lo hacíamos observé que sobre su escritorio había una caja de cigarrillo, el
siguió mi mirada, procediendo inmediatamente a tomarla en sus manos, amablemente
nos las acercó preguntándonos, quieren uno? a lo cual las dos respondimos a
coro: no señor director, muchas gracias, nosotras no fumamos! Con una cálida
sonrisa la colocó nuevamente sobre el escritorio informándonos que en su nueva
política estaba convertir la dirección en un recinto disponible a los alumnos
para fumar, libre de restricciones a cambio de que no lo hiciéramos más en el
baño, luego nos dijo que podíamos retirarnos, sin recibir una amonestación, estábamos
asombradas, salimos aliviadas y al mismo tiempo decepcionadas por perder el
emocionante sabor del peligro de ser expulsadas por violar una norma, ahora
abolida, ya no valía la pena fumar.
Aquellos
dos primeros años en La Salle fueron un descubrimiento de la tormenta hormonal
de la adolescencia, la asociación de hombres y mujeres condujo a situaciones
insospechadas, no solo entre los alumnos sino entre los clérigos. La primera novedad
fue cuando descubrimos la relación sentimental entre el cura que nos daba
castellano y la biblioteconoma, estábamos pendientes de cuando ella cruzaba rumbo
a su oficina, la veíamos desde el ventanal de nuestro salón que daba al
corredor, sigilosamente los muchachos iban a espiarlos, la irreverencia de
nuestros juventud no tenía limites, un día dibujamos en el pizarrón sus nombres
dentro de un gran corazón con un letrero arriba afirmando, son novios, esto
trajo como consecuencia un escándalo, sin saberlo habíamos destapado una
situación inesperada para los curas del colegio y las autoridades superiores, interrogatorio
van y vienen, fuimos castigados dejándonos en el salón hasta tarde resolviendo
ejercicios de matemática, conminados a prometer no inventar más calumnias, los
números usados como remedio para nuestras mentes calenturientas. Pero luego ocurrió
otro amorío, el cura que nos daba matemática con una alumna de quinto año, situación
que conmocionó al colegio, delicadísimo, los padres de la menor podían acusar al
colegio de abuso sexual de uno de sus miembros, esto sirvió para demostrar que el
caso anterior no eran fabulas de los jóvenes, había le necesidad de resolver el
problema de raíz y así se hizo, esta valiente actitud de los curas del colegio de
reconocer los errores, me recordaron los sabios consejos escuchados en mi vida familiar, era el deber ser. Ambos abandonaron
las sotanas y tiempo después se casaron con las protagonistas de los hechos.
En
julio 1969 nuevamente fui sometida a otra intervención quirúrgica, sería la
última, de allí en adelante me negué a seguir operándome, necesitaba liberarme
de aquel círculo, aceptarme como era finalmente, algo tardíamente comenzaría mi
adolescencia. Tenía una pierna más larga que la otra, casi 8 cm, por lo que debía
usar una bota con un gran tacón para nivelar. Esto fue lo corregido con un
injerto de fémur, extrajeron 6 cm de la más larga y la injertaron en la más
corta, procedimiento realizado en el Hospital Universitario de Caracas, por mi
edad ya no era atendida en el Hospital Ortopédico Infantil. Estuve 5 meses en
cama hasta diciembre, enyesada ambas piernas hasta la cintura, sin poder asistir
a clases, pero gracias a los hermanos lasallistas, mis compañeros quienes
colaboraron llevándome las tareas y algunos profesores dándome clases a
domicilio, lo logre. Palparía nuevamente la dimensión humana del director del
Colegio La Salle, conocido por mí el año anterior con la experiencia de los
cigarrillos, Juan José Osteriz, llegado a conducir una época conflictiva,
necesitando una mano fuerte pero a la vez suave en el trato femenino, en un
conservador colegio con apenas un año de abiertas sus aulas a la mujer
venezolana, hasta entonces exclusivamente masculino por más de 50 años desde su
fundación en 1913. Este maestro me brindaría su apoyo para salvar el año
escolar, en su carácter de director y de conformidad con el consejo de
profesores, aprobó no contabilizar mis inasistencias, promediar las notas
obtenidas en el segundo y tercer lapso para cubrir el primero, además mudaron
el salón a la planta baja para que en enero de 1970 pudiera asistir a clases, era
el tercer año de bachillerato. Recuerdo que la química al principio se me
dificultó pero el profesor me ayudo a nivelarme. Aprobé ese año con un buen
promedio de notas, pasando a cursar los dos últimos años de bachillerato, cuarto
y quinto, donde conocería a otra gran educadora, Yolanda de Rojas, profesora de
biología, quien me ayudo a descubrir mis aptitudes hacia la medicina, un germen
que llevaba en mi interior heredado de mi bisabuela Bartola, modelado por el
calor humano de mi médico traumatólogo Dr. Alfredo Coronil, entonces no tenía
conciencia de ello, de alguna manera ella lo intuyo, exigiéndome dar lo máximo
como estudiante, a desarrollar todas mis potencialidades, de cierta forma represadas por los paradigmas inculcados en la primaria, su técnica fue a
través del reto, una herramienta que usaba hábilmente, recuerdo como en cuarto
año presentando el examen final de biología se acercó a mi exclamando, Cordido
que haces aquí, pensé que ibas a eximir. En cuarto año, al promediar 16 puntos
no se presentaba examen final, se eximia, me había faltado un punto para obtener
lo requerido, yo sabía que ella lo sabía, ella sabía que yo lo sabía, por lo
que era una ironía. Me revolví en aquel pupitre con mi orgullo herido, así que
en quinto año me propuse eximir, demostrar que si podía, el reto era mayor, en
ese año se necesitaba 19 o 20, lo cual me permitía dejar bien claro que el año
anterior no lo había hecho porque no quise y no porque no podía, ese año cuatro
alumnos eximimos biología y los cuatro nos graduamos de médicos, ella había parteado
mi esencia de médico. Otra gran maestra fue Justina Guerra, nos dio matemática en
primer año y física en cuarto, pero además de revelarnos los secretos de las fórmulas,
con su manera única de dar clases, nunca se sentaba, caminaba entre nosotros
incansable, mezclando números y filosofía, repentinamente nos pedía
interpretar fragmentos de algún escrito, al terminar de dar nuestra opinión, nos
revelaba el significado original, luego nos aclaraba que la interpretación no pertenece
al emisor de la idea sino al que la escucha, casi siempre alejadas una de la otra,
habiendo tantas interpretaciones como el número de receptores. Así nos enseñó
que no existían malas palabras sino malas interpretaciones, si alguien te ofendía
con un insulto, era que lo aceptabas así.
En
este colegio experimente la labor incomparable del modelaje amoroso para
transformarnos en los futuro ciudadanos de bien que nos conducirían hacia
horizontes promisorios, no solo en el saber científico sino también en
principios y valores, la más alta responsabilidad del ejercicio profesional que
debe caracterizar al educador, del cual mis maestros Juan José Osteriz, Yolanda
de Rojas, Justina Guerra y otros que se pierden en mi memoria, serían, junto a
las vivencias con mi madre y mis tías alrededor de la mesa de costura, un ejemplo
de vida para mí.
Esta última cirugía marcaria mi vida, un ante y un después, mi prima Mariadelina Castro venía
todas las vacaciones a pasarlas en Barquisimeto en la casa de la 37, éramos
compinche, comenzamos a disfrutar juntas de la edad de la pandilla, a dejar el
nido de la niñez, con nuevos amigos conseguidos en el vecindario, muchachos fuera
del entorno de primos y compañeros de estudio, cualquier motivo era una excusa
para reunirnos, nuestra preferida eran las parrilladas. Recuerdo de irnos escondidos
para la carretera de Pavía a buscar chivos, esto nos hacía sentir el sabor del
peligro. Una vez los dueños de los animales, creíamos hasta ese momento que
eran salvajes, nos vieron y nos carrerearon con una escopeta, salimos huyendo, los
muchachos se montaron al carro andando, protagonistas de una película emocionante,
vivencias inolvidables, los años locos.
Los
juegos con Gisela Orozco, dos años mayor que yo, era otra cosa, algo serio, a ella
le gustaba simular estar en una escuela, nosotros éramos los alumnos y ella la
profesora, nos explicaba materias de su nivel, gracias a esto aprendíamos por
adelantado, no permitía dudas o inseguridades, atacaba las demostraciones de debilidad
hasta que demostrábamos seguridad, sino no podías andar con ella. Me gustaba compartir
con ella porque conocía cosas de la vida que despertaban mi curiosidad, pero ella
me sacaba el cuerpo por ser menor, sin embargo, después de cumplir 15 años, nos
igualamos, salíamos juntas en pandilla, con sus amigos y los míos. Aprendí a
fumar con ella pero sobre todo a sentirme segura de mis conceptos y de mi misma.
Otro
acontecimiento fue la llegada a nuestras vidas de Homero Izquiel, un hijo de mi
tío Martín Orozco. Los tres Oswaldo, Homero y yo nos convertimos en inseparables,
recuerdo nuestras tardes de juego de cartas en la 37 con Antonia Richa de
Gassan, cuñada de mi tía Ana, a quien le hacíamos trampas para ganarle y ella nos
dejaba hacerlo, simulando no darse cuenta. Otras veces salíamos al autocine en
grupo o a pasear por Barquisimeto, mi mama nos prestaba el carro, una vez
haciendo pique con otros amigos nos detuvieron y se llevaron detenido a mi
primo Oswaldo, cuando las morochas fueron a la comisaria, les informaron que habíamos
violado todas las reglas, éramos menores de edad, sin título de manejar, exceso
de velocidad, tragarnos la flecha en la Av 20, finalmente desobedecer la voz de
alto y darnos a la fuga.
Los
viajes a la playa eran frecuentes, siempre andábamos un grupo con la Nena e Iván Pérez, sus hijos,
Homero, la morocha Adelina con Oswaldo y Rebeca y algún otro primo que nunca
faltaba.
Como
nos divertíamos con las locuras de mi tío Iván. Una vez nos llevó de viaje sin
pararse en ningún lado, solo nos daba a comer cambures de un racimo que había
comprado previamente, imagínense que es pollo, nos decía, mientras las morochas
en medio de aquella trifulca, le exigían que se detuviera en un restaurante
para comer. Las risas eran incontrolables. Fue un viaje inolvidable.
Con
varias compañeras de trabajo de mi mama Helena, entre ellas Sofía Yépez,
siempre amigas, fuimos a conocer los Andes Merideños.
Las
montañas de Mérida me impresionaron por su belleza, el frío era penetrante, me
hacía recordar el histórico y sacrificado paso de Simón Bolívar por estos picos
nevados.
Un paisaje único, cubierto con piedras grises
y blancas tiradas al azar sobre un terreno tejido de frailejones, arbusto
típico aclimatado a estas alturas, como los campesinos usan estas piedras para demarcar
sus parcelas, característico de estos paramos andinos, aquí no se ven divisiones
de estacas de maderas con alambres de púas como sucede en el resto del país.
Incluso se construyen viviendas e iglesias de piedras como la que está situada
en Apartaderos.
Uno
de los sitios turísticos más famosos de Mérida es el teleférico, fue considerado
el más largo y alto del mundo, llega hasta el pico Bolívar, por supuesto otro
sitio son los Chorros de Milla, hermoso parque zoológico con caminerías,
lagunas, etc.
Cambiamos
el carro Opel por un Mercedes Benz en 1969, se lo compramos con apenas 6 meses
de uso a un enamorado de Gisela, llamado Diego Cuesta que se fue a estudiar un postgrado a EEUU.
Durante
esta época fuimos a recorrer el oriente del país en el carro nuevo, invitamos a
Rebeca, María Elena y Luisita Reyes con su novio Max Pérez, quien ayudo a
manejar a mi mama Helena, conocimos Puerto La Cruz, sus saltos de agua y los sitios históricos,
allí abordaríamos el ferry con destino a la isla de Margarita.
También
pasamos por San Juan de Los Morros donde vivía mi papá, a conocer a mis
hermanos, Ricardo, Oswaldo, Tulio y Dalia. A partir de ese momento nos
mantendríamos siempre en contacto.
Fue otra de las aventuras inolvidable para todos nosotros quienes disfrutamos
intensamente este viaje, sobretodo el de la isla de Margarita.
Recuerdo que Max Pérez
encendió los limpiaparabrisas y el dispensador de agua para enjuagar el vidrio
frontal del carro que estaba sucio y mi mama Helena le dijo que recortara la
velocidad porque nos podíamos colear por la carretera mojada por la lluvia,
todos nos reímos y le explicamos que el que se estaba moviendo no era el carro
sino el ferry, donde nos habíamos montado. Creo que por esta historia a mi mama
Helena la apodarían a partir de entonces como La Pantera Rosa.
Mi mamá Helena recibiría varios diplomas en Sanidad
por su labor y desempeño, uno de ellos fue en 1971. Para ella esto fue muy
satisfactorio pues representaba un reconocimiento a su dedicación y su
trayectoria dentro del Ministerio, que habia iniciado como Higienista Escolar
en los planes de vacunación masiva, despistajes de desnutrición y otras
enfermedades en niños en edad escolar. Luego pasaría a trabajar como asistente
de Odontología asignada a una escuela, que era la
Costa Rica , la cual poseía un pediatra, un
odontologo y mi mamá quienes brindaban cobertura a los niños en las áreas de
nutrición, control de niño sano, cura de caries, vacunación, a los fallos de
peso se enviaban a los comedores escolares y en las vacaciones a las Colonias Nutricionales
como las ubicadas en Catia La Mar ,
Colonia Tovar y Mérida, para la recuperación de peso, cuando regresaban venian
repuestos. Era la Venezuela con Seguridad Social, proteccion al niño y al
adolescente de manera efectiva.
Llegamos
al año de 1972 culminando los estudios de bachillerato graduándome junto a mis
compañeros con los que inicie, como una de las más destacadas alumnas, obtuve
entre otros el premio La Salle que se otorgaba al alumno más sobresaliente del
colegio. Esas vacaciones cumpliría 20 años daría inicio a una nueva etapa de la
vida, pero antes realizaría un sueño…
Corredor del segundo piso del Colegio La Salle
Mi atalaya desde el segundo piso del Colegio La Salle
El escudo en el patio del Colegio La Salle
Hermano Cristobal
El Catire, portero del Colegio La Salle
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