Un efímero resplandor
incandescente ilumina la negrura del firmamento dejando una zigzagueante marca sobre
su faz, era el impetuoso hijo del dios Zeus surgiendo con todo su esplendor de
su reino, mostrándole al universo circundante la pequeñez de su existencia,
cruza voraz con su deslumbrante furia lumínica desgarrando la noche buscando su
objetivo, quien milagrosamente lograría escapar protegido por intercesión de otra
diosa. Ofendido en su orgullo ante la fuga
del irreverente, en un ensordecedor retumbo se hunde despiadadamente sobre una
nueva víctima transmitiéndole su escarlata pasión, inmolado en lugar de aquel retador
de su poder, era un majestuoso y seco cují.
La furia de Zeus. Fotografía de JAO
El agonizante árbol cuyas desnudas ramas desplegadas al cielo parecían clamar piedad ante la furia de la tempestad, desconociendo que la sentencia estaba escrita, marcada para su final y que el dios rey de la naturaleza incontrolable no dejaría rendija de escape a sus designios, concediéndosele únicamente la dignidad de morir de pie, envuelto en las llamas del destino, por culpa de un amor fatídico.
Aquel gigante se retuerce mientras con un último esfuerzo alcanza a desparramar su fosforescencia en la espesura del bosque, el tenue hálito de luz forma un hipnótico juego de sombras y luces que van y vienen, en una de esos parpadeos fulgurante se vislumbra una edificación de altos y grises muros de piedra que revelarían el pecado ocurrido bajo la tormenta, el primero de siete.
Momentos antes, un joven fraile recién nombrado capellán,
habiendo culminado con sus deberes de confesor de Santa Ángelus Dominius, se
dirigía a un lado del altar mayor doblando la estola que acababa de retirarse
del cuello, buscando la puerta de la sacristía situada detrás de dicho oratorio
con el fin de guardar los ornamentos recién usados en la misa, casualmente se
encuentra con Alicia, la sacristana, quien venía saliendo del lugar, ambos se
miran intensamente, ocurriendo lo inevitable, otra tormenta se iniciaría provocada
por el fuego abrasador emanado de aquella esplendorosa Hermana, derritiendo
como la cera de una vela las barreras de castidad del fraile, que cual niño
inocente sería conducido por la experimentada mujer en el desconocido sendero del
amor carnal.
Desnudos,
bajo el altar mayor, enredados entre los lienzos y el sagrado misal, explora con
sus temblorosas e inexpertas manos los ocultos rincones de aquella embrujadora sirena,
armónicamente va recitando los misterios gloriosos como si ese cuerpo fueran
las cuentas de un rosario, devotamente, con recogimiento, numeraba cada lugar
descubierto: Primer misterio… glorioso, segundo misterio… doloroso, tercer
misterio… luminoso. Nada mejor
que una noche de tormenta para encubrir gemidos y suspiros.
El dios del rayo presencia la irrespetuosa indiferencia que ante la tormenta manifestaban los protegidos de la diosa Afrodita, despreciando su majestuosidad, girando solo alrededor del arrebato que les producía la lujuria, enfurecido enviaría a sus lumínicos hijos para recordarles su presencia que se desataba en el tormentoso horizonte, originando uno de los hechos acaecidos esa grisácea noche de revelaciones.
El paraíso de la pasión. Fotografía JAO
Al
llegar al último misterio, el gozoso, el tiempo se detendría, lo circundante
desaparecería, no puede definir sus fronteras, sus brazos, piernas, cabeza, se
disuelven, flota en una dimensión etérea quedando sometido a una penetrante
sensación que desborda su ser, que se derrama incontenible, cual erupción de un
volcán, brotando de la serpiente enhiesta, poderosa, causante del pecado
original cometido por aquellos otros dos antiquísimos amantes, Adán y Eva, al
fin conocería el placer en sus variadas expresiones, novedosa emoción
experimentada por vez primera, descubría el paraíso en todo su verdadero
significado.
Aquel
novato capellán, a quien esta
bella mujer, siete años mayor, le arrebataría su virtud, cobijado bajo el techo
de envejecidas tablillas del santo Convento, sin que nadie sospechara el torbellino
de pasiones despertado entre ellos aquella funesta noche, comenzaría a dudar
sobre su vocación sacerdotal.
—
Alicia, me preocupa que mi
alma inmortal pueda ser condenada al infierno por el pecado de la carne cometido
que me hace desear cosas que antes no hacía. — Dice el joven con un dejo de
angustia, mientras su cuerpo se estremece ante el contacto con la diosa acunada
en sus brazos, un temblor incontrolable lo cubre, parecía vibrar.
Estas
eran ansiedades muy típicas de todas las épocas y lugares, mayormente en la lujuriosa
sociedad de Villafranca, pero existía una solución para evitar la condena, una
puerta de escape que consistía en la obtención de indulgencias a través de donativos
a la Iglesia, logrando el perdón deseado por los católicos de entonces, en los
cuales imperaba la falsa moralidad. De esta forma todos se beneficiaban, pudiéndose
pecar sin mayores consecuencias pues la absolución estaba al alcance de un
generoso donativo, evitando el temido infierno, por otro lado, estos aportes le
servían a la Iglesia para equilibrar sus finanzas.
—
David, lo puedes arreglar comprando
una indulgencia.
—
¿Qué dices?. Las indulgencias no se obtienen de esa manera,
Alicia.
— ¿Acaso no lo sabes? Proporcionando un generoso aporte monetario, de acuerdo a la gravedad de la falta y por supuesto del poder económico del afligido pecador, se puede obtener un cupo en el "más allá" lo que se conoce como “el cielo”, incluso un lugar en un altar cerca de un famoso santo o de algún ángel.
—
¿Alcanzar el cielo o un altar con dinero? — Pregunta extrañado
David.
—
Si así es, además la
familia logra un lugar destacado en el "más acá" al divulgarse
muy discretamente su ayuda, mientras más cuantiosa sea, más relevante
socialmente serán. —Aclara la Hermana.
—
¡No digas esa irreverencia,
Alicia, debes arrepentirte, hacer penitencia y orar! — Exclama algo exaltado el
joven.
La
rubia mujer ríe cantarinamente, girando sobre si para sentarse y poder alcanzar
el mesón del altar donde estaba un copón conteniendo licor recién servido poco
antes por ella, ingiriendo pequeños sorbos mientras jugaba coquetamente con su
larga cabellera, al hacerlo observa un anillo que lleva en la mano el joven, el
cual gira nerviosamente sobre su dedo índice.
—
¡Eres demasiado inocente,
toma, bebe! — Le susurra al oído sugestivamente, acercándole el cáliz al capellán
semejando lo sucedido con la tentadora manzana proporcionada a otro pecador en
aquel primer paraíso virginal. Le pasa tiernamente una mano por el cabello, contemplándolo
durante unos segundos, recordando otra escena similar cuando temblaba en brazos
de Gabriel, su primer amante.
—
¿Te burlas de mí?. — Exclama
el joven, recibiendo la bella copa de plata labrada, inclinándose ligeramente, bebiendo
el vino de consagrar.
— ¡Tal vez! — Responde, saliendo abruptamente de su evocación, se le sube encima besándolo apasionadamente, sacándole audazmente el anillo
.
—
¡Regálamelo! — Le exige categóricamente, fijando
penetrantemente sus verdosos y picarescos ojos en los hoyuelos que se formaban a
ambos lados de los carnosos y provocativos labios de su amante, que delataban cierto
grado de malestar.
Al
notar la contrariedad en el rostro del joven, se detiene en su seducción,
momento que él aprovecha para contestarle.
—
No puedo dártelo, es un recuerdo de mi
padre que me dio mi santa madre!.
—
¿Tu padre? Dime, ¿Quién es?. — Pregunta,
inclinándose de nuevo insinuantemente sobre él, mirándolo profundamente, tanto
que parecía quererlo hipnotizar.
Repentinamente
un sonido familiar acaba con la ardiente escena que se desarrollaba en la
penumbra del presbiterio apenas
iluminados por los breves destellos de las encendidas velas,
un tintineo de campana surge quebrantando
el silencio de la noche y algo más.
La Hermana Ángela cimbraba angustiosamente la
gruesa y áspera cuerda del pesado campanario, su entrenamiento se lo facilitaba
al ser la encargada de realizar
el llamado a las oraciones por la mañana y la noche, su tarea
principal, así como de cualquier
emergencia como la de ese momento. Deberes de los cuales era la responsable por
su condición de Velo Negro obtenido gracias a que provenía de una
familia de la localidad que a pesar de no ser de abolengo sin embargo eran muy adinerados
y fieles cumplidores de las normas religiosas.
A lo lejos se escucha una orquesta de desordenadas pisadas que transitaban
los lúgubres pasillos del Convento de las Hermanas Clarisas, se dirigen a la
pequeña capilla anexa guiadas por un ciego instinto, convocadas por una
incrustada formación disciplinaria despertado por el rítmico retumbo, el
llamado es inapelable, obedecido instantáneamente, caminan como autómatas hacia
un destino incierto, era el comienzo del fin, sin saberlo la condena había sido
dictada en el mismo instante que aquel anillo fuera arrebatado a su dueño, tal
cual trofeo de guerra.
El
alboroto pone en alerta a Alicia, quien eléctricamente se levanta y dice
espantada:
—
¡Apresúrate, sal por esta
ventana que te abriré!. Recoge tu sotana y cordón, vístete afuera en el bosque,
no hay tiempo, las Hermanas vendrán aquí en un momento. — Indica Alicia,
mientras se coloca el negro hábito apresuradamente y esconde el anillo en uno
de sus ocultos bolsillos sin que él lo note.
—
Ve, yo me sentaré a rezar en
uno de los bancos de la nave simulando que acabo de llegar.
—
¡No consigo mis sandalias!
—
¡Vete, salta rápido, yo
las busco y te las guardo!
El
capellán escapa con más habilidad que el mismo Houdini, motivado por el impulso
más antiguo del ser humano, casi simultáneamente se escucha un ensordecedor trueno
que parece caer muy cerca.
— ¿Qué es eso? — Se pregunta
Alicia para sus adentros, alzándose ligeramente sobre la punta de sus pies se
asoma por el ventanal de la capilla distinguiendo un cují en llamas que ilumina
brevemente a su desnudo amante que apenas se aleja del árbol, no puede contener la risa
ante la precaria situación del joven que por poco no fuera alcanzado por el
rayo.
La embriagante desnudez. Fotografía de OMR.
Por dicho percance, la desvergonzada silueta que surgía abruptamente
de la edificación perdiéndose veloz en la profundidad de la noche con el fin de
ocultarse en el reino de Artemisa, el virginal bosque, dejaría tras sí las
pruebas de su delito, el dios Dionisio del éxtasis y la locura le había jugado
una mala pasada, tan absorto estaba por la delicada situación que no se percata
que otra forma humana también corre pero en sentido contrario.
Aquella noche por esas cosas del destino
confluirían tres hechos insólitos, la huida de un prisionero de la cárcel
local, la inesperada tormenta y un apasionado encuentro en el altar de la
capilla de Santa Ángelus disuelta por culpa de lo sucedido, desatándose una
serie de revelaciones iniciadas con aquel impenitente mortal embriagado en
placer, libertinaje y vino que terminaría en un final fatídico.
No solo en el presbiterio se pecaba, también en la
cocina el fuego estaba encendido entre dos formas humanas apenas visibles sombras,
disponían de un encuentro amoroso entre hortalizas y verduras que volaban por los
aires ante la intensidad de la pasión, gemidos de placer inundaban el lugar,
contrastando con lo acontecido en uno de los claustro, donde la ausencia del ardor pasional era
palpable, un silencioso hombre trataba de cumplir con una obligación impuesta
por su ambición, mientras una mujer clavaba sus ojos en el interrogándolo, un
sutil reclamo ante la falta de emoción, ni un susurro emitía.
Parecía que por culpa del pecado el Olimpo se había
dividido de manera irreconciliable, Zeus y Dionisio en contra, Afrodita y
Artemisa a favor, finalmente triunfaría lo masculino sobre lo femenino, era la
época.
Sobre la globosa luna se dibujaba la silueta de un enloquecido gallo cacareando repetitivamente, estirando de tal forma su dorado cuello emplumado que daba la impresión de estar a punto de romperse, su cresta y colgantes lóbulos carmesí vibraban al unísono con su alarmante canto nocturno que parecía una advertencia ante la infamia ocurrida por el inminente ingreso violento al lugar, una grave violación a sus normas de clausura, no solo de la prohibición de entrar a personas ajenas al recinto, sino también de ver a las Clarisas en su íntima vida de recogimiento.
Esto no presagiaba nada bueno, por primera vez el rezo del maitines
era sustituido por un correr despavorido por sus largos pasillos, una pesada
atmósfera se respiraba en el lugar reforzada por los desaforados ladridos del
perro cuidador de Santa Ángelus.
Mientras en alguna parte del monasterio, dos Hermanas se encuentran e intercambian una breve conversación, sin percatarse que alguien escondido en la oscuridad escucha:
— Hermana Isabel, Hermana Isabel ¿Usted ha visto a la Hermana Consuelo?
— Pregunta Milagro, una jadeante pelirroja quien alcanza velozmente a la alta figura, denotando una palpable preocupación plasmada en su níveo semblante.
—
La autoridad
civil está ingresando al jardín del Convento y la necesitamos. — Acota seguidamente la agitada monja.
—
Hermana Milagro eso
no debe ser, el Provincial de la orden de San Francisco es la única autoridad
que le reconocemos el derecho de entrar en los claustros de Santa Clara. — Urge imperiosamente la rechoncha Superiora con una
áspera voz que brotaba de su alta figura, mientras sus penetrantes ojos oscuros
se centran en la alborotada pelirroja lanzando una mirada que parecía llamear fuego
como tizones encendidos al darse cuenta que ella había advertido la sombra que
se deslizaba de su claustro.
—
Cierto, pero la
Hermana Cristina les abrió la cancela, después de arrancarle a la Hermana
Ángela el manojo de llaves, dicen que van a revisar todo para buscar a un
prófugo de la ley que se les escapó de la cárcel. — Indica a la defensiva la extrovertida y agradable pelirroja,
igualmente regordeta pero algo menos y más baja de estatura que su
interlocutora.
—
¡Dios santo! Estarían quebrantando la clausura, vaya corriendo a
avisarle a la Hermana Ángela que reúna a todas las religiosas mediante repique urgente
de campanas y se encierren en la capilla hasta nueva orden, yo localizaré a la
Hermana Raquel, es imperativo restituir las reglas conventuales. Recuerde
Milagro ser discreta como lo soy con usted, conozco el lugar donde esconde sus
secretos. — Exclama la rolliza
fémina.
—
No es necesario
que me amenace, deje eso así, toda la congregación sabe a quién mete en su
claustro. — Alza una
mano quitándole importancia al asunto y le aclara a la Abadesa…
—
Además ambas
nos conocemos muy bien. — Recalca
con un tono de burla levantando sus rojizas cejas y continúa...
—
Espere, no se
vaya, eso no es todo, dicen que traerán al señor Obispo mañana sino permitimos
la inspección. — Puntualiza
la pelirroja abriendo exageradamente sus azules ojos y girándolos alocadamente.
—
¡Gravísimo! — Exclama Isabel, girando sobre sus talones
hundiéndose en la profundidad del oscuro pasillo.
Milagro detecta el nerviosismo de la Abadesa
encargada sin comprender el alcance de lo que sucede, sale apresuradamente a
cumplir las indicaciones, sus pasos se propagan con un sonido hueco que se atenúan
poco a poco a lo largo del corredor presagiando un lúgubre mensaje, sudorosamente
corre mientras va cavilando sobre aquella sutil y preocupante amenaza realizada.— ¿Acaso sabe lo de la limosna?.
La Hermana Isabel ordena a las legas y sirvientas dirigirse
cual batallón de soldados al portón para impedir el sacrílego paso al recinto, formando
un dique de contención mediante una cadena humana enganchadas por los brazos.
Pórtico a lo vedado. Fotografía modificada de Internet
Simultáneamente le indica a Raquel, Consuelo y Milagro, únicas autorizadas por integrar el grupo de las poderosas Hermanas Discretas, a salir para dialogar con la autoridad civil, acordando con ellos revisar todos los claustros, los funcionarios se comprometen a no penetrar en el recinto y esperar afuera mientras las Hermanas realizan su tarea.
Ante esa situación la rolliza Abadesa enclavada en
el patio central, impartiendo órdenes a diestra y siniestra, detectaba un peligro
que abría una rendija por donde podría ser revelado el secreto escondido en una
de las celdas, un riesgo demasiado elevado para ella, hasta podía ir presa,
perder todo por lo que había luchado y ambicionado de ocupar definitivamente el
máximo cargo, debía impedirlo.
Designa a la Hermana Berta como la encargada de efectuar
dicha inspección, su escogencia se debía a un motivo clave para Isabel, esta no
sería exhaustiva, era imposible para una sola persona, pero esa era su misión,
disimular hacerlo, el plan acordado entre ambas.
Estando en ese quehacer la curiosa Hermana
encontraría debajo del altar mayor unas sandalias distintivas de los
franciscanos, las toma entre sus rústicas y retacas manos, les da vuelta observándolas
minuciosamente, no tienen barro, pulcritud que le indican que no pertenecen al
fugitivo, su esmerado aspecto le resultan familiar y cae en cuenta que algo
misterioso sucedió allí y decide ocultar el hecho momentáneamente, tal vez
aquello le serviría más adelante en su rencor contra la Hermana Raquel, quien
la había desplazado del ansiado lugar de asesora de la Abadesa encargada.
Concluye que debe descifrar el misterio antes de revelar el hallazgo realizado
en aquel lugar que no concordaba.
Esa noche nadie durmió, fue de terror, de ansiedades, de búsqueda por un lado y ocultamiento apresurado por otro, al despuntar el sol todavía el fugitivo no había sido encontrado, por lo que la autoridad civil se retira exhausta, empapados y hambrientos.
A todas estas en el monasterio de los frailes, David
entra corriendo casi chocando con una espalda ancha y fuerte que conocía, deteniéndose
abruptamente, en ese momento la figura gira lentamente, quedando los dos frente
a frente, presentándose una inesperada situación para ambos, el Provincial lo
examina minuciosamente con unos sagaces y escrutadores ojos, fingía encontrarse
supervisando la estructura de madera expuesta a posibles incendios ocasionado
por los relámpagos, pero la realidad era otra, enarca una ceja al ver la empapada
figura de su pupilo, quien hace esfuerzos para disimularlo sacudiendo fuertemente
su sotana y pasando repetitivamente su mano por su húmeda cabellera, al no poder
evitarlo, su nerviosismo lo delata aún más.
Un refulgurante coche negro goteaba profusamente los
restos de lluvia que se deslizaban por sus costados semejando un llanto
desconsolado, un triste lamento que al caer producían un sonido que tenuemente
surgía del cobertizo detrás del monasterio como un quejido acusador. Conocía su
fatídico futuro, fugazmente vislumbrada durante la atropellada huida.
—
Padre David ¿De dónde
viene así tan mojado?. Además, descalzo.
—
¿Y sus
sandalias? — Pregunta el
alto y serio sacerdote de entrecejo quebrado.
— Disculpe Monseñor, salí a ver que le pasaba a los caballos que relinchaban muy nerviosos y me topé con la furia de la tempestad, al saltar sobre la cerca del corral perdí mis sandalias. — Responde el joven capellán de Santa Ángelus Dominius, cuyo negro cabello revuelto parecía declarar otra realidad, una pecaminosa.
— Está bien, vamos a la casa parroquial a cambiarse la sotana y secarse. Allá esta María, su madre que lo puede atender.
Cuando el muchacho se quita la prenda, su espalda revela unos sospechosos y pecadores arañazos.
—
Hijo. ¿Cómo le
sucedió eso?. — Exclama la
afligida María.
Marco se acerca a ver el llamativo incidente, instintivamente
David, enrojeciéndosele sus mejillas, inútilmente trata de cubrirse al darse
cuenta de lo que estaba aconteciendo. Alicia lo había hecho durante el momento
culminante de la pasión, quería dejar constancia que era de su propiedad,
marcarlo como una res.
— No es nada,
responde impaciente. — Al caerme me arañe con unas piedras.
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