sábado, 23 de octubre de 2021

Las Clarisas Capítulo VI Sexta

 

Las campanas de Santa Ángelus Dominius repiquetean angustiantemente, las Hermanas corren a la capilla, al llegar un coro de alaridos desgarran aquella quietud paradisíaca, murmullos enredados, pasos cortos y agitados se van acercando al origen fatídico de lo que sucedía, está allí en el aquel deslumbrante presbiterio situado a los pies de un dorado altar cuyos santos parecen mirar condenatoriamente lo sucedido a sus pies. Un hombre yace exánime en el frío suelo como un cristo sacrificado con sus múltiples heridas.

     

                                                    Un presbiterio manchado. Fotografía de JAO

Una mancha escarlata desgarra la armonía del geométrico piso bañado de una santa luz proveniente de las colgantes lámparas del imponente techo abovedado, originando un acogedor efecto de cambiantes tonalidades castaño en sus rústicos ladrillos, aquel sangriento redondel se incrementa gradualmente alrededor de la figura, cual fatídica sombra parecía pretender envolverlo hasta desvanecerlo, era Marco.

Una plateada daga deshonrosamente manchada con sangre, yace a su lado delatoramente, tal como un amante que no puede ocultar su culpabilidad, está impúdicamente visible sin importarle ser descubierta, unas huellas ensangrentadas dejadas por unos pequeños pies van desapareciendo poco a poco marcando una trayectoria hasta la puerta de un claustro, delatando su autoría.

Momentos antes el Provincial presenciaría una extraña escena en el jardín, una muy comprometedora, se trataba de David quien cercaba con su cuerpo a Alicia, apretándola sensualmente contra un árbol, juguetonamente le alcanza la mano y la toma intentando arrancarle algo, desde la distancia, Marco no ve con precisión de que se trata, pero la química era obvia entre ellos.

Repentinamente una fría brisa recorre el lugar meciendo la copa de los árboles, produciendo el choque entre sus hojas que origina un crujiente murmullo que rompe el encanto del momento, percatándose los jóvenes que alguien está allí, detienen su retozo observando en derredor descubriendo la presencia de Monseñor, inmediatamente Alicia se desprenda de los brazos del joven capellán y sale corriendo.  David se tensa dubitativamente por unos segundos mirando curiosamente al intruso quien está pasmado ante la escena que se desarrollaba, no podía creer lo que veía.

Como un rayo que cae repentinamente, los recuerdos se agolpan en su mente uno tras otro: David llegando mojado, descalzo y arañado, las sandalias de fraile que aparecieron en Santa Ángelus Dominius, el brillo que observó en la mano de Alicia aquel día del gato negro, el desaparecido anillo que le había regalado a la madre de David, entonces todo queda claro en su mente como una luz que ilumina su alrededor. Gira y sale corriendo a la casa parroquial, al llegar busca como loco a María, a la que encuentra en el solar trasero lavando la ropa, la toma por un brazo sacudiéndola violentamente, procediendo a interrogarla, le grita exigiéndole que le muestre la joya.

              No la tengo. Esta extraviada, no sé qué se hizo. — Responde la mujer acongojadamente.

Finalmente entendería. El anillo era la clave, no las sandalias. ¡Eran amantes! Por Dios, ¿Cómo había pasado ese detalle por alto?. En eso llega David que lo venía siguiendo y al entrar ve el forcejeo entre ambos. 

              ¡Suelta a mi madre! — Demanda el joven.

Marco al verlo se desata el cordón de uso diario con el que amarraba su sotana, la cual lleva tres nudos que representan la Pobreza, la Castidad y la Obediencia, piedras angulares de los franciscanos, que en realidad era lo menos que el supuesto devoto fraile practicaba.

                        

Usándolo como látigo comienza a azotar a David quien cae al suelo ante la furia de aquel hombre, parecía una tormenta, un devastador huracán que deseaba acabar con todo, no dejar piedra sobre piedra. David instintivamente trata de proteger su rostro con sus brazos, a la vez que el desencajado sacerdote desaforadamente le gritaba:


                                                  Un diablo anda suelto. Pintura de Juan Chirinos. 

 

      Ella tiene un hijo oculto, un bastardo de un vulgar trabajador de su hacienda, además casado, por culpa de eso su padre se vio obligado a internarla en un Convento cercano, fuera de aquí, donde nadie conociera su pecaminosa historia, llevándola a la vecina Catollica, de allí pensaba fugarse con otro amante que conoció, un oficial del ejército, debido a ese motivo, para evitar otra deshonra, Don Luis tuvo que solicitarle al Obispo su traslado para acá. Ella no es una niña inocente como aparenta su rostro angelical, es una mujer corrida en plaza, demasiado pecadora para tu inexperta juventud. — Expone Marco, en una atropellada perorata al unísono que su rostro se congestiona de sangre, parecía estar a punto de explotar como un volcán dispuesto a soltar toda la ardiente lava que llevaba internamente oculta.

              Llevas el diablo por dentro, eres un mal agradecido o demasiado ingenuo, después de todo lo que he hecho por ti, ¿Acaso no lo sabes? Tengo las manos manchadas de sangre para asegurar tu futuro. ¡Yo soy tu padre, David!

        Por ti asesine el Obispo y su amante, ahora me pagas con esta traición, revolcándote con esa Clarisa, una libertina. ¿Nadie te había dicho su sucia historia? ¡Te has convertido en un pecador, me decepcionas!

David desde pequeño admiraba a Marco, queriéndolo emular, dándose cuenta de esto, el Provincial lo estimula a seguir la carrera sacerdotal. Pero el joven abrigaba dudas sobre tener una verdadera vocación, idea que lo atormentaba obsesivamente desde aquel día que se tropezara en la sacristía con Afrodita, la diosa del amor, creyéndose enamorado de esa encantadora mujer, autentica personificación de la serpiente del Edén, tan similar era que hasta le daría a probar el fruto prohibido, afianzando la idea de dejar los hábitos y fugarse con ella. Sin saberlo había iniciado un peligroso triangulo con su padre, paradójicamente esta trágica y conflictiva relación le serviría para despejar sus vacilaciones y descubrir la fortaleza de su indeclinable vocación sacerdotal.

El Provincial regresa a Santa Ángelus, comenzaba a lloviznar nuevamente, sin embargo no percibe las primeras frías gotas de agua que caían sobre sus velludos brazos, un pensamiento corroe su alma, necesitaba volver lo más rápido posible, monta apresuradamente el caballo que era de su exclusivo uso personal, el animal tiembla ante la furia de su amo que lo fustiga cruelmente, va enceguecido, su altiva figura expuesta a los golpes de la fuerte brisa, la cual parecía querer detenerlo de su funesto destino, mensaje o mejor dicho un aviso de la naturaleza al cual permanecía indiferente.

Al llegar se baja como una exhalación dejando el sudoroso animal a la vista de todos, ya no le importa nada, solo su pasión desenfrenada, su aspecto era de un loco con su cabello revuelto y mojado, choca con Berta a quien le grita desaforadamente que convoque urgente a Alicia en la capilla, sería su última orden, un solo pensamiento ocupa su mente, exigirle una explicación de su situación sentimental con David y en caso de estar errado en la interpretación de los confusos hechos, pedirle una relación formal, casarse, formar una familia. Su ímpetu era tan intenso, que no tenía conciencia del tortuoso camino por donde era conducido, por primera vez no sopesaba una decisión tan crucial, nada era más importante que dejar todo atrás, abandonar sus ambiciones, ni siquiera su secreta aspiración de ser Cardenal o Papa, solo aquella mujer, y su amor por ella. Las cartas estaban echadas.

Camina rápidamente, sus sandalias emitían un leve eco al tocar el rustico suelo enladrillado, la sotana danza temblorosamente sobre su cuerpo al son de la suave brisa que proviene del jardín, sin detenerse recorre los corredores del Convento, uno tras otro pasan a su lado vertiginosamente los dobles arcos, proyectando mágicamente múltiples sombras en el iluminado entorno, marcando el camino del destino, era una escena alucinante. Había perdido la sensatez, el control sobre sí mismo, ciego de amor ya no discernía nada con ecuanimidad, una sensación novedosa lo embriagaba, ¿Cómo no valorar ese sentimiento en su justa dimensión? ¿Cómo pudo creer que detentar el poder era lo más importante en la vida? Nunca más, se repetía para sí mismo, cometería ese error, estaba decidido, dejaría el sacerdocio, se arrancaría aquel hábito negro para convertirse en hombre, uno que llenara las aspiraciones de ella, una gran ilusión lo embarga, finalmente entra a la capilla.  

Paralelamente en el Monasterio franciscano, David  se limpia las heridas con ayuda de su madre, igualmente se bate en un conflicto, pero en sentido contrario al de Marco, aquella revelación sobre Alicia despierta en él una tormenta de sentimientos encontrados que iluminarían su camino a la verdad, finalmente las dudas terminaban. Ese día, padre e hijo, gracias a la diosa Afrodita personificada en aquella rubia mujer, encontrarían la esencia de la existencia, su verdad, la de cada uno.    

Aquel camino hacia la capilla se le hacía interminable, al entrar ocurre el encuentro en aquel presbiterio, lugar que parecía acarrear una mala suerte, tanto en el amor como en el desamor. La confesión de la pasión es recibida con indiferencia por la fría deidad que parecía estar esperándola. Ella es cada vez más cruel con aquel ser desnudo de hipocresías que se mostraba, como un niño desamparado y suplicante ante la mujer, que no puede o no quiere evitar sus risotadas casi soeces.

—     Sé que me amas, soy el hombre para ti con experiencia! 

      ¡Monseñor que ingenuo es usted! — Dice Alicia tapándose la boca con una mano mientras continua riéndose ahogadamente.

Al ser rechazado, comienza una acalorada discusión entre ambos, Marco le lanza fuertes acusaciones, humillándola con palabras muy crudas.

      Eres una mujer alegre, promiscua, te has revolcado con varios hombres, entre esos mi hijo, David. — Grita el desaforado hombre mientras se le acerca amenazante hasta arrinconarla. — ¿Acaso te sorprende que sea mi hijo?.

             ¡Jugaste con los dos! —Exclama el sacerdote con un dejo de dolor.

           No Monseñor, con usted todavía no lo hecho! —Responde cínicamente la mujer.  

Ante esta respuesta, Marco se le abalanza encima mientras ella deja de reír, retrocediendo lentamente hasta chocar con el altar, se sostiene en él y entonces toca un frío objeto que está allí, el entorno a su alrededor se había disuelto, debido a aquellas palabras idénticas a los maltratos que recibía de parte de su padre, que la habían hecho viajar en el tiempo y proyectarlos en la figura autoritaria del Provincial, instintivamente toma el instrumento y responde ciegamente, estaba en otro tiempo y lugar.

Poco antes de estos acontecimientos, un hombre flaco y demacrado, desaparecido el día de la tormenta llega a la cárcel de Villafranca, casi sin aliento ruega que lo metan preso nuevamente, afirma ser el fugitivo de la noche de la tormenta. Al preguntarle donde estuvo todo ese tiempo, explica que fue secuestrado por unas duendes del bosque, que casi lo matan de tanto exigirle sexo. Mentira que dice ante la vergüenza que sentía de revelar que en realidad eran las Clarisas. Los policías se ríen estruendosamente creyendo que está loco, le preguntan dónde es ese lugar pues ellos quieren ir a disfrutar de esas mieles de placer.  

Lo sucedido era que por esas cosas del destino o de la mala suerte, ese día en que desatara de la furia de Zeus, al ver al sacerdote escapando por el cementerio descubre la entrada secreta por la lavandería, decidiendo esconderse en el Convento, al ingresar se topa con una puerta en uno de los corredores de la segunda planta que estaba medio abierta y al ingresar allí se encuentra frente a una solitaria figura desnuda, la cual se contorneaba emitiendo sonidos de placer mientras sus manos subían y bajaban por su cuerpo hasta llegar al monte de Venus, un crujido lo delata, descubriéndolo la monja que habitaba el claustro quien maravillada piensa que aquel ser era una bendita aparición del cielo al notar aquel peñasco que sobresalía de entre sus piernas, un obsequio Divino que decide compartir con su mejor amiga, en secreto ambas cambian placeres libidinosos por el encubrimiento, lo amarran a la cama, descubren el placer de la tortura a un sumiso que por vez primera no son ellas, lo mantienen prisionero, le aplican el fugitivo el contenido del secreto baúl pasionario de la Abadesa, correas, látigos, disfraces pero principalmente el polvo de cantárida supuestamente para recuperar el agotamiento de la pasión, ocasionado al complacer a aquel exigente y cada día más numeroso público que casi acaban con la vida del pobre hombre, al querer obtener un máximo beneficio, al desconocer sus efectos adversos provocado ante el abuso.  

Por culpa de la irritación causada en aquella deseada zona tuvieron que guardar abstinencia por varios días, siendo interminables para ellas, ya no se satisfacían con los toques solitarios ni mutuos, a pesar de este doloroso percance no todo fue tan mal para el pobre hombre pues recibió esmeradas atenciones, bañado con esponja como bebe, consentido con suaves almohadas, perfumadas sabanas y principalmente alimentos fortificantes cuyos poderes eran conocidos por las piadosas Hermanas, tales como asadura de testículos de chivos y toro, la famosa olleta de gallo y otras exquisiteces que le fueron administrados bajo estricta vigilancia, turnándose entre sí ferozmente para ser la primera en detectar los signos de recuperación del convaleciente órgano.

Las constantes peleas por el preciado trofeo ocasionaron que a la final todas se enteran de la presencia del fugitivo de la cárcel, el oculto misterio sería revelado en todo su esplendor, una se lo dice a la otra en calidad de secreto sumarial y, así se va esparciendo entre estas dulces religiosas, hasta ese momento cubiertas de un níveo manto virginal, paulatinamente el grupo va aumentando hasta que la congregación entera de las Velos Blanco se suman al impúdico placer, brindándoles un motivo de felicidad, escaso para ellas dentro de la férrea sociedad estamentaria en la cual habitaban. Inesperadamente, por vez primera las pobres les ganarían una a las ricas y poderosas Velos Negros.

Por otro lado, apenas horas antes las jóvenes novicias protagonizarían algo insólito. El fuego propio de su edad buscaba drenarse de múltiples formas en ese rígido ambiente, uno de los placeres que disfrutaban eran sus escapes al bosque pero estas salidas por ser ocasionales no las satisfacían plenamente, así que dentro del Convento siempre estaban planeando alguna tremendura, salían a hurtadillas de noche a husmear quien entraba secretamente a las apasionadas citas de las Velos Negros para sorprenderlos y asustarlos haciéndose pasar por almas en pena, riéndose discretamente salían corriendo, otra de sus favoritas era colocar sapos en los claustros de ellas con el fin de aterrorizarlas, también hurgaban en la cocina para sustraer cualquier exquisita comida, una vez colocaron grillos dentro de la capilla, incluso restos de animales muertos para que por el mal olor se retiraran sin terminar de rezar, lo cual las aburría sobremanera.

Una de sus obligaciones era la de cuidar y alimentar al perro guardián de Santa Ángelus, un peludo Collie blanco y dorado de gran tamaño a quien ellas habían bautizado con el nombre de Gastón, al cual amaban sobremanera, representando el amor maternal arrebatado al entrar al Convento con sus férreas normas de no permitir visitas, surgiendo un fuerte vínculo afectivo con el animal.

Resulta que la noche anterior al encuentro entre Marco y Alicia, el animal fallece al atragantarse con un hueso de su comida, constituyendo una tragedia para las jóvenes, después del impacto de la repentinamente pérdida de su amada mascota, conociendo que la orden era que los restos de los animales se tiraran por el voladero del cerro para que sirvieran de alimento a las aves de rapiña, deciden que no lo permitirán y acuerdan enterrarlo, habían visto que en el almacén guardaban varios ataúdes listo para cualquier emergencia, por lo que se dirigen al sitio para substraer uno clandestinamente, luego lo llevan a la sacristía donde nuevamente discuten de la necesidad de vestirlo acorde al acto ya que le iban a dar cristiana sepultura, pero se tropiezan con un problema, existía solo un tipo de atuendo disponible, finalmente visten a Gastón con los hábitos de una Velo Negro que toman del tendedero en la lavandería donde eran colgados para que se secaran al sol.

Una de ellas protesta por el irrespeto de hacerlo de mujer siendo macho, pero las demás la convencen de que no hay otra posibilidad y que deben proceder lo más rápido posible ante de que las descubran.

              ¿Cómo lo sacaremos de aquí?

              Yo sé dónde está la llave de esta puerta que da al cementerio.                 

La novicia se refería a la segunda puerta que estaba a un lado del presbiterio, la cual era rara vez usada ya que solo se abría en caso de entierros, puesto que proporcionaba un acceso directo al camposanto privado de la Abadía y cuya llave era guardada por Berta en el mismo almacén. 

Cuando llegan al lúgubre lugar consiguen al enterrador realizando labores de mantenimiento en las tumbas, quien al verlas tan nerviosas cuchicheando entre si y conociéndolas por sus irreverentes expediciones al bosque, las interroga sobre a quién llevan en el ataúd pues él no tenía conocimiento del fallecimiento de algún miembro de la congregación. Ellas responden al unísono con diferentes respuestas, por lo cual el delgado viejo deduce que se traen algo entre manos, les exige que abran el cajón o de lo contrario llamará de inmediato a la Abadesa.

Resignadamente las novicias destapan el féretro, acercándose el hombre para examinarlo, quien a pesar de sus experiencias durante tantos años en el oficio de sepulturero, nunca había visto algo parecido, no pudiendo evitar que se le escapara un grito al ver el hocico del perro sobresaliendo entre el negro velo y la ajustada toca blanca de monja que rodeaba su peluda cara.

              José, por favor, te lo suplicamos, entiérralo. ¡No queremos que a Gastón se lo coman los zamuros, es como nuestra madre! — Exclaman las jóvenes revoloteando a su alrededor como una bandada de polluelos, rogándoles llorosas que las perdonara por el sacrilegio de lo solicitado.

 El buen hombre les tenía mucho cariño ya que le recordaban a sus nietas, por lo cual decide condescender y después de calmarse, tanto ellas como él, proceden a sepultar al animal, colocándole la siguiente identificación, “Aquí descansa anónimo G”.

              Qué lindo, José, gracias. — Dicen todas besándolo cariñosamente.

Estando por retirarse del Campo Santo, repentinamente ven a dos mujeres salir del Convento por el área de lavandería. A pesar de ir vestidas como sirvientas las identifican.

                                                              Lápida para un amigo. Foto modificada por AEC

 Resulta que la lavandería poseía una  estratégica ventaja, conectaba con el bosque a través del cementerio, una ruta por la cual se podía llegar al pueblo sin hacerlo por la entrada principal, lo cual permitía salir clandestinamente sin que la Hermana Ángela se enterara, por supuesto siempre y cuando no se temiera a los difuntos.

A este importante lugar se llegaba por un pasillo interno de la edificación transitado solo por las personal subalterno pues era utilizado para sacar la ropa sucia y los pestilentes contenidos de las bacinillas de las Velos Negros, lo cual servía para espantar curiosos.

Esto únicamente lo conocían un pequeño grupo en la cual se encontraban el sepulturero, las curiosas novicias y dos personajes que eran las que más empleaban esta secreta entrada, Juana e Isabel, para que sus amantes las visitaran sin que nadie se enterara, principalmente la Hermana responsable de las llaves del Convento.

                                                          Cementerio de Santa Ángelus. Foto tomada de internet

Era frecuente que el Provincial estacionara ocultamente su coche allí, preciso lugar donde se encontraba el día de la pesquisa en busca del fugitivo, permitiéndole huir a través de ese lugar sin ser detectado por los guardias apostados en el frente. Este cementerio privado había surgido como una alternativa al de la ciudad, otorgándoles a las abadesas y monjas el privilegio de construir sus propios mausoleos que incluso en ese santo rincón, también dividía en dos a la organización social monástica, notándose las bellas esculturas de mármol y bronce con diferentes motivos desde naturaleza viva, ángeles helénicos, figuras mitológicas cristianas que adornaban las tumbas de las Velos Negros, contrastando con las sencillas lápidas pertenecientes al personal de menor jerarquía, que solo motivadas por la caridad cristiana se accedía a ser sepultados junto a ellas, pero marcando la diferencia.

Además de la privacidad, estos camposantos eran cuidados esmeradamente por las legas y personal servicial, estaba protegido por su propia muro perimetral con una puerta de acceso para el sepulturero que también fungía de vigilante, evitando que los animales salvajes o perros escarbaran en las sepulturas para extraer los cadáveres y comérselos dejando esparcidos los restos humanos, tal como sucedía en el cementerio público, causando un gran malestar, siendo frecuentes las quejas y denuncias del poblado ante la autoridad civil por la decidía hacia sus deudos.

              ¿Qué hace la tímida y virtuosa Hermana Consuelo, escapando a esta hora con ayuda de la Hermana Juana?. — Le preguntan las jóvenes al sepulturero.

              ¿A quién va a ver en el pueblo? —Insisten rodeándolo curiosas.

Si revelan lo que descubrieron le diré a la Abadesa quién es el anónimo G. — Les aclara el hombre seriamente.

Las novicias acatan sin imaginar lo que horas después acontecería en ese mismo lugar, la vida tenía sorpresivos recovecos, señalando siempre, aunque sutilmente, una lección, un aprendizaje de humildad.    

 

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