Al entrar por primera vez a Villafranca, tres
elementos resaltaban copando los sentidos, el primero era un intenso aroma a
dulces impregnando el ambiente de forma envolvente. El segundo, el peculiar
parloteo de sus agitados vecinos dispersos por las calles, marcado por una
cantarina forma de hablar arrastrando las palabras, gesticulando exageradamente.
Las damas agolpadas en los zaguanes comentando disimuladamente los escándalos
del momento, abanicándose y cubriendo sus bocas para que no se notara el cuchicheo.
Santa Ángelus Dominius. Fotografía JAO
En tercer lugar, rompiendo el horizonte, descollaba
la bella cúspide del campanario de la capilla de su Convento, alzándose como un
desahuciado, parecía estar implorándole piedad al cambiante cielo, a veces
azul, a veces gris, a veces con un intenso
resplandor incandescente, otras anubarrado, susurrando un seductor llamado evocando el misterio femenino.
Este pueblo de apenas cuatro calles, frío y
neblinoso, enclavado entre montañas, casi rozando el cielo, trasmitiéndole la
sensación de estar acariciado por la mano de Dios, un lugar apacible solo en
apariencias pero en realidad sería como la caldera del diablo, la sucesión de eventos
censurados ocurridos allí era
insólito debido a la pequeñez de su entorno, sin embargo no dejaba de vibrar
con intensas pasiones, entrando en ebullición frecuentemente,
se podía decir que casi a diario, girando alrededor de Santa Ángelus Dominius.
Entre Villafranca y dicha congregación existía un
enlace que trasegaba la información en ambos sentido, era la cocina del Convento,
allí sus cocineras y sus amantes se nutrían entre sí de chismes, revelado en
confesión entre amantes, así a la abadía llegaban los ocultos secretos de las
mejores familias y eran recogidos los de sus religiosas, una especie de cordón
umbilical, un reino prohibido y vergonzoso. Así
que los pecados de un lado se conocían en el otro y viceversa, equilibrando el poder de la información entre los
dos, de esta manera al conocer sus mutuas debilidades obligatoriamente debían
formar una sociedad de cómplices y alcahuetas.
Esta orden religiosa, apegada a su impúdica tradición
por la cual se haría famosa, se había originado en los escandalosos sucesos acaecidos un
domingo de Ramos, ocho siglos atrás, cuando la damisela que llegaría a ser Santa
Clara, en un acto de rebeldía, se fugó por la noche de casa de sus padres, para
llevar una vida igual a los franciscanos. Esta conducta era mal vista en esa
época debido a tres razones, las mujeres no podían hacer lo mismo que los
hombres, desacatar a sus padres era una grave falta e irse del hogar estando
soltera era considerado libertinaje.
Con estas premisas surgen las Clarisas,
sometidas a las estrictas
reglas de San Francisco que, entre otras cosas, prohibía salir al exterior y no
dejarse ver de personas ajenas, solo por los franciscanos.
Fieles a su tradición liberal, estos monjes eran
especialmente seleccionados según sus atributos, siendo los únicos autorizados a
entrar al claustro, por lo que disfrutaban de la exclusividad de convivir con
las Hermanas. Parte de la limosna de la que subsistían, se las entregaban ellos
pues no podían poseer propiedades ni recibir donaciones.
Dentro de estas instalaciones, los frailes realizaban
diferentes tareas, incluidas aquellas con atención personalizada para las
irreverentes Clarisas. Si las Hermanas pecaban, obligatoriamente ellos estaban
en la escena del crimen, no existía otra posibilidad. De esto surgirían
consecuencias inevitables y ocultar los resultados de la íntima convivencia acarrearía
males aún mayores, una espiral ascendente de pecados que caracterizarían a la
congregación de Villafranca.
Para completar estos antecedentes de liberación del yugo paterno, su verdadera motivación de existencia, acontecía que a nivel local, Santa Ángelus Dominius había sido fundada por uno de los primeros sacerdotes de Villafranca, perteneciente a la clase dominante del lugar, conocido como “El Santo” Don Juan de Jiménez, famoso célibe y destacado Casanova por mantener relaciones con diferentes mujeres, buscando serenar su libertina conducta concibió la idea de regentar un convento de monjas, lugar “ideal” para consolar a tantas doncellas solitarias. Fue su síndico o administrador de por vida, facilitándole aumentar su patrimonio personal a través del desvió de las donaciones dadas, un precedente que sería imitado años después por una de las Hermanas Velo Negro.
Este Don Juan disponía a su voluntad de todas
las integrantes del Convento pues prácticamente residía en ese lugar, llegando a tener un rebaño de aproximadamente
sesenta Hermanas.
Durante siglos estos lugares desempeñaron un papel
muy importante en la sociedad, por ellos pasaron muchas damas de alcurnia como
también de otras esferas sociales más bajas. Para los pobladores frecuentemente ausentes debido a las
innumerables guerras acaecidas en aquellos tiempo, dichas instituciones les servían
como un sitio seguro donde dejar a sus hijas solteras. Las viudas también
encontraban refugio allí, garantizándoles resguardo a su inquebrantable moral obteniendo
un libidinoso beneficio adicional para aliviar su triste soledad.
El
Convento Santa Ángelus estaba rodeado cual fortín por una larga pared de
rusticas piedras grises que lo separaba de
la plaza del
pueblo o mejor dicho marcaba un límite entre ambos, cielo e infierno. Rompiendo
esta monotonía resaltaba un enorme portón de madera que al abrirse producía un
chirrido como un doloroso lamento, siendo sorprendido por un hermoso jardín que
irradiaba una paz casi celestial, sus árboles y plantas eran una sinfonía de
colores muy armónico notándose su esmerado cuidado en cuyo centro palpitaba una pileta de
donde surgía en un vaivén desordenado, múltiples rayos de agua como queriendo
alcanzar el infinito.
Este
Edén limitaba por largos pasillos salpicados
de innumerables arcos de columnas dobles que le daban un aire acogedor, pero en
realidad aquel lugar se asemejaba más al infierno con sus tormentosos pecados
que ocurrían en ese idílico lugar, sin freno ni pudor.
Jardín
del Edén. Fotografía de Internet
Desde el poblado se podía ver su llamativo techo de rojas tejas
expuestas al sol, al entrar a su interior se contemplaba las tablillas que lo
cubría por debajo, sostenidas por grandes vigas de rustica madera oscura que
descansaban sobre blancas paredes de tapias y mampostería sumamente gruesas, a
intervalos estaban reforzadas con columnas de madera insertadas en bases de
piedra labrada, técnicas que les proporcionó perdurabilidad en el tiempo.
Fueron construidas por canteros que abundaban en
los alrededores, virtuosos en trabajar la piedra, maestros que igualmente
levantaron las casas solariegas e iglesia del pueblo de Villafranca. Al ser
también herreros y fundidores, fabricaron sus campanas, una de las cuales, la
de Santa Ángelus, protagonista de la página más oscura de su historia.
Poseían una capilla para su uso particular, constaba de
una nave alargada con tres puertas, la entrada frente al jardín, al fondo a
ambos lados del altar existían dos puertas, una que daba a la sacristía que
servía de depósito y por donde ingresaba el sacerdote oficiante y la tercera
que daba al cementerio. Delante estaba el presbiterio, el espacio que antecede
al altar, algo elevado al cual se sube por unas escalinatas, allí se coloca el
coro y está separado del resto de la nave por una baranda, conocido como
comulgatorio, lugar donde ocurriría el inicio de esta pecaminosa historia.
Pero antes de adentrarnos en ella es necesario
revelar ciertos detalles como el caso de la
férrea sociedad estamentaria existente que no se percibía a
simple vista pues lo disimulaba una delgada capa de supuesta piedad, pero en lo
subterráneo de estas benevolentes religiosas la situación era perversamente
retorcida, nada que ver con lo aparentado. Lo primero que destacaba llamativamente
eran los dos colores de los velos que portaban, el negro y el blanco, diferencias
que iba más allá del contraste de su tinte, existiendo otras desigualdades menos
evidente.
Los Velos
del Edén. Fotografía de Internet
En las normas se especificaban minuciosamente las
tareas que debían hacer en los correspondientes horarios, comenzando en las
mañanas convocadas por las campanas que tocaba la Hermana Ángela todos los días,
anunciando los diferentes rezos que se efectuaban en la capilla privada o de las
oraciones que se cumplían con un tiempo de meditación silenciosa, exentas únicamente
las monjas de Velo Blanco pues debían preparar el desayuno para la congregación.
Luego a las 8,30 am se celebraba la eucaristía asistiendo la totalidad de las
monjas.
Una vez culminado los deberes matutinos con Dios, se
pasaba al desayuno consistente en una taza de té y un pan, esto era para las de
Velo Blanco y el personal de legas y sirvientas. Las Velo Negro tenían el privilegio de
alimentos especiales acorde a su dote, exquisiteces que estimulaba uno de los
tantos pecados del santo lugar, el robo por parte de las excluidas de estos
mundanos deleites, acarreando severos castigos de ayuno si eran sorprendidas en
tal irrespeto.
Las horas del recato. Tomada de internet.
Se continuaba a las 9 am con los respectivos deberes,
las de Velo Blanco a los trabajos de limpieza,
lavado, planchado y acondicionamiento de la ropa. Las encargadas de la cocina
atizaban el fuego en el amplio fogón atestado de ollas en el cual se preparaba
la comida que debía estar
lista a las 12,45 pm cuando otra vez iban a rezar, luego se almorzaba en silencio y venía un
descanso hasta las 4 pm, cuando tocaban el campanario para dirigirse a rezar el
rosario ante el santísimo expuesto.
A toda esta rutina se sumaba los turnos de estudio,
formación religiosa y de adoración que abarcan hasta las 7 pm, seguida de un tiempo de oración personal para finalmente cenar
a las 8,30 pm.
Además de las Velos Negros,
llamadas Señoras y las de Velo
Blanco o medio velo, estaban las legas que no
eran monjas consagradas pues no tenían como pagar la dote, las novicias que eran
las que se preparaban para tomar los hábitos y por ultimo las criadas.
Por cada
siete de Velo Negro
debía haber una de Velo Blanco para
ocuparse de los oficios corporales, no estando obligadas a cumplir con las
horas canónicas solo de un determinado número de Padrenuestros y Avemarías en
su lugar de trabajo; debían levantarse a la misma hora que las demás, asistir a
misa diariamente y eran eximidas del ayuno en algunas épocas del año en
atención al trabajo corporal que realizaban, una asfixiante rutina.
En
cambio las Señoras
cumplían con otra tarea de nombre peculiar haciendo alusión a una santidad que
en realidad no lo era.
Puerta a la pasión. Tomada de internet.
Se podía decir que se les otorgaba una recompensa a tanto sacrificio en esa supuesta hora de los “Oficios Divinos”, como se denominaba a los rezos realizados en los claustros privados de estas poderosas Velo Negro, sin embargo sus puertas enmarcadas en fucsia flores delataba aquel no tan decoroso deber, una velada invitación a la pasión, la hora del pecado.
Para ser religiosa se
exigía: vocación, ponderada vida y costumbres sanas, tener diecisiete años,
fuerzas físicas para poder cumplir con las labores, no haber pertenecido a otra
orden, no ser casada, legitimidad de nacimiento, limpieza de sangre demostrada
por su árbol genealógica, pero sobretodo adaptarse a su moral de lo cual se
encargaban las Hermanas que ejercían de maestras.
Las
Velo Negro o coristas estaban en lo alto de esta organización, sus únicas ocupaciones además
del rezo del Oficio Divino, era cantar en el coro, dedicar tiempo a la vida contemplativa,
una existencia privilegiada, cual abeja reina de una colmena con el enjambre dedicado
a su exclusivo servicio. Otra “extenuante” obligación era supervisar
los oficios que realizaban las monjas de Velo
Blanco, las legas y las sirvientas imponiendo
castigos, esto representaba un control absoluto sobre aquel mundo.
Dentro de este selecto grupo se escogía a la máxima autoridad, las únicas con derecho a voto para elegir la abadesa, priora o prelada del Convento, cargo que generaba una
feroz competencia entre ellas dando origen a un hecho que convulsionó este
recinto, las restantes Velo Negro ocupaban los puestos honoríficos y
los cargos más importantes del gobierno interno, resaltando las Discretas el
más importante por ser el comité de consulta de la Abadesa en la toma de
decisiones cruciales tales como la expulsión de alguna monja; luego seguían en
importancia la Hermana encargada de la selección de las nuevas admisiones a la
congregación, la Portera encomendada de las llaves lo que implicaba el control
de salidas y entradas, siendo las clandestinas las que generaban su gran poder,
la Tornera o comisionada de la vigilancia de la exclusa colocada en la puerta
del Convento donde dejaban a los niños abandonados; la Vicaria del Coro, una
especie de director de orquesta que regulaba el orden del canto, la Maestra cuya
responsabilidad era enseñarle a las novicias el latín, labores
de mano, además de la formación espiritual, en fin, el “arte” de ser monja durante el año de noviciado, la Sacristana encargada
de la sacristía, la Librera responsable de la biblioteca, por ultimo las enfermeras,
refectoleras o asignadas al comedor, cillera o jefa del almacén o granero y la Administradora
de los ingresos, puesto clave. Una organización que designaba un papel a
desempeñar a cada quien.
Las Velo Negro no sólo se
distinguían por la larga lista de privilegios en el cual el menor era el derecho
al uso del color en su cofia, más relevante eran los honores propios de su
condición como ocupar un asiento reservado en el coro y el comedor además de poseer
un ajuar particular elaborado con finas telas que se notaba a simple vista.
Pero no solo era la calidad de sus hábitos, sus suculentos alimentos o sus
“Oficios Divinos” sino el tipo de habitación que utilizaban, esto incluso
dividía en dos niveles a las propias Velos Negros, unas en un distinguidísimo
grupo de mayor status económico y otras no tan ricas.
Las familias más
poderosas construyeron celdas particulares para sus parientas religiosas, una
especie de pequeñas casitas aisladas que contaban con cocina, horno y chimenea,
alcoba y oratorio en la planta alta; cuartos para criadas a su servicio en la planta
baja, permitiéndoles llevar una vida cómoda gracias a sus generosas dotes y
propinas pagadas a la iglesia. Nada de humildad solo vanidad.
Estos claustros estaban
situados a orillas del jardín, poseían huerto propio, corral o gallinero y
cuarto de aseo o letrinas.
Claustro virginal. Fotografía de JAO
Esta privacidad permitía
violar ciertas normas, principalmente la castidad. Los tejados rojos de estos Conventos fueron
testigos de innumerables deslices, incursiones clandestinas, quedando el
reguero de piedras o tejas rotas en los solariegos patios como testigos mudos
de las pasiones prohibidas.
Debido a que las oportunidades de conseguir con quien pecar eran
escasas, lo común era hacerlo con su confesor
por ser el que estaba más a mano por
estar autorizados a entrar a discreción, dándoles una nueva razón
para volver al recinto. Esto
traía como consecuencia los indeseados embarazo que las obligaba al asesinato
de los recién nacidos, enterrados en las gruesas paredes de los conventos o
tirados a los ríos, o abandonados en los bosques cercanos, salvándose si algún
caminante casualmente los encontraba, la mayoría morían de frío o servían de
alimento a los animales. En el mejor de los casos estos recién nacidos eran dados
en adopción o abandonados en las exclusas, recogidos por la Tornera, dedicada a
este oficio, actuando así como un orfelinato, algunos de estos eran entregados
a familias adoptivas, otros se quedaban allí permitiendo a la verdadera madre,
una Hermana, dedicarse secretamente a su crianza, hecho que originaría la
primera protesta por la desigualdad de género realizadas por estas Clarisas.
Paralelamente a sus estrictas normas se
desarrollaba un mundo subterráneo de sexualidad tanto en hombres
como en mujeres, cuyas impúdicas historias, a pesar de los esfuerzos de
disimulo, se filtraron hasta hoy día. Una de las que contribuyó a estas
revelaciones fueron los sucesos acaecidos en la semana fatídica que marcarían
de escarlata a Villafranca.
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