viernes, 8 de agosto de 2014

Capitulo 7 Diurno y nocturno.

Al cumplir 10 años, en 1859 sería la primera comunión de Bartola, ese día, ademas del acto religioso, accidentalmente se enteraría de una oculta historia que tenía que ver con su destino. Una vez terminada la misa era costumbre realizar el desayuno en la casa familiar, una solariega construcción de estilo colonial situada frente a la plaza del pueblo muy cerca de la Iglesia. Como todas, era de bahareque con paredes muy gruesas, pintadas de blanco con cal que resplandecían al sol, sus techos a cuatro aguas cubiertos de bellas tejas rojas que convergían en un patio central con árboles que le daban una fresca sombra, bordeado por un corredor al que asomaban las habitaciones con camas tipo tijera con una base de lona o de madera con colchones de plumas, todas cubiertas con sábanas bordadas, muy limpias y perfumadas. Los salones para las visitas con amplios ventanales que miraban a la calle, protegidas con baluartes de madera o hierro forjado que permitía comunicarse con los pregoneros o amigos. La entrada era un largo corredor conocido como zaguán, cerrado por dos portones, uno estaba a nivel de la calle que permanecía abierto de día donde las personas sostenían amenas tertulias con los que transitaban por enfrente y el otro constituía la entrada con un postigo o pequeña ventana para ver quien tocaba a la puerta. Estas viviendas se distinguían con el apellido de la familia, como la famosa de los Álvarez, con una geometría rectangular muy parecida, diferenciándose solo por la altura que era proporcional a la riqueza de los dueños, conocidos como los blancos de la plaza.
Posterior al desayuno se pasaba al jardín enclaustrado para entretener a los pequeños, relatándoles leyendas pertenecientes a la tradición oral a cargo de los ancianos de la familia, custodios de la memoria histórica. Las preferidas eran la del abuelo llegado de España, igualmente la de los abuelos franceses y portugueses, narrados cotidianamente siendo centro primordial de sus vidas.
Bartola a pesar de su corta edad, observadora y vivaz notaba que habían dos historias, la glamorosa que contaban sus tías de día en el salón y las escandalosas, relatadas por la servidumbre, ocultamente en la noche alrededor del fogón de la cocina, las cuales escuchaba furtivamente a escondida. 
Al comenzar el relato, se dejaba llevar por el juego de luz proveniente de las lámparas de velas que rasgaban la penumbra dejando ver los árboles en una danza que la hipnotizaban a tal punto que llegaba a visualizar en su mente de joven adolescente, los personajes e historias, sintiendo que la protagonista era ella, aislada del ambiente, sumergida profundamente en este mágico mundo. Sin saberlo entonces eran sus primeros estados de trance que desarrollaría posteriormente, como parte de sus facultades de vidente.
El acontecimientos social protagonizados por su antepasada María Pinto de Cárdenas marcaba estos relatos, su casamiento con el distinguido caballero Andrés de Sopena y Santelices procedente de España, el primer Santeliz en llegar a Carora era narrativa obligatoria. En la Colonia ser peninsular otorgaba un gran prestigio, siendo aceptado en el selecto círculo social de modales europeos, presentado a las mejores familias, en una de ellas conocería a esta prominente señorita con quien formaría una de las parejas más envidiadas por conjugar abolengo, pureza de sangre y riquezas. Se comprometerían inmediatamente después de un breve romance, realizándose la boda un 1 de noviembre de 1694, en cuyo festejo resaltarían los trajes con encajes, lazos, cintas, sombreros de grandes alas con plumas y joyas. Andrés iría con pantalones pegados por debajo de la rodilla de donde partían las medias de seda blancas sostenidas con ligeros, zapatillas con adornos, peluca larga recogidas en la parte posterior con lazo y coloretes en sus mejillas. María de falda larga con armazón para darle volumen, corsé ajustado y descote pronunciado, talle bajo con un remate en pico centrado en la parte delantera del vestido, una sugestiva invitación, mangas largas abombadas hasta el codo y luego ajustadas, cabello suelto y largo con cintas y cubierto con una mantilla, todo muy ostentoso propio de la imperante moda francesa, revistiendo el acto de una atmósfera inolvidable por cumplir con el ideal perfecto de ese entonces, digna de ser recordada y repetida en los salones como parte de la historia familiar.
Pocos meses después de la fastuosa ceremonia, en 1695, un soleado día en un cruce del polvoriento camino rumbo a Río Tocuyo, el matrimonio Santeliz Pinto se encontrarían con los frailes Baza y Obriga, quienes se dirigían al mismo destino a lomo de mula, venían a cargo de una caravana de indios gayones procedentes de Quíbor, trasladados involuntariamente como mano de obra para recuperar la quebrada economía del fundado asentamiento que no había despegado debido a las constantes huidas de los lugareños. Finalmente, después de 75 años, lograrían el ansiado desarrollo gracias a la conjugación de estos dos sucesos claves, el establecimiento de los gayones y la llegada de los Santeliz a la zona, desencadenando los acontecimientos que colocarían a este pueblo doctrinero en el firmamento de los grandes protagonistas del acontecer del agitado y aguerrido siglo XIX, uno de los cuales seria el mestizaje entre los descendientes Santeliz y los gayones.
Luego de 13 años del matrimonio de María Pinto de Cárdenas, a los 38 años de edad, queda viuda con 7 hijos, confinada socialmente por las estrictas normas que debían observar las mujeres en el periodo de luto durante no menos de tres años, abarcaba vestir de negro de pies a cabeza, no asistir a ningún evento social salvo las misas del domingo y visitas a sus familiares, siendo lo correcto, aceptado y bien visto por la sociedad, sin otra alternativa. La viuda cumple con lo establecido, pero el destino tenía otros planes, iniciando la historia oculta de María Pinto y de la cual Bartola se enteraría ese día de su primera comunión, al entrar sin ser vista a la cocina. 
No habiendo transcurrido un año del fallecimiento de su esposo, en una de las idas de visita a la casa de su media hermana Cecilia, casada con un viudo andaluz con varios hijos productos de su primer matrimonio, uno de los cuales era un soltero de 28 años de edad que quería ser cura manteniéndose célibe, ambos coinciden en un encuentro familiar alrededor del piano, sucediendo lo inevitable ante el fuego abrasador emanado de la experimentada y esplendorosa viuda que derriten sus intenciones como la cera de una vela, conduciéndolo de la mano por el desconocido mundo del amor carnal, enredados desnudos entre las partituras del piano y el sagrado misal amparados por la noche, recorre su cuerpo como las cuentas de un rosario en sus misterios gozosos, experimentando por vez primera todo el placer en sus variadas expresiones.
Este joven hombre era Pedro Crespo del Rosal a quien esta bella mujer 11 años mayor le arrebataría su virtud, bajo el mismo techo que cobijaba a sus familiares, sin que sospecharan el volcán de pasiones despertado entre ellos, animando al joven a dejar de lado la vida de recogimiento dedicado solo a las labores de la capellanía, del cual era fundador por un valor de 100 pesos, con el fin de proteger su alma inmortal de ser condenada al infierno por los pecados cometidos, preocupaciones típicas de la época, subsanadas a través de las indulgencias obtenidas mediante estas capellanías. 
Las contribuciones para las capellanías fueron muy importante en los siglos XVI, XVII y XVIII, proporcionaban un apoyo a la Iglesia tanto económica como en la propagación de la fe mediante la compra de estas indulgencias que le aseguraban al donante una posición mejor en el "más allá", además de lograr para su familia un lugar relevante en el "más acá", beneficios muy deseados por los católicos de entonces.
Cuando la madura y viuda mujer se casa por segunda vez, ocasionaría un gran escándalo en la sociedad caroreña de principios del siglo XVII por estar en franca violación con lo considerado buenas costumbres, contrastando con lo glamoroso de su primer matrimonio, incluso se le llegó a inventar un sobrenombre despectivo: María Pinto “La Charca”, esta era la historia narrada en la cocina entre risas ahogadas de la servidumbre, censurada y oculta.
Al dirigirse a la iglesia San Juan Bautista, construida a principios de 1600 de fachada blanca, cuyo recinto interior era muy sencillo, los pilares eran simples troncos de palo, con un altar hecho de madera natural alumbrado con velas y faroles de hierro forjado, las damas caroreñas reunidas en las puertas de los zaguanes de las casas, abanicándose para espantar el calor, se cubrían la boca para disimular su cuchicheo sobre el irreverente comportamiento de la viuda: “La descarada le robo la virtud al joven Capellán”, “Se casa embarazada”, comentaban horrorizadas y envidiosas. Historia prohibida, pertenecía a un mundo de secretos ocultos, a la oscuridad de la noche, en resguardo de las apariencias de una conducta intachable muy propio de esta época y de otras.
De esta segunda unión, María Pinto de Cárdenas, lograría parir antes de su menopausia 4 hijos, que serían medios hermanos de los Santeliz Pinto de Cárdenas, en este nuevo hogar era frecuente ver correteando sus menores hijos junto a sus primeros nietos, casi de la misma edad.
Desde los inicios de esta residencia también ocurriría el mestizaje entre estos descendientes con los indígenas locales, facilitándoles el establecimiento en estas tierras, ello daría origen a las madres de Juana Bautista, de los indios Reyes Vargas y del héroe Camacaro, compartiendo la misma época con lazos de sangre entre ellos, de normas sociales mas permisivas e inclusivas, pilares de la naciente sociedad riotocuyense. 
A partir de entonces la descendencia de esta mujer iniciaría un viaje en el tiempo con ramificaciones y empalmes sumamente enredados y complejos, uno de ellos daría origen a la multifacética Bartola.

Patio enclaustrado del Club Torres de Carora.

Fogón de campo

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