En El Toronal el día se iniciaba con diversas
actividades, por un lado el ordeño de las vacas, antes de las cinco de la
mañana, luego los animales se llevaban a los pastizales donde pastoreaban todo
el día. Se atendía el corral de los cochinos, se alimentaban con las mazorcas
de maíz y los desperdicios de la cocina de la casa, al estar bien gordos se
mataban para obtener su carne y la manteca de su tocino, que se cocinaba para
ser almacenado en latas mantequeras.
Los obreros encargados de la caña de azúcar,
revisaban la siembra, desmalezaban, resembraban y cuando estaba a punto, se cortaba
para ser llevada al trapiche artesanal. Estos ingenios eran fabricados a mano
con madera de la región para elaborar el papelón, las melcochas y alfeñiques.
Una vez la caña en el sitio, era troceada para introducirla fácilmente en el
molino, movido por mulas. De aquí salía una tubería que transporta el jugo
de caña hacia las pailas o recipientes de bronce donde se hervía, utilizando el bagazo seco
como combustible, hasta lograr la consistencia deseada, luego se vertía en un
recipiente de madera llamado “tacha” o “artesa” donde se agitaba con una gran
pala de madera durante algunos minutos para finalmente vaciarlo en las
hormas de madera en forma de cono, se dejaba enfriar y luego se desmoldaba. Al
estar listo se bajaba a la Mercuriana, casa de compra ventas del abuelo, ubicada
en La Union, allí se comercializaba.
Por otro lado, los trabajadores que se
encargaban del café eran dos grupos, uno eran los encargados de sembrar, desmalezar
y recolectar una vez maduro, en la hacienda ubicada en las montañas de Parupáno,
para ser enviado en mulas a El Toronal donde lo recibían el grupo encargado de
procesarlo en La Trilla, una edificación diseñada especial para el trillado del
café, construida alrededor de 1911, abarcaba secarlo al sol en un patio
enladrillado donde se esparcía el grano húmedo removiéndolo de vez en cuando con
unas palas especiales para que secara uniforme, luego se pasaba al interior a descascarar
en un molino gigante artesanal, consistía en un canal de madera en forma
circular por donde rodaba una gran rueda también de madera, tirado por un burro,
de aquí se recogía para colocarlo en el venteador, un aparato que soplaba
viento dejando limpio los granos, que caían a un lado para ser recogidos y seleccionados
a mano por las mujeres, encargadas de almacenarlos en sacos que cerraban cosiendo
con grandes agujas e hilo pabilo, finalmente eran enviados para la venta a
la casa Blohm en Barquisimeto, cargados en arreos de 8 burros, a razón de dos
sacos de aproximadamente 50 kilos cada uno.
En este patio enladrillado también se
secaban las mazorcas de maíz sembradas en la hacienda, se les retiraba las
hojas dejando solo la última, nuevamente puesto al sol y almacenado en sacos para
ser colocados en la troja, una habitación especial donde se ahumaban para que
no les cayeran insectos. Estaban además otros obreros trabajando en el campo en
las diferentes siembras de hortalizas, cambures, tabaco y hierbas medicinales para
el consumo de la familia, así como el mantenimiento de las lagunas artificiales
para que no desaparecieran con los deslaves.
Mientras esta febril actividad se
desarrollaba en el campo, en la casa el día se iniciaba con la labor de las
mujeres en la preparación del desayuno, se pilaba el maíz para hacer las arepas,
se tostaba el café para luego colarlo y mezclarlo con la leche de vaca recién
ordeñada, se cocinaban los huevos que se recogían del gallinero, también los de
patos que por ser mas grande rendían para alimentar a mas personas, se asaban
cambures y se hacían rosquillas dulces en el horno artesanal de barro. Las
niñas se despertaban muy temprano con el sonido del trajinar de las faenas del
campo, el canto de los gallos y los pájaros, salían presurosas de la sala donde
dormían todas juntas dirigiéndose a la cocina atraídas por el olor de los
alimentos, allí las esperaban María Clisanta y la Toña, encargadas de darles el
desayuno y asearlas para que se vistieran. Mi madre Helena rememoraba de una
vez que se levanto primero, muy temprano y se fue a desayunar, encontrándose
con cambures asados con leche recién ordeñada que le gustaban mucho, quedando
con ganas de repetir, así que se fue a la sala donde dormían, se despeino, se
cambio de bata para hacerse pasar por su morocha Adelina, regresando a la
cocina bostezando como acabada de despertar y le volvieron a dar el desayuno,
creyendo que era la otra niña, cuando se presentó Adelina reclamando su comida
se armo una trifulca, a partir de entonces las gemelas fueron marcadas para diferenciarlas,
a una le pusieron zarcillos y la otra una pulsera.
El almuerzo era entre las 2 y 4 de la
tarde, se comía granos, carnes principalmente de chivo, hervidos, etc; la cena
era ligera antes de dormir, a cada quien les daban una taza de leche caliente
con papelón, clavo de olor y un pan dulce horneado en la casa, el cual
fermentaban con una levadura de fabricación casera hecha con una mazamorra de
maíz enfuertada.
Del caserío La Unión venía una maestra
contratada para darles las primeras lecciones de su educación, esperando que estuvieran
mas grande ante de ser enviadas internas al colegio de mujeres de Siquisique donde
la abuela había estudiado, este era el proyecto original de María Adelina,
luego del impase de los huevos de la pata retomo su sueño de darle una vida con
mejores oportunidades de estudios en Barquisimeto. También les enseñaban a
tocar guitarra, a coser y bordar. Hay una anécdota de mi tía Roselia sentada en
el escalón de la entrada de la Salita con las piernas abiertas para sostener la
guitarra. Al llegar el abuelo, ella le preguntó que si le gustaba lo que estaba
interpretando y él respondió que sí pero le recomendó que antes se colocara en
una posición correcta, pues estaba mostrando todas sus piernas, ella sintió una
gran vergüenza, después de lo cual no siguió en las clases, hasta aquí llegaría
el gusto musical.
Mi mama Elena evoca un sube y baja que su
madre les mando hacer en el patio, era un tronco de madera en forma de Y
clavado en el suelo, en la bifurcación se apoyaba otro tronco largo que estaba
atado y en los extremos cada una se sentaba para balancearse. También el cajón del almud, que el abuelo tenía para detallar los
granos para la venta, lo usaban para meterse dentro del más grande con las
piernas enrolladas, mientras las otras hermanas lo empujaban rodando como si
fuera un carrito. Los
recuerdos de Helena son tan vividos que cuando los escucho, parece que
estuvieran sucediendo en ese momento, como la historia de una visita que llego a
El Toronal y mientras esperaba en la
Salita que lo atendieran, como este salón tenía dos puertas,
las morochas se asomaban sincronizadamente desde cada puerta, escondiéndose una
y apareciendo la otra. Cuando mi abuelo llego a atender el señor este le dijo
que tenía una hija que parecía un pájaro pues se aparecía detrás de una puerta
y no había terminado de ocultarse cuando ya estaba en la otra, mi abuelo
riéndose le aclaro que eran dos niñas idénticas, cada una en cada puerta y se
las sacó del escondite para que las viera, quedando asombrado ante el parecido.
En unas navidades mi abuela encargo a María
de Lourdes como hija mayor que comprara los regalos del niño Jesús, adquiriendo
un par de gallos unidos por una base que se le daba cuerda y estos peleaban picoteándose,
pensando que era un regalo ideal para las morochas se los trae, pero estas al
verlo, se pelean queriendo cada una su juguete por separado por lo que le
cortaron la base de unión dañando el mecanismo por lo cual los gallos no
pelearon mas, las morochas las castigaron y esas navidades se quedaron sin
regalo.
Otra remembranza imborrable era la llegada
de la menstruación, a cada niña le confeccionaban un bolso con unos 3 paños de
tela gruesa de forma alargada y con 4 tiras en cada extremo para atarlo a la
cintura. No les explicaban para qué eran, cuando sucedía el sangrado se asustaban
porque creían que se estaban muriendo. Estos paños servían de toalla sanitaria,
luego se tenían que lavar lo cual realizaba la encargada de ese oficio y se
volvían a usar.
Visitaban
la finca de café en las montañas, iban en yegua o en burro, llevando las hamacas
y la comida. Aquí dormían y se quedaban hasta 3 días, era una casa con suelo de
tierra apisonada con salones amplios para almacenar el café. Igualmente revive las
tardes donde todas se reunían a escuchar los relatos de la Mamatola , que venía a
visitarlas y les narraba historias de sus antepasados españoles o del folklor sentadas
a su alrededor en el suelo con las piernas cruzadas, en el corredor principal o
en el patio frontal.
Al
finalizar la semana, todos los obreros se reunían en el patio frente al corredor
principal donde Antonio José (Toño) Gómez, administrador y sobrino de Pancho, se
encargaba, de acuerdo a las actividades registrado en un libro, de cancelarles el
salario, el cual podía ser en efectivo o en mercancía como granos, telas o
carnes.
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