viernes, 13 de febrero de 2015

Capitulo 28: Asesinato encubierto.

Aquella mañana se parecía a cualquier otra, pero una dolorosa encrucijada, marcada por un sello de sangre, se abriría inesperadamente en busca del ineludible destino. Eran apenas las cinco de la mañana y ya los hombres amolaban los machetes con piedras especiales seleccionadas para tal fin, reunidos en el patio antes de partir al campo a trabajar mientras las mujeres en la cocina hacían las arepas con el maíz recién molido en el pilón, grandes cuencos donde se colocaban los granos en el fondo, golpeándolos con un pesado mazo, ambos de madera, hasta reventarlos y convertirlos en harina que luego se amasaba con agua para darle la característica forma redondeada, pasando luego a tostarlas en las brasas del fogón para servirlas con queso, mantequilla casera, revoltijo de huevos junto al café recién molido que se servía negro o con leche de cabra.
Los aromas del café y la leña inundaba el amanecer de ese 2 de agosto de 1890, las cocineras elaboraban los alimentos junto a Bartola que las supervisa acompañada por sus hijas, las dos mayores estaban pilando el maíz, actividad disputada entre las jóvenes pues se decía que proporcionaba senos firmes y voluminosos, los dos hijos varones permanecían en un rincón esperando un descuido para tomar algo de lo que se preparaba. Las mujeres conversaban alegremente al unísono, de varias cosas a la vez, en un desorden que semejaba una orquesta sin director, sin embargo seguían el hilo del tema muy propio de las damas, repentinamente escuchan un golpe que procede de la sala donde estaba su marido esperando el desayuno, el eco retumba en el ambiente presagiando algo maléfico, un escalofrío recorre a Bartola al experimentar una macabra visión, corre hacia el lugar seguida de sus hijos, al entrar encuentran a Antonio yacente en el  suelo, a su lado un conocido arrodillado cual ave de rapiña, lo registra mientras va creciendo un  charco de sangre escarlata a su alrededor. Una niña aun en camisón con su larga cabellera dorada cayendo sobre su espalda, Julianita la hija menor de 7 años de edad, observa hipnótica la sangrienta escena, sería un recuerdo muy doloroso que nunca olvidaría, historia que relataría durante toda su vida a su descendencia.
Habían transcurrido apenas unas horas de las festividades religiosas acaecida en la Iglesia Parroquial de Río Tocuyo, aflorando allí las más violentas pasiones dirigidas hacia Antonio Perozo, un militar guzmancista casado con Bartola Castro, lo cual significó su sentencia. 
Los conjurados elaboran el plan durante la noche del 1 de agosto, irían a invadir la casa de Antonio en búsqueda de las armas escondidas, poseían experiencia con otro asalto similar perpetrado al hogar del General Bracho realizado 5 años antes en Carora. El anfitrión de la casa donde se lleva a cabo la reunión se ofrece como guía y acompañante, alega que su presencia no sería vista con desconfianza al ser baqueano del lugar, pero resulta que poseía otra razón, una muy personal, ajena a la política que lo impulsa a involucrarse en el conflicto entre estos personajes.
Ramón Perera Montesdeoca, casualmente se entera de los rumores que narraban algunos trabajadores de su propiedad situada en Río Tocuyo, ademas su hija pasaba largas temporadas allí pues su marido poseía un hato quien también escucha el extraño relato entre sus cocineras, años después ella sufriría una tragedia producto de las intrigas entre los godos, retratando el proceder violento que caracterizó aquellos tiempos. Este personaje viajaba rutinariamente al lugar por razones de trabajo y a visitar a su hija, accediendo a la misteriosa historia de las numerosas cajas de madera que constantemente llegaban a Parapara. Al lograr desenmarañar la conspiración se la trasmite a su sobrino político Ángel Montañez, emparentado por su esposa y su hija, quienes mantenían contacto comunicándose los sucesos del acontecer cotidiano.
Al alba se dirigen unos pocos hombres para no llamar la atención de los pobladores, van cabalgando rumbo a la vivienda de los Perozo-Castro, al llegar se esconden entre los árboles y deciden que uno de ellos se introduzca en la casa mientras los otros esperan afuera, el guía se ofrece para efectuar esta misión, esgrime el hecho que en caso de ser descubierto puede inventar una excusa creíble para visitarlos, al ser un conocido, oculta su secreto odio hacia los Castro, su deseo de despojarlos de una inaceptable posición de poder.
Toca la puerta discretamente con el fin de cerciorarse que la sala estaba vacía, Antonio que se encontraba arreglando unos documentos se asoma, conociendo al supuesto visitante le abre la puerta, invitándolo cortésmente a pasar mientras se introduce los papeles en un bolsillo de su chaqueta, lo cual percibe el hombre y especula que se trata de un posible mapa del lugar donde esconde las armas.
Dígame, en que puedo ayudarlo? Pregunta el comandante al recién llegado quien le entabla una conversación fútil, resultándole sospechoso al militar, girando para tomar su arma que estaba cerca, un grave descuido por parte de este fornido hombre, experto en luchas cuerpo a cuerpo, sin prever que podía ser atacado a traición por la espalda, oportunidad que aprovecha el conocido para extraer una daga que llevaba oculta estratégicamente debajo de la manga de su saco, asestándole una certera puñalada cortándole los vasos sanguíneos del cuello, cayendo prácticamente muerto, el asesino se arrodilla para registrarles los bolsillos en búsqueda del pliego con las notas, momento en que entra la familia proveniente de la cocina. Al ver la sangrienta escena, María Agustina y Ramona Antonia de 18 y 16 años respectivamente, que vienen detrás de su madre, reaccionan instintivamente usando como arma el mazo del pilón de maíz que una de ellas traía, asestándole un golpe en la sien o hueso temporal que había quedado a la misma altura de las manos de la mujer por encontrarse agachado y por haber girado la cabeza con el ruido de los pasos, dejando esta región expuesta como un blanco, provocando la inconsciencia inmediata al fracturar este hueso.
Ante el escándalo en el hogar de los Perozo, el restante grupo que estaban afuera, esperando el desarrollo de los acontecimientos, entran para enterarse de lo que estaba ocurriendo, topándose con Antonio muerto y su socio con los estertores de la agonía en el suelo, deduciendo la culpabilidad de Damián el hijo de Bartola, al verlo con el mazo ensangrentado en las manos pues se lo había quitado a su hermana, desconociendo ellos lo sucedido realmente, vociferan que harán justicia, conminando a la madre a entregar al espigado muchacho de 14 años para ajusticiarlo, ante lo cual ella los enfrenta con valor negándose a la petición, “tendrán que matarme primero, salgan de mi casa inmediatamente” dice la viuda, apuntándolos al pecho con el máuser de su marido que había tomado rápidamente, prevaleciendo su entrenamiento adquirido en los conflictos en las cuales había participado. Los asaltantes le responden “no nos iremos sin llevarnos a su hijo, señora” Bartola los amenaza con dispararles sin dudarlo, instándolos a llevarse a su compañero moribundo, ella era conocida por tener muy buena puntería, no temer disparar como guerrera, los hombres sabían que no hablaba en vano, además los trabajadores se habían aglomerado en la entrada del hogar llevando sus amenazantes machetes recién amolados, sus rostros reflejaban la ira contenida a la espera de su orden para actuar. Con aquella voz autoritaria que la caracterizaba en situaciones difíciles, le gira instrucciones a uno de sus empleados: “Juan de Dios, facilíteles una carreta para que transporten a su hombre herido”. Los sicarios responden "volveremos por el muchacho, debe pagar por su crimen, ud lo sabe" 
Era aun de madrugada cuando salen de Parapara, dirigiéndose rápidamente a la casa parroquial donde las altas autoridades eclesiásticas se encuentran durmiendo, tocan desesperados la metálica aldaba que cuelga de la fauces de una brillante cabeza de león que al chocar contra una pieza de hierro incrustado sobre la madera del gran portón retumba lúgubremente en el lugar, por fin sale el edecán mandándolos a pasar mientras llama a los sacerdotes. 
Al ver aquel hombre inconsciente con la total dilatación de las pupilas, un signo de gravedad conocido por los sacerdotes que poseían conocimientos médicos, dándose cuenta de lo irremediable de la muerte, enterándose de lo recién ocurrido, se alarman por la presencia del Ilustre Visitante, el escándalo de los crímenes acaecidos durante su visita pastoral podía mancillar su imagen ante la poderosa Iglesia Católica, con la cual ya tenía una discrepancia, debido a que el Arzobispo, a solicitud de Guzmán Blanco había otorgado una licencia especial a los masones venezolanos, dejándolos libres de realizar sus rituales por considerar que no chocaban con la fe católica basado en que reconocían la autoridad del Papa, profesaban la doctrina de Jesucristo y los dogmas de la Iglesia Católica, diferente a los perseguidos masones de Europa, originándose una polémica con el Vaticano.
Deciden por lo tanto encubrir lo sucedido, el padre Maximiano Hurtado le suministra los santos oleos y la extremaunción al agonizante perteneciente a su feligresía, quedando esto asentado en el somero registro parroquial realizado posteriormente, luego ordenan que lo trasladen subrepticiamente a Carora sin despertar sospecha de lo sucedido, entregárselo a su familia previa explicación de lo sucedido, de la necesidad de ocultar las causas de su muerte por lo que debe ser sepultado sin llamar la atención. También les prohíben al grupo tomar justicia por sus manos so pena de excomulgarlos, estaba de por medio esta familia muy conocidos en la zona, devotos colaboradores católicos, agravado por tratarse de un militar activo a cargo de la guarnición de Parapara, que afectaría la honrosa visita de su eminencia a su tierra natal, “no debían haber ocurrido estos sangrientos sucesos durante su estadía aquí, los caroreños no lo perdonaran”. El cura de Río Tocuyo se dirige a la casa de los Perozo Castro, se encargaría del ritual del sepelio de Antonio y de conversar con Bartola de la necesidad de la discreción. Antonio sería enterrado sin velorio, sin misa pública y en algún lugar secreto, tal vez uno propiedad de la Iglesia de Río Tocuyo.             
Las costumbres que prevalecían en los rituales funerarios católicos reservado a los godos, eran los de la colonia, consistentes en entierros cantados por mayor y con posas frente al túmulo funerario que debía estar identificado debidamente con su nombre completo mas los de su esposa si era casado o de sus padres, era el derecho de señas que sumado al de ceras o las velas para iluminar el recinto, muy costosas en estos tiempos, costando este servicio la cuantiosa cantidad de Bs.10, además de realizar una vigilia con doble de campanas anunciando el acontecimiento para que el pueblo se acercara a llorar al muerto, conformaba el ritual todo lo cual debía ser detallado obligatoriamente en el registro parroquial. 
Los personajes importantes se colocaban en una cripta en la Iglesia, en el pavimento o en una pared, honor reservado a los hombres y no a las mujeres. A veces, por la premura, el entierro se realizaba transitoriamente en el cementerio del pueblo y luego se trasladaban a solicitud de algún personaje influyente o de la feligresía como sucedió con el General Juan Agustín Pérez fallecido en 1885, reubicado 6 años después, en la Iglesia de Carora, apenas transcurrido un año de la muerte de Ramón Perera ocurrida el 2 de agosto de 1890, quien extrañamente nunca fue trasladado a la Iglesia, notándose además que en su registro de fallecimiento existen elementos que producen ruido como son: el cura que le da la absolución es Maximiano Hurtado quien se encontraba en Río Tocuyo acompañando al Dignísimo Arzobispo lo que sitúa su muerte en este pueblo, esto no ocurre con otros fallecimientos de ese mismo día en Carora, cuyos sacramentos fueron suministrados por el sacerdote suplente Leandro Antonio Colmenárez a cargo de la parroquia por la ausencia del cura rector. Extrañamente suscribe en su totalidad el registro, Maximiano Hurtado, obviando al sacerdote suplente quien debió realizar la misa en Carora, tal vez para no involucrarlo en el ocultamiento de los hechos. Otro detalle es además de no darse cumplimiento al ritual funerario católico completo del velorio cantado por mayor que incluía repique de campanas y con posas, no se realiza el correspondiente traslado a la cripta de la Iglesia. Caso muy diferente al de su hermano José Manuel Perera Montesdeoca, fallecido 5 años antes en 1885, en cuyo registro parroquial esta prolijamente descrito todo el ritual católico, señalando en una nota marginal que posteriormente, en 1888, fue trasladado a la Iglesia Parroquial de San Juan de Carora, colocándole en el pavimento. En cambio el registro de Ramón Perera es poco explicito, no acorde a su posición social, permitiendo deducir que en su muerte existió un secreto típico de la época victoriana, algo que obligó a no permitir la firma del cura Colmenárez, un entierro rápido y anónimo que debía pasar desapercibido por alguna razón, dejándolo en el cementerio con el pueblo, en el olvido y no en las criptas con los godos.  
Este hombre había sido integrante de la tropa que en 1876 habían emboscado a los Castro al mando del general Juan Agustín Pérez donde asesinan a dos de ellos, suceso similar al actual con un grupo muy cercano a aquellos otros, representando Federico Carmona, al que persiguen ahora, igual papel al de general Juan Arce, soliviantando a estos mismos indios, nuevamente protagonistas de un complot que desencadena la tragedia de los Perozo Castro.
Luego de que Bartola les informaría a sus hijos que tienen que marcharse lejos debido a lo peligroso de la situación pues detrás de lo sucedido estaba un miembro muy poderoso de la corriente opositora al guzmancismo y el nuevo dueño del poder local por la caída de La Propaganda, el General Ángel Montañez fundador una agrupación política liberal llamada Partido Liberal Independiente Restaurador, de gran influencia en la región, realizaría el secreto y solitario entierro de su marido.
Teniendo una amplia experiencia conspirativa se percata que la única forma de salvarles la vida era sacarlos de Parapara lo más rápidamente posible donde eran ubicables fácilmente, llama a su hijo mayor Gregorio casado, para que se vaya con Damián y lo proteja, le indica donde ir, a quien acudir. Les entrega unas bestias, cartas de recomendación además de dinero para el viaje, iniciando así un ocultamiento de identidad de sus hijos, no había tenido tiempo de llorar a su marido. 
A las dos hembras junto al menor de los varones, Cosme Antonio de 10 años, los envía aparte con gente de mucha confianza, parientes indígenas a una región llamada Moroturo que transitaba frecuentemente debido al negocio de la madera y el dividive, la razón de esto se debía a que corrían menos peligro por estar fuera de las sospechas del crimen, además representaban una carga para los otros dos que debían ocultarse en las montañas, dormir bajo los árboles, no acercarse a los centros poblados por ningún motivo, quienes toman la ruta hacia Siquisique, viaje que se hacia en medio día en bestia, llegando al eje Siquisique-Aguada Grande-La Unión, zona rica en café, instalándose en un lugar aislado llamado San Pedro en plena serranías de Parupáno, conectada con Aguada Grande y el caserío La Unión, una región montañosa donde residían varios Castro que habían huido desde los tiempos de la masacre de 1876, lo cual les permite disolverse entre ellos. 
Cosme, al principio se queda con sus hermanas pero luego, ante las suplicas del muchacho y de Damián que moría de tristeza por su familia, también iría a las montañas, nunca regresarían. 
Bartola parada en el camino, tomada de la mano por su pequeña Julianita, los ve partir, ese día perdería no solo a su marido y a cinco de sus hijos, también marcaría el principio del fin de la época de oro de su amada región, era el mes de agosto de 1890. 

La Daga 
Aldaba 

Registros parroquiales que delatan un oscuro suceso


Un solitario y secreto entierro

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