El Provincial se da cuenta de la situación, era evidente que venía de pecar. Debía hablar con él, procuraba proteger al muchacho de las intrigas de la competencia dentro del mundo religioso, percibía su autenticidad, la que él no poseía, su frescura, despertando sus sentimientos paternales, de cierta manera lo hacía sentirse satisfecho de haber aprobado su existencia cuando fue notificado de su llegada al mundo. Se había propuesto orientarlo pero por un camino diferente al de él, escabroso e hipócrita, tanto que a veces sentía asco de sí mismo. Estaba consciente de lo que era y no quería que David experimentara el mismo infierno de bajas pasiones donde habitaba.
Deseaba para el joven un desempeño honorable, sin
sombras de dudas sobre su proceder, con vocación verdadera, al estar bajo su poderosa protección, se le facilitaría su ascenso dentro de la iglesia, debía indagar sobre
aquella aventura que podía ser un obstáculo, esperaba que fuera algo efímero,
el despertar de la carne era normal a su edad, lo sabía por experiencia propia.
Luego de finalizada la búsqueda del fugitivo, muy
temprano aun, navegando un atrevido sol rojizo sobre un horizonte de peñascos y
árboles, Marco aparentando inocencia, se dirige a Santa Ángelus
supuestamente a cumplir con sus obligaciones. Sin detenerse recorre el pasillo
principal buscando su objetivo.
—
Avísele a la
Hermana Superiora que ya llegue para nuestra reunión sobre lo sucedido —
Le dice el Provincial a una lega que pasa por su lado.
Con paso rápido entra a la hermosa biblioteca situada al lado de la Sala Capitular, frente al patio central, salpicado de múltiples ventanales que le daban frescor y bañaban de luz a sus altos estantes de oscura madera atestados de libros que forraban el salón alzándose hasta el techo, en un discreto y acogedor rincón tenía un escritorio para su uso personal donde se sentaba a trabajar en algún informe o simplemente leer un buen libro como El Príncipe de Maquiavelo, su favorito que se conseguía en aquel recinto excelentemente surtido, uno de los más cosmopolitas que conocía, sorprendía la variedad de temas existentes y la ausencia de censura en ese lugar, no se conocía como llegaron allí tan magnífica colección literaria, solo leyendas de naufragios y reyes.
Debido a que leer era uno de los pocos gustos que
se otorgaba con cierta libertad, puesto que no amenazaba su autoridad o
prestigio, al contrario era bien visto por las religiosas, lo hacía habitualmente.
— ¡Monseñor está leyendo, silencio, no lo molesten!. — Ordenaba la Abadesa.
Así que, al sentir la necesidad de alimentar su
espíritu, se encaminaba a este placido ambiente, además de ser una fachada para
disimular otras intenciones, como la de ese día.
La Hermana Cristina era la encargada del sitio en cuestión,
siempre la observaba en su diario quehacer de acomodar y clasificar los libros
en los múltiples anaqueles, usando a veces una escalera rodante para llegar a
lo más alto, manteniendo un orden impecable. Se le podía solicitar cualquier
texto y diligentemente se dirigía al sector y la fila exacta donde estaban
colocados.
Monseñor la detallaba desenvolviéndose en aquel
complejo entorno con gran precisión, daba la impresión de sentirse muy cómoda
con la tarea que realizaba, no era la primera vez que la veía pero si la
primera que la miraba con detenimiento. Comienza a preguntarse si acaso aquella
Hermana era la causante del desazón de David. Estaba al tanto de la
sensibilidad del joven y advertía que armonizaba con la literata que tenía
enfrente, decide indagar, entonces nota que se acomoda en una de las pulidas mesas
de lectura llevando un libro en sus manos del cual cuelga parte de un marcador de cuero
repujado, mira para todos lados precisando que están solos, se dirige silenciosamente
hasta la mujer, al acercarse la detalla, no era bella pero aquel aire
intelectual era atrayente.
—
Buenos días
Hermana Cristina, ¿Qué lee con tanto afán?
— Buenos días,
Monseñor. Es Ana Karenina. — Le responde levantando la cabeza
hacia él mientras gira el libro para que lo vea.
—
¿Ana Karenina? Ese
libro trata sobre un pecado o, ¿Me equivoco?. — No la veo a usted
escrutando un tema tan escabroso como el de ese texto.
—
¿Por qué no?, un
pecado puede tener un valor.
— ¿Un valor?, ¿Cómo
puede ser eso posible? — Dice
el Provincial enarcando ambas cejas sorprendido ante la respuesta.
—
Monseñor, un
valor puede no solo ser negativo si no también
positivo. — Insiste
mirándolo con sus grandes y expresivos ojos oscuros.
—
¡Vaya interesante
punto de vista, válido en las ciencias exactas pero nunca me lo hubiese
planteado en lo moral o en el campo filosófico. — Toma una de las sencillas sillas de espaldar recto procediendo
a sentarse junto a ella.
—
A ver explíqueme eso Hermana Cristina,
tiene mi atención, la escucho. — Inquiere
sobándose su corta y bien cuidada chiva que resaltaba su simétrico mentón.
—
Todo depende del ángulo en que se mire, de
quien lo mire y que lo motiva a actuar. — Explica la intelectual, apelando a su
razonamiento.
— No cabe duda que la infidelidad es un
pecado, por lo tanto con valor negativo. — Arguye Monseñor denotando cierta
consideración creyendo tener la superioridad.
— Si Monseñor, pero casarse sin amor también
es un pecado. — Explica Cristina refiriéndose a la trama de la novela.
— Casarse sin amor puede ser una necesidad
para la sociedad y la familia, de allí provendría su valor positivo. — Explica Marco
con suave voz paternal.
—
Bueno tiene
razón Monseñor, eso puede tener un valor positivo, hablando socialmente, es
indiscutible.
—
Ya
veo, ¡Estás en contra del matrimonio por conveniencia social!.
— No
es así, simplemente lo comprendo, es algo aceptado, pero esto a veces conduce a
realidades indeseables, fatídicas, hundiéndonos en un mar de desdicha por el
dolor que le causamos a otros por su inevitable consecuencia, la infidelidad, que también cumple un papel positivo al
permitir que la sociedad se preserve al ser su drenaje emocional, importancia que
usted recalca, por lo tanto de igual valor al matrimonio sin amor, aunque no se
admita públicamente. — Sentencia Cristina.
—
Hermana
Cristina, ¿Usted está diciendo que la conducta de Ana Karenina representa un
valor positivo? ¿Acaso está de acuerdo con la infidelidad? — Riposta
Monseñor bajando más la voz, casi como una íntima caricia.
—
No Monseñor, no
lo digo yo, ¡Lo dice usted con su argumento!
Marco queda pasmado, no puede creer como aquella
Hermana, a la cual nunca le había prestado atención, lo acaba de vencer en un
duelo intelectual que él daba por ganado fácilmente al sentirse superior, lográndolo
sin hacer prácticamente ningún esfuerzo, incluso usando sus propios argumentos,
era increíble, sin embargo lo había disfrutado, hacía tiempo que no sostenía una
conversación tan interesante que le dejara algún aprendizaje, en el Convento no
existía esa posibilidad. Ahora entendía la soledad de Cristina la genialidad
tiene un precio y es el aislamiento social. Necesitaba conocerla mejor.
A Cristina también le agradaría la conversación con el clérigo, oportunidades como esa de discutir intelectualmente, sin orgullo y prejuicio entre los interlocutores, solo el placer de desarrollar una idea sin que apelen a la jerarquía o a la edad para vencer ante la ausencia de argumentos, era un tesoro invaluable. Pero ella conocía lo traicionero que era Monseñor, sus confabulaciones contra el apreciado Obispo, era como ser amigo de un tiburón que en cualquier momento puede asesinarte. Todo esto lo pensaba metafóricamente, no imaginaba lo asertivo del símil que acaba de recrear en su mente de escritora, cuyo germen llevaba en su interior y cuan cerca estaba de descubrirlo, apenas días después, horas después, tal vez minutos.
—
Que
compleja es usted, por eso siempre la veo sola, sin una amiga a su lado. —
Le dice el Provincial
asumiendo el papel de amigo.
—
Yo
no persigo la amistad por sí misma o para llenar un requisito. ¡Busco el
intelecto!
—
Hermana
Cristina, dígame, si se puede saber, ¿Por qué usted se metió a monja? —
Interroga el sacerdote, cambiando
bruscamente de tema.
—
Bueno,
yo quede sola en el mundo, perdí a toda mi familia en la epidemia de la gripe y
como me gusta mucho leer, estudiar filosofía, no teniendo medios para ingresar
a un buen colegio e ir a la Universidad por las condiciones de pobreza en las
que quede, tome una decisión. — Hace una breve pausa y
luego continúa su
relato.
—
Al
analizar mi situación, me percate que mi única oportunidad era entrar al Convento,
pensando que estaría en un centro de valores y virtudes como el que andaba
buscando. Entonces mi padrino me propuso pagarme la dote y conseguirme la
admisión en Santa Ángelus. —
Esto se lo digo en carácter
de confesión, Monseñor.
— Guardare el secreto, desahóguese y dígame, ¿Quién es esa persona que le paga la dote? — Pide el taimado Provincial, buscando obtener una información confidencial que le intrigaba y además presentía que le podría ser útil.
—
Sincerarse
a veces no cambia la pena o el dolor. Monseñor, no todo se pregunta, no todo se
responde, no todo se dice.
—
¿Acaso
es un familiar suyo?. — Insiste Marco curioso, obviando la sutil evasiva de la bibliotecaria.
—
Le
voy a contestar como el análisis de Ana Karenina que le acabo de hacer, la respuesta a eso también
es un valor.
—
¿Qué
quieres decir, acaso envuelve una infidelidad? — Pregunta inquisitivamente Monseñor.
—
Existen
situaciones que pueden ser muy complejas de explicar. — Responde esquiva Cristina.
En eso entra Raquel a la biblioteca presenciando la
íntima conversación entre esos dos personajes, según su punto de vista no
tenían nada en común o ¿Sí?.
Ella consideraba a Cristina como una advenediza pues
debido a un golpe de suerte había logrado ingresar a la congregación sin llenar
los requisitos necesarios, asignándosele aquella aburrida tarea de librera que
no era relevante para el Convento. No entendía que podrían conversar con tanto
interés esos dos. Despertaba su curiosidad.
Ante la interrupción, Marco abandona el
interrogatorio, se daba cuenta que era inútil en ese momento, se levanta de la
silla, retirándose con un cortes saludo, camina aceleradamente por lo tarde que
es, medita en todo lo conversado, concluyendo que debe tener en cuenta a la recién
descubierta valiosa Cristina para su proyecto, ganársela inteligentemente.
Raquel se acerca mirando de reojo alejarse al absorto
Provincial quien al pasar por su lado ni siquiera la determina quedando desubicada
ante la indiferencia del sacerdote, disimula pidiéndole a Cristina “Cumbres
borrascosas” una oscura historia de desprecios hacia personas consideradas inferiores,
de matrimonios por conveniencia, pero principalmente del trato discriminatorio
y vejatorio hacia los hijos socialmente fuera de lugar dentro de familias con valores
distorsionados que incitan rencores que llevaron al protagonista a una cruel
venganza y la renuncia de la felicidad.
La Bibliotecaria camina con el texto en sus manos
mientras observa a Raquel preguntándose ¿Qué tiene que ver la escabrosa trama
de la novela con la rígida y obsesiva Raquel?.
—
Aquí
tienes el libro. — Dice Cristina alcanzándoselo.
Al tomarlo, ambas se observan por un instante, se
escudriñan buscando determinar quién era o qué buscaba la otra, parecían dos
felinos midiendo a su contrincante para saber cuan peligrosa eran.
Sus años de experiencia en la biblioteca le había servido para descubrir que los libros solicitados siempre reflejaban la personalidad o las frustraciones o los deseos reprimidos de las lectoras de Santa Ángelus, eso le permitía conocerlas sin necesidad de alternar con ellas.
En el caso de Consuelo, conciliadora, maestra de
las novicias y tornera encargada de los niños abandonados en la puerta del
Convento, se afanaba sobre temas educativos útiles para sus clases pero su
preferido era Oliver Twist, triste relato de un huérfano que señalaba males de
la sociedad, como el trabajo infantil al que eran sometidos, su uso para
cometer delitos, la indiferencia ante el abandono de los pequeños, el hambre frecuente
del que eran objeto, abusos de los cuales ella protegía celosamente a los recogidos
allí, destacándola como la Hermana más sensible y autentica dentro de aquel
recinto, donde abundaba la doble moral, sin embargo ocultaba un secreto.
En cambio otra que asistía
con frecuencia al lugar era Alicia, fanática de la literatura erótica existente
en aquellos anaqueles, uno de sus preferidos era Las Flores del Mal, colección
de poemas de Charles Baudelaire quien
rompería con los paradigmas tanto de la prosa como de la poesía con un contenido sugestivamente sensual, censurado por esta razón y siendo obligado a
retirar parte de sus versos, pero misteriosamente allí había una edición
completa que era el deleite de esta rubia Hermana de ojos misteriosos. “Mostrando
sus senos flácidos y sus ropas abiertas, las mujeres se retorcían bajo el negro
firmamento. Y como un gran rebaño de victimas ofrendadas, en pos de él
arrastraban un prolongado gemido…”. Otros de sus favoritos, aunque
contradictorio, sin embargo Cristina se percataba que no era así, existía una
congruencia, más de lo que podía apreciarse a simple vista, eran los libros sobre santos, como San Agustín, Santa Pelagia y Santa
María de Egipto, con intensos conflictos sobre el amor carnal que aquella rubia
se devoraba. Años después llegaría a entender la razón de esta afanosa lectura de
Alicia.
La Bibliotecaria aprovechaba
el tiempo libre en su pasión, leer y escribir, si le hubieran vaticinado que
aquello que consideraba un pasatiempo sería su profesión en un futuro muy
cercano, no lo hubiera creído y menos que los sucesos vividos durante aquellos
días se convertirían en su obra cumbre.
Al notar la hora decide dejar de leer la novela Don Quijote de La Mancha, obra que trataba sobre un idealista soñador que se convierte en caballero andante para ayudar al prójimo y defenderlos de las injusticias. Siempre recurría a el cuando necesitaba paz, como en aquel momento, era una especie de oasis que tranquilizaba su alma de las turbulencias humanas que le eran ajenas e incomprensibles, poseía el don de visualizarlas con gran facilidad, deseaba no tener aquel poder de palpar los angustiantes abismos infernales donde se sumergían las personas a su alrededor que, lamentablemente muchas veces, no podían rescatarse, principalmente las religiosas de Santa Ángelus y ahora también el Provincial, lo cual la atormentaba.
Procedía a guardar el texto para
irse a la misa cuando escucha los alarmantes gritos y el llamado inesperado del
campanario, era la segunda vez ese día.
No hay comentarios:
Publicar un comentario